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– Como sabéis, los cátaros no comen carne y rehusan matar ningún ser vivo. Si vos fuerais un bonhomme, y yo os diera un pollo como éste y os pidiera que lo sacrificarais delante de mí, os negaríais a hacerlo.

Jorge se sonrojó al verme tomar un cuchillo y levantarlo sobre el ave.

– Si uno de vosotros se negara a matarlo, sabrá que lo habré reconocido. Los cátaros creen que en los animales habitan las almas de humanos que murieron en pecado y que regresan así a la vida para purgarlos. Temen que al sacrificarlos estén quitándole la vida a uno de los suyos.

Sujeté al pollo con fuerza sobre la mesa, estiré su cuello para que todos pudieran verlo, y cedí el cuchillo a Giuseppe Boltraffio, el monje que tenía más cerca. A un gesto mío, su filo segó en dos el cuello del animal, salpicando de sangre nuestros hábitos.

– Ya lo veis. Fray Giuseppe -sonreí con ironía- está libre de sospecha.

– ¿Y no conocéis un método más sutil de detectar a un cátaro, padre Leyre? -protestó Jorge, horrorizado por el espectáculo.

– Claro que sí, hermano. Hay muchas formas de identificarlos, pero todas son menos concluyentes. Por ejemplo, si les mostráis una cruz, no la besarán. Creen que sólo una Iglesia satánica como la nuestra es capaz de adorar al instrumento de tortura en el que pereció Nuestro Señor. Tampoco les veréis venerar reliquias, ni mentir, ni tampoco temer a la muerte. Aunque, claro, eso es sólo en el caso de los parfaits.

– ¿Los parfaits? -Algunos frailes repitieron el término francés con extrañeza.

– Los perfectos -aclaré-. Son quienes dirigen la vida espiritual de los cátaros. Creen que observan la vida de los apóstoles como no sabe hacerlo ninguno de nosotros; rechazan cualquier clase de propiedad, porque ni Cristo ni sus discípulos la tuvieron. Son los encargados de iniciar a los aspirantes en el melioramentum, una genuflexión que deberán realizar cada vez que se encuentren con un parfait. Sólo ellos dirigen los apparellamentum, confesiones generales en las que los pecados de cada hereje son expuestos, debatidos y perdonados públicamente. Y, por si fuera poco, sólo ellos pueden administrar el único sacramento que reconocen los cátaros: el consolamentum.

– iConsolamentum?. -volvieron a murmurar.

– Servía a la vez de bautismo, comunión y extremaunción -expliqué-. Se administraba mediante la colocación de un libro sagrado sobre la cabeza del neófito. Nunca era la Biblia. A ese acto lo consideraban un «bautismo del espíritu» y quien merecía recibirlo dicen que se convertía en un «verdadero» cristiano. En un consolado.

– ¿Y qué os ha hecho pensar que el sacristán y el bibliotecario fueron consolados? -preguntó fray Stefano Petri, el risueño tesorero de la comunidad, siempre satisfecho de llevar con éxito los asuntos materiales de Santa María-. Si me permitís la observación, jamás les vi abjurar de la cruz, ni creo que fueran bautizados mediante la imposición de un libro sobre sus cabezas.

Algunos frailes asintieron a su alrededor.

– En cambio, hermano Stefano, sí los visteis hacer ayunos extremos, ¿no es cierto?

– Todos los vimos. El ayuno eleva el espíritu.

– No en su caso. Para un cátaro, los ayunos extremos son una vía para ganar el consolamentum. En cuanto a lo de la cruz, conviene no confundirse. A los cátaros les basta con limar los extremos de cualquier crucifijo latino, haciéndolo más romo, para poder llevarlo al cuello sin problemas. Si su cruz es griega, o incluso paté, la toleran. Seguramente, hermano Petri, también los visteis rezar el Pater Noster con vosotros. Pues bien: ésa es la única oración que admiten.

– Sólo dais argumentos circunstanciales, padre Leyre -replicó Stefano antes de tomar asiento.

– Es posible. Estoy dispuesto a admitir que fray Alessandro y fray Giberto sólo eran simpatizantes a la espera del bautismo. Sin embargo, eso no los exime del pecado. No olvido tampoco que el hermano bibliotecario se prestó a colaborar con el maestro Leonardo en su Ultima Cena. Quiso ser retratado como Judas en el centro de una obra sospechosa, y creo saber por qué.

– Decidlo -murmuraron.

– Porque, para los cátaros, Judas Iscariote fue un siervo del plan de Dios. Creen que obró bien. Que delató a Jesús para que así se cumplieran las profecías y pudiera dar su vida por nosotros.

– Entonces, ¿sugerís acaso que Leonardo también es un hereje?

La nueva pregunta de fray Nicola de Piadena hizo sonreír de satisfacción al padre Benedetto, que poco después se ausentó de la mesa para vaciar su vejiga en el patio.

– Juzgad vos mismo, hermano: Leonardo viste de blanco, no come carne, es seguro que jamás daría muerte a un animal, no se le conoce relación carnal alguna y, por si fuera poco, en vuestro Cenacolo ha omitido el pan de la comunión y ha colocado una daga, un arma, en la mano de san Pedro, indicando dónde cree él que está la Iglesia de Satán. Para un cátaro, sólo un siervo del Maligno empuñaría un acero en la mesa pascual.

– Y, sin embargo, el maestro Da Vinci ha respetado el vino -observó el prior.

– ¡Porque los cátaros beben vino! Pero fijaos bien, padre Bandello: en lugar del cordero pascual que según los Evangelios era el alimento que se consumió en aquella velada, el maestro ha pintado pescado. ¿Y sabéis por qué?

El prior negó con la cabeza. A él me dirigí:

– Recordad lo que vuestro sobrino escuchó de boca del sacristán antes de morir: los cátaros no aceptan ningún alimento que proceda del coito. Para ellos, los peces no copulan, así que pueden comerlos.

Un murmullo de admiración se extendió por la sala. Los monjes seguían boquiabiertos mis explicaciones, atónitos por no haber detectado antes aquellas herejías en el muro de su futuro refectorio.

– Ahora, hermanos, necesito que uno a uno respondáis a mi cuestión -dije mudando mi tono descriptivo por otro más severo-. Haced examen de conciencia y responded ante vuestra comunidad: ¿alguno de vosotros ha seguido, por voluntad propia o ajena, alguna de las pautas de comportamiento que os he descrito?

Vi a los frailes contener la respiración.

– La Santa Madre Iglesia será misericordiosa con quien abjure de sus prácticas antes de abandonar esta asamblea. Después, el peso de la justicia caerá sobre él.

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