– Creo que proponéis interpretaciones muy rebuscadas -dijo al fin-. Y el maestro, por lo poco que lo conozco, es un gran amante de la simplicidad.
Marco y Bernardino se giraron hacia la condesita.
– Si ha anudado de una forma tan evidente uno de los extremos del mantel, dejando el otro liso, es porque quiere llamar la atención del espectador hacia ese rincón de la mesa. Hay algo ahí, donde él mismo se ha representado, que quiere que veamos.
Luini levantó el brazo hacia el nudo, acariciándolo con las yemas de sus dedos. Aquel lazo estaba dibujado con gran maestría. Cada pliegue del tejido le confería una maravillosa sensación de realidad.
Hasta el siglo XIX, la Iglesia dio por buena la interpretación que identificaba a María de Betania con la Magdalena, y que por tanto la emparentaba con Marta y Lázaro, protagonista del episodio de la resurrección que narra Juan en su evangelio.
– Creo que Elena tiene razón -admitió.
– ¿Razón? ¿Qué razón?
– Fijaos bien, Marco: la zona que marca el nudo es el área en la que la luz de la composición es más intensa. Observad aquí las sombras en el rostro de los apóstoles. ¿Las veis? Son más duras. Más fuertes que las del resto.
El perfil griego de d'Oggiono exploró longitudinalmente el muro, comparando el amplio abanico de claroscuros en las ropas y rostros de los Doce.
– Quizá tenga sentido -continuó Luini, como si pensara en voz alta-. Esa zona aparece más iluminada que las demás porque para Leonardo el conocimiento parte de Platón. Él es como el sol que ilumina la razón. Y el discípulo más brillante de todo el conjunto es san Simón, el que tiene el rostro del griego y el único manto blanco de la escena…
Aquel matiz devolvió a Luini un recuerdo importante:
– Y Mateo, el discípulo que está codo con codo con el maestro, no es otro que Marsilio Ficino… ¡Claro! -exclamó en voz alta, de repente-. Ficino confió al maestro los textos de Juan antes de que nos marcháramos de Florencia. ¡Ahí está la clave!
Elena lo miró perpleja.
– ¿La clave? ¿Qué clave?
– Ahora lo entiendo. Los antiguos iniciaban a sus adeptos colocándoles un evangelio inédito de Juan sobre la cabeza. Creían que al hacerlo se transmitía por contacto la esencia espiritual de la obra a la mente y al corazón del candidato a verdadero cristiano. Ese libro de Juan contenía grandes revelaciones sobre la misión de Cristo en la Tierra y mostraba el camino que debíamos seguir para alcanzar un lugar en el cielo. Leonardo… -Luini tomó aire-… Leonardo ha sustituido ese texto por una obra pictórica que contuviera sus símbolos fundamentales. ¡Por eso nos ha enviado aquí a iniciarte, Elena! ¡Porque cree que su obra te investirá con el secreto místico de Juan!
– ¿Y podéis iniciarme sin saber exactamente lo que el maestro ha inscrito aquí?
El tono de la joven sonó incrédulo.
– A falta de más pistas, sí. Antiguamente los novicios no llegaban a abrir siquiera el libro perdido de Juan. Es seguro que muchos no sabrían ni leer. ¿Por qué no habría de actuar este mural de igual manera con nosotros? Mirad, además, a Cristo. Está a una altura suficiente en la pared para que os podáis situar debajo, y recibir su mística imposición de manos, con una palma protegiendo vuestra cabeza y la otra invocando al cielo.
La condesita echó un nuevo vistazo al alfa. Bernardino tenía razón. La escena del banquete estaba colocada a suficiente altura como para recibir a una persona de cierta envergadura bajo el mantel. Era un buen lugar para situarse y recibir el espíritu de la obra, pero con todo, la mente pragmática de Elena la forzaba a buscar una interpretación más racional. Leonardo era un hombre práctico, poco dado a viejas elucubraciones místicas.
– Pues yo creo saber cómo podemos leer el mensaje del Cenacolo…
Elena titubeó. Una intuición súbita la iluminó al poco de ponerse bajo la protección del Alfa.
– ¿Recordáis las atribuciones que el maestro os hizo memorizar para cuando os llegara el momento de retratar a los Doce?
Bernardino asintió perplejo. Las imágenes del día en el que la condesita le arrebató aquella lista aún seguían vivas en su memoria. Se sonrojó.
– ¿Y sabríais decirme qué virtud era la que atribuía a Judas Tadeo? -insistió.
– ¿Al Tadeo?
– Sí. Al Tadeo -exhortó Elena, mientras Luini buscaba el dato entre sus recuerdos.
– Es Occultator. El que oculta.
– Exacto -sonrió-. Una «O». ¿Lo veis? Ahí tenemos otra vez a nuestra omega. Y eso no puede ser casual.