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Desde que Alejandro VI llegara al trono de Pedro en 1492, estuve enviando mensajes a mis superiores jerárquicos para prevenirles sobre lo que allí podría ocurrir. Nadie me hizo caso. Milán, tan próxima a la frontera con Francia y con una tradición política tan rebelde respecto a Roma, era la candidata perfecta para albergar una escisión importante en el seno de la Iglesia. Betania tampoco me creyó. Y el Papa, tibio con los herejes -sólo un año después de haber tomado la tiara ya había pedido perdón por el acoso a cabalistas como Pico della Mirándola-, desoyó todas mis advertencias.

– Ese fray Agustín Leyre -solían decir de mí los hermanos de la Secretaría de Claves- presta demasiada atención a los mensajes del Agorero. Terminará tan chiflado como él.

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