El Agorero.
Esa es la pieza que falta para armar este rompecabezas.
Su presencia merece una explicación. Y es que, además de mis avisos al Santo Padre y a las más altas instancias de la orden dominica sobre el rumbo errático que tomaba el ducado de Milán, existía otra fuente de información que abundaba en mis temores. Era un testigo anónimo, bien documentado, que cada semana remitía a nuestra Casa de la Verdad detalladísimas cartas denunciando la puesta en marcha de una gigantesca operación mágica en las tierras del Moro.
Sus misivas comenzaron a arribar en el otoño de 1496, cuatro meses antes de la muerte de donna Beatrice. Iban dirigidas a la sede de la orden en Roma, en el monasterio de Santa Maria sopra Minerva, donde se leían y se guardaban como si fueran la obra de un pobre diablo obsesionado con las presuntas desviaciones doctrinales de la casa Sforza. Y no los culpo. Vivíamos tiempos de locos, y las cartas de un visionario más o menos traían a nuestros padres superiores sin cuidado.
O a casi todos.
Fue el archivero de nuestra casa madre quien me habló de los escritos de ese nuevo profeta en el último capítulo general de Betania.
– Deberíais leerlas -dijo-. Nada más verlas pensé en vos.
– ¿De veras?
Recuerdo los ojos de lechuza del archivero, pestañeando de emoción.
– Es curioso: las ha escrito alguien con vuestros mismos temores, padre Leyre. Un profeta apocalíptico, culto, muy versado en gramática, como la cristiandad no había visto desde los tiempos de fray Tanchelmo de Amberes.
– ¿Fray Tanchelmo?
– Oh… Un viejo chiflado del siglo XII que denunció a la Iglesia por haberse convertido en un burdel, y acusaba a los sacerdotes de vivir en concubinato permanente. Nuestro Agorero no llega a tanto, aunque, por el tono de sus cartas, no creo que tarde mucho en hacerlo.
El archivero, encorvado y quejicoso, añadió algo más:
– ¿Sabéis qué le hace distinto de otros locos?
Sacudí la cabeza.
– Que parece mejor informado que cualquiera de nosotros. Ese Agorero es un maníaco de la precisión. ¡Lo sabe todo!
Aquel frailuco tenía razón. Sus pliegos de papel ahuesado y fino, escritos con una caligrafía impecable y amontonados en una caja de madera con el sello de riservatto, se referían con obsesiva insistencia a un plan secreto para convertir Milán en una nueva Atenas. Algo así era lo que yo sospechaba desde hacía tiempo. El Moro, como los Médicis antes que él, se contaba entre esos dirigentes supersticiosos que creían que los antiguos poseían conocimientos del mundo mucho más avanzados que los nuestros. La suya era una vieja idea. Según ésta, antes de que Dios castigara al mundo con el Diluvio, la humanidad había disfrutado de una Edad de Oro próspera que primero los florentinos y ahora el dux de Milán querían reinstaurar a toda costa. Y para conseguirlo no dudarían en dejar a un lado la Biblia y los prejuicios de la Iglesia, a sabiendas de que en aquel tiempo de gloria Dios aún no había creado una institución que lo representase.
Pero aún había más: sus cartas insistían en que la piedra angular de aquel proyecto se estaba colocando delante de nuestras narices. De ser cierto lo que el Agorero decía, la astucia del Moro era infinita. Su plan para convertir su feudo en la capital del renacimiento de la filosofía y la ciencia de los antiguos iba a apoyarse sobre una columna desconcertante. Nada menos que nuestro nuevo convento en Milán.
El Agorero logró sorprenderme. Fuera quien fuese el hombre que se escondía tras esas revelaciones, las había llevado más lejos de lo que yo me hubiera atrevido jamás. Como me advirtió el archivero, parecía tener ojos en todas partes. Ya no sólo en Milán, sino en la propia Roma, ya que algunas de sus últimas cartas venían encabezadas por un «Augur dixit» que nos desconcertó. ¿A qué clase de confidente nos enfrentábamos? ¿Quién sino alguien muy introducido en la curia podría conocer cómo le llamaban los escribanos de Betania? Ninguno supimos a quién señalar.
Por aquellos días, el convento al que se refería en sus mensajes, el de Santa María delle Grazie, estaba en obras. El duque de Milán había designado a los mejores arquitectos del momento para su edificación: a Bramante le encargó la tribuna de la iglesia, a Cristoforo Solari los interiores, y no escatimó un ducado en pagar a los mejores artistas para que decorasen cada uno de sus muros. Quería convertir nuestro templo en el mausoleo de su familia, el lugar de reposo eterno que inmortalizaría su memoria por los siglos de los siglos.
Sin embargo, lo que para los dominicos era un privilegio, para el autor de aquellas cartas era una terrible maldición. Anunciaba grandes penalidades para el Papa si nadie ponía fin a aquel proyecto y auguraba una época negra, fatal, para Italia entera. El anónimo remitente de aquellos mensajes se había ganado a pulso, en efecto, el sobrenombre de Agorero. Su visión de la cristiandad no podía ser más nefasta.