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25.

Luini deseó huir de allí con todas sus fuerzas, pero su escasa voluntad le falló una vez más. Aunque su conciencia le pedía a gritos que escapara de aquella joven, su cuerpo gozaba ya con los rítmicos embates de donna Elena. «¿Y qué más le daba a la conciencia?», pensó para arrepentirse un instante después.

El maestro no se había visto en otra igual. Una de las mujeres más deseables del ducado lo conducía por los senderos de la pasión sin que él hubiera abierto siquiera la boca. La hija de los Crivelli era hermosa; sin duda la Magdalena de rostro más angelical que había contemplado jamás. Y sin embargo, Luini no podía evitar sentirse como Adán arrastrado a la perdición de la mano de una Eva lujuriosa. Hasta podía sentir cómo mordía su manzana envenenada y sus jugos le hacían perder una inocencia guardada con tanto celo hasta entonces. Por extraño que parezca, el maestro Bernardino se contaba entre los pocos que aún creían que el verdadero árbol de la ciencia del bien y del mal fue ocultado por Dios entre las piernas de la mujer, y que comer de él, aunque fuera una sola vez, equivalía a la condenación eterna.

– Miserere domine… -desesperó.

Si donna Elena le hubiera dado entonces un segundo de descanso, el pintor hubiera roto a llorar. Pero no: rojo como el capelo de un cardenal, cedió a cada una de las peticiones de la condesita, horrorizándose cuando ésta, brincando sobre su virilidad, le preguntaba una y otra vez por las virtudes de María Magdalena.

– ¡Contádmelo, contádmelo todo! -Jadeaba y reía con mirada de deseo-. ¡Explicadme por qué os interesa tanto la Magdalena! ¡Adelantadme el secreto de Leonardo!

Luini, sofocado, con las calzas por debajo de las rodillas y sentado sobre el mismo diván que momentos antes ocupara donna Lucrezia Crivelli, hacía verdaderos esfuerzos por no tartamudear.

– Pero Elena -respondía sin coraje-, así no puedo.

– ¡Prometedme que me lo contaréis!

Luini no respondió.

– ¡Prometédmelo!

Y aquel maestro pecador, extenuado, terminó haciéndolo dos veces por Cristo. Sólo Dios sabe por qué.

Cuando todo acabó y pudo recuperar el fuelle, el pintor se incorporó lentamente y se vistió. Estaba confundido. Azorado. El titán Leonardo ya le había advertido de lo peligrosas que eran las hijas de la serpiente y de cómo entregarse a ellas era faltar a la suprema obligación de todo pintor, violando el sagrado precepto de la creación solitaria. «Sólo si te mantienes lejos de esposa o amante, podrás dedicarte en cuerpo y alma al supremo arte de la creación -escribió-. Si, por el contrario, tienes mujer, dividirás tus dones por dos. Por tres si tienes un hijo, y lo perderás si traes dos o más criaturas al mundo.» Aquellos reproches comenzaron a emerger del interior de su mente, haciéndolo sentirse débil e indigno. Había pecado. En sólo unos minutos su reputación de hombre perfecto se había arruinado, dando paso a una mala parodia de sí mismo. Y el mal era irreversible.

Donna Elena, aún desabrigada sobre el diván, miraba a su pintor sin comprender por qué, de repente, se había quedado rígido.

– ¿Estáis bien? -preguntó con dulzura.

El maestro calló.

– ¿Acaso no os ha complacido?

Luini, con los ojos húmedos y una mueca contenida, trató de sofocar los remordimientos que lo angustiaban. ¿Qué podía decirle a aquella criatura? ¿Acaso entendería su sensación de fracaso, de debilidad frente a la tentación? Y lo peor: ¿no le acababa de prometer, poniendo a Jesús por testigo, que le revelaría el secreto que tanto deseaba conocer? ¿Y cómo lo haría? ¿No tenía él tantos deseos de conocerlo como la propia Elena? Dando la espalda a su amante, maldijo para sí su flaqueza. ¿Qué iba a hacer? ¿Pecaría dos veces en una misma tarde, faltando a su castidad primero y a su palabra después?

– Estáis triste, mi amor -susurró, acariciándole los hombros. El pintor cerró los ojos, todavía incapaz de articular palabra. -En cambio, vos me habéis llenado de felicidad. ¿Es que os sentís culpable de haberme dado lo que os pedía a gritos? ¿Os pesa haber complacido a una dama?

La condesita, leyendo en el silencio las funestas ideas de aquel varón deshecho, trató de aliviarle la conciencia:

– No debéis reprocharos nada, maestro Luini. Otros, como fray Filippo Lippi, aprovecharon sus trabajos en conventos para seducir a jóvenes novicias. ¡Y él era un clérigo!

– ¿Qué decís?

– ¡Oh! -rió al ver a su amante sobresaltado-. Deberíais conocer la historia, maestro. El padre Lippi murió no hace ni treinta años; seguro que vuestro Leonardo lo trató en Florencia. Fue muy famoso.

– ¿Y decís que fray Filippo…?

– Desde luego -brincó sobre él-. En el convento de Santa Margarita, mientras terminaba unas tablas, sedujo a una tal Lucrezia Buti y hasta tuvo un hijo con ella. ¿No lo sabíais? ¡Oh, vamos! Muchos creen que la deshonrada familia Buti fue la que lo envió al otro mundo con una buena dosis de arsénico. ¿Lo veis? ¡Vos no sois culpable de nada! ¡No habéis atentado contra ningún voto sagrado! ¡Habéis dado amor a quien os lo pedía!

El maestro dudó. Aunque roto, era capaz de ver que la hermosa Elena trataba de ayudarlo. Conmovido, sus labios articularon al fin una frase inteligible:

– Elena… Si aún lo deseáis, si aún queréis acceder a ese misterio que tanto os intriga y que inspira el retrato que estoy pintando para vos, os contaré el secreto de María Magdalena.

La condesita lo observó con curiosidad. Luini parecía arrancar con dolor cada una de sus palabras.

– Sois hombre de honor. Cumpliréis vuestra promesa. Lo sé.

– Sí. Pero prometedme vos ahora que nunca más volveréis a tocarme. Ni hablaréis de lo que os diré con nadie.

– Y ese secreto, maestro, ¿me dará a conocer la razón de vuestra tristeza?

El pintor buscó la mirada transparente de la condesita, aunque apenas pudo sostenerla. Aquella insistente preocupación de Elena Crivelli por su bienestar lo desarmó. Recordó entonces lo que había oído decir de la extirpe de las Magdalenas: que su mirada era capaz de ablandar el corazón de cualquier hombre gracias a su poderoso hechizo de amor. Los trovadores no mentían. ¿Cómo no iba a merecer aquella criatura conocer la verdad sobre sus orígenes? ¿Iba a ser él tan desalmado como para no indicarle dónde estaba el camino que debía recorrer para averiguarlo?

Y así, Bernardino Luini, forzando su mejor sonrisa, accedió al fin a sus deseos.

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