– Eres muy perceptiva, Sophy. Es extraño, pero a menudo he sentido que tú, solamente tú, me comprendías de verdad. Eres un desperdicio estando junto a Ravenwood, igual que Elizabeth.
Sophy vertió el agua hirviendo en la tetera, rezando para haber puesto la cantidad suficiente de hierbas somníferas. Después, siempre muy tensa, se sentó en un banco a esperar que las hojas de té decantaran. Se dio cuenta de que una vez listo, el té estaría muy amargo. Tendría que buscar los medios para disimular ese sabor.
– No olvides el queso y el pan, Sophy -le advirtió él.
– Sí, por supuesto. -Sophy metió la mano en la canasta y extrajo una hogaza de pan. Entonces vio el pequeño recipiente que contenía el azúcar. Con dedos temblorosos, rozó las esmeraldas y tomó el azúcar-. No hay cuchillo para cortar el pan, milord.
– No soy tan tonto como para dejar en tus manos un cuchillo, querida. Córtalo con los dedos.
Sophy agachó la cabeza y siguió las instrucciones de Waycott. Luego acomodó los desiguales trozos de pan y de queso fuerte sobre un plato. Concluida esta tarea, sirvió el té en dos tazas.
– Todo está listo, lord Waycott, ¿quiere comer junto al fuego?
– Tráeme la comida aquí. Quiero que me la sirvas como se la sirves a tu esposo. Haz cuenta que estamos en la sala de recepción de Ravenwood Abbey y muéstrame lo excelente anfitriona que eres.
Convocando toda la serenidad que le quedaba, Sophy se le acercó y le puso la taza entre las manos.
– Creo que le puse demasiado azúcar a su té. Espero que no esté extremadamente dulce para su gusto.
– Me agrada bastante dulce. -La miró con anticipación, mientras Sophy depositaba la comida frente a él-. Siéntate conmigo, querida. Necesitarás todas tus fuerzas más tarde. Tengo planes para nosotros.
Lentamente, Sophy se sentó en la litera, manteniendo la mayor distancia posible entre ella y Waycott.
– Dígame, lord Waycott. ¿No tiene miedo de lo que Ravenwood puede hacerle cuando se entere de que usted ha abusado de mí?
– No hará nada. Ningún hombre que estuviera en sus cabales se atrevería a hacerle trampas en el Juego o a estafarlo en los negocios, pero rodos saben que Ravenwood jamás volvería a arriesgar su pellejo por ninguna mujer. Expresó claramente que no valía la pena desperdiciar una bala por ninguna. -Waycott tomó un bocado de queso y un trago de té. Hizo una mueca-. Está un poco fuerte el té.
Sophy cerró los ojos por un momento.
– Siempre lo hago así para Ravenwood.
– ¿Sí? Bueno, en ese caso, lo tomaré igual.
– ¿Por qué duda de que mi esposo lo desafiaría? Se batió a duelo por Elizabeth, ¿no?
– Dos veces. O al menos, eso es lo que se dice. Pero eso fue al comienzo de su matrimonio, cuando aún creía que Elizabeth lo amaba. Después de su segunda cita al amanecer, llegó a la conclusión de que jamás podría controlar el carácter de mi bella Elizabeth ni aterrorizar a todos los hombres del país, de modo que abandonó todos sus esfuerzos de vengar su honor cuando hubiera una mujer de por medio.
– Y por eso no le teme. ¿Sabe que no lo desafiará por mí?
Waycott bebió otro sorbo de té, con los ojos fijos en el fuego.
– ¿Y por qué me desafiaría a mí por tu honor, cuando no lo hizo por defender el de Elizabeth?
Sophy percibió cierta inseguridad en el tono de Waycott.
Trataba de convencerse a sí mismo, tanto como a ella, de que no tenía por qué temer a Julián.
– Una pregunta interesante, milord -dijo ella suavemente-. ¿Por qué se molestaría, realmente?
– No eres ni la mitad de lo bella que era Elizabeth.
– Ya me lo ha dicho. -Sophy observó, con el estómago hecho un nudo, mientras Waycott bebía otro sorbo de té. Lo tomaba mecánicamente, pues su mente estaba inmersa en el pasado.
– Ni tampoco tienes su estilo, ni sus encantos.
– Cierto.
– No puede desearte a tí del mismo modo que la deseaba a ella. No, no se molestará en retarme a duelo por ti. -Waycott sonrió lentamente, por encima del borde de su taza de té. Pero muy bien podría asesinarte a ti del mismo modo que la mató a ella. Sí, creo que eso mismo hará cuando se entere de lo que pasó hoy aquí.
Sophy guardó silencio mientras Waycott se bebía el último sorbo de su té. La taza de ella aún estaba llena. La tenía entre ambas manos, mientras esperaba.
– El re estaba excelente, querida. Ahora deseo un poco de pan y queso y tú me los servirás.
– Sí, milord. -Se puso de pie.
– Pero primero -dijo Waycott lentamente- te quitarás la ropa y te pondrás las esmeraldas alrededor del cuello. De ese modo lo hacía siempre Elizabeth.
Sophy se puso muy tensa. Lo miró a los ojos, tratando de hallar algún indicio de los efectos del té.
– No voy a desvestirme para usted, lord Waycott.
– Lo harás. -De vaya a saber dónde, Waycott sacó una pistola muy pequeña, de bolsillo-. Harás exactamente lo que yo diga. -Le sonrió con ese gesto típico en el-. Y lo harás exactamente como Elizabeth lo hacía. Yo te guiaré en cada paso que des. Te enseñaré cómo deberás abrir las piernas para mí, madam.
– Usted está tan loco como ella -susurró Sophy. Retrocedió un paso hacía el fuego. Al ver que Waycott no reaccionaba, retrocedió otro.
Waycott la dejó retroceder hasta el final del recinto y después, con natural brutalidad, tiró de la cuerda que le había atado al tobillo.
Sophy se quejó cuando cayó pesadamente sobre el duro piso de piedras. Se quedó allí un momento, tratando de recomponerse y luego miró a Waycott, temerosa. Él todavía estaba sonriendo, pero algo turbado ya.
– Debes hacer lo que te digo o me veré obligado a lastimarte.
Sophy se sentó con mucho cuidado.
– ¿Del mismo modo que lastimó a Elizabeth esa noche, junto a la laguna? Ravenwood no la asesinó, ¿verdad? Fue usted. Y me matará a mí de la misma manera que asesinó a la bella e infiel Elizabeth, ¿no?
– ¿De qué estás hablando? Yo no le hice nada. Ravenwood la mató. Ya te lo dije.
– No, milord. Ha tratado de convencerse durante todos estos años de que Ravenwood fue el responsable de su muerte, porque no desea admitir que fue usted quien causó el fallecimiento de la mujer que amaba. Pero lo hizo. La siguió esa noche que fue a visitar a la vieja Bess. Esperó a que regresara, junto a la laguna. Cuando descubrió a donde había ido y lo que había hecho, se enfadó mucho con ella. Mucho más de lo que jamás había estado en su vida.
Waycott, tambaleando, se puso de pie. Sus bellos rasgos se veían distorsionados por la violencia.
– Ella fue a ver a la vieja bruja para pedirle una poción para sacarse de encima al bebé, como tú lo hiciste hace un rato.
– ¿Y el bebé era suyo, no?
– Sí, era mío. Y ella me irritó, diciéndome que no quería un hijo mío del mismo modo que no quería uno de Ravenwood. -Waycott avanzó dos pasos de iguales hacia ella. La pistola de bolsillo se agitaba, errática, en su mano-. Pero siempre había dicho que me amaba. ¿Cómo podría desear matar a un hijo mío si me amaba?
– Elizabeth era incapaz de amar a nadie. Se casó con Ravenwood para asegurarse una buena posición y todo el dinero que necesitaba. -Sophy se apartaba de Waycott, a cuatro patas. No se atrevía a volver a ponerse de pie por temor a que Waycott volviera a tirar de la cuerda-. Pasaba el tiempo manejando a sus marionetas porque con eso se divertía. Nada más.
– Pero no es cierto, maldita seas. Yo fui el mejor de todos los amantes que ella se llevó a la cama. Ella misma me lo dijo.
– Waycott se tambaleó hacia un costado y se detuvo. Dejó caer la cuerda y se restregó sus ojos con la mano libre-. ¿Qué me pasa?
– Nada, milord.
– Algo está mal. No me siento bien. -Se quitó la mano de los ojos y trató de centrar la mirada en Sophy-. ¿Qué me has hecho, perra?
– Nada, milord.
– Me has envenenado. Me has puesto algo en el té. Te mataré por esto.
Se abalanzó hacia Sophy, que se puso de pie como pudo y trataba de apartarse a ciegas del camino de Waycott. Este fue a dar contra la pared, junto a la chimenea. La pistola se le cayó de la mano, sin que él se diera cuenta y cayó al piso con un «clic», cerca de la canasta con las provisiones. Waycott giró la cabeza en dirección a Sophy, con los ojos expresando su enfado y los inevitables efectos de la droga.
– Te mataré. Como maté a Elizabeth. Te mereces morir, como ella. Oh, Dios, Elizabeth. - Se apoyó contra la pared, meneando la cabeza de un lado al otro, en un último intento en vano por despejarla-. Elizabeth, ¿cómo pudiste hacerme esto? Me amabas. -Waycott empezó a deslizarse por la pared, lentamente, sollozando-. Siempre me decías que me amabas. Sophy observó con horrorizada satisfacción cómo Waycott rompía en un llanto desconsolado hasta que se quedó dormido.
– Asesino -dijo ella, mientras las pulsaciones se le aceleraban por la profunda ira que sentía. Tú mataste a mi hermana. Como si le hubieras puesto un arma en la sien. Sus ojos fueron directamente a la canasta que estaba junto al fuego. Sabía cómo usar la pistola y Waycott se merecía morir. Con un sollozo angustiado, corrió hacia la canasta y miró hacia abajo. La pistola estaba sobre las brillantes esmeraldas. Sophy se agachó y tomó el arma.
Sosteniéndola entre ambas manos, se dio la vuelta para apuntar a Waycott, que estaba inconsciente.
– Mereces morir -repitió ella y acomodó el arma. El gatillo había sido diseñado para encajar en un pequeño espacio, por seguridad, quedó en posición de fuego. El dedo de Sophy fue directamente a él.
Se acercó más a Waycott, En su mente se representaba la imagen de Amelia, tendida en la cama, con una botella vacía de láudano sobre su mesa de noche.
– Te mataré, Waycott. Esto es simple justicia.
Por un momento infinito, Sophy se quedó apuntándolo, obligándose a disparar. Pero no tenía sentido. No halló coraje para hacerlo. Con un grito de desesperación, bajó el arma.
– Por Dios, ¿por qué soy tan débil?
Devolvió la pistola a la canasta y se agachó para desatarse la soga del tobillo. Le temblaban los dedos, pero logró deshacer el nudo. No podía llevar las esmeraldas ni la pistola a Ravenwood, pues no tendría medios para explicarlo. Sin volver la mirada atrás ni una sola vez, abrió la puerta y salió corriendo en la oscuridad de la noche. El caballo de Waycott relinchó cuando ella se acercó.
– Tranquilo, amigo. No tengo tiempo de ensillarte -murmuró Sophy al caballo mientras le acomodaba la brida-. Debemos darnos prisa, pues todo el mundo estará enloquecido en la Abadía… Llevó el potro a una montaña de canto rodado que alguna vez había sido una pared fortificada. Se paró sobre las piedras y se levantó las faldas por encima de las rodillas, para poder montarlo. El animal resopló y bailoteó inquieto hasta que finalmente aceptó su presencia tan poco familiar.