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Pero la respuesta se le ocurrió casi de inmediato. Sin duda, un hombre del carácter de Utteridge aprovecharía la privacidad de esos jardines para una cita.

Quizás, en ese preciso momento, una pobre joven indefensa estaría escuchando elogios, creyéndose enamorada. Sophy se juró que si él era el hombre que había seducido a Amelia, se encargaría de que no se casara con Cordelia Biddie ni con ninguna otra heredera inocente.

Se recogió las faldas, preparándose para rodear una pequeña estatua que estaba en el centro de un almacigo.

– No es muy inteligente estar paseando sola por aquí, en la oscuridad -dijo Waycott desde las sombras-. Una mujer podría perderse en estos jardines.

Sophy se sobresaltó y se dio la vuelta de inmediato. Notó que el vizconde estaba a una corta distancia. Su temor inicial se transformó en ira.

– Realmente, milord, ¿tiene necesidad de andar espiando a la gente?

– Estoy empezando a creer que es la única manera que tengo para poder hablar con usted en privado.

– Waycott avanzó un par de pasos. Su cabellera rubia parecía plateada con la luz de la luna. El contraste con la negra vestimenta que había escogido, lo hacía parecer irreal.

– No creo que tengamos que hablar sobre ningún tema que requiera privacidad -dijo Sophy, apretando el abanico. No le gustaba estar a solas con Waycott. Las advertencias de Julián al respecto ya hacían eco en su mente.

– Está equivocada, Sophy. Tenemos mucho de qué hablar. Quiero decirle la verdad acerca de Ravenwood y Elizabeth. Es hora que se entere de una vez por todas.

– Ya sé todo lo que necesito saber -dijo Sophy.

Waycott meneó la cabeza y sus ojos brillaron en la oscuridad.

– Nadie conoce toda la verdad y mucho menos, usted. Sí lo hubiera sabido, jamás se habría casado con él. Es demasiado dulce y suave para haberse entregado voluntariamente a un monstruo como Ravenwood.

– Debo pedirle que termine ya mismo con todo esto, lord Waycott.

– Dios me ayude, pero no puedo detenerme. -La voz de Waycott sonó desesperada, de pronto-. ¿No cree que lo haría si pudiera? Si sólo me resultara tan sencillo. No puedo dejar de pensar en eso. No puedo dejar de pensar en ella. En todo. Me atormenta, Sophy. Me está comiendo vivo. Pude haberla salvado, pero ella no me dejó.

Por primera vez, Sophy se dio cuenta de que, cualquiera hubieran sido los sentimientos de Waycott hacia Elizabeth, se había tratado de algo muy profundo y no superficial o pasajero como ella había imaginado. Obviamente, ese hombre estaba padeciendo una gran angustia. De pronto despertaron los sentimientos condolentes, naturales en Sophy. Avanzó un paso para tocarle el brazo.

– Shh -murmuró-. No debe culparse. Elizabeth era una mujer muy susceptible. Hasta nosotros, los que vivíamos en tas proximidades de Ravenwood, lo sabíamos. Haya sucedido lo que haya sucedido, ya pertenece al pasado. Ya no debe preocuparse por ello.

– El la arruinó -se lamentó Waycott con voz quebradiza-. Él la hizo así. Ella no quería casarse con él, ¿lo sabía? La familia la obligó. Sus padres sólo pensaban en el título y en la fortuna de Ravenwood. Les importaban un rábano los sentimientos. No podían comprender su delicada naturaleza.

– Por favor, milord, no debe seguir así.

– El la mató. -Su voz se tornó más fuerte-. Al principio, lo hizo lentamente, con una serie de pequeñas crueldades. Después se puso más rudo con ella. Elizabeth me contó que la golpeó varias veces con la fusta…, que la azotó como si fuera un caballo.

Sophy meneó la cabeza rápidamente, pensando en todas las veces en que ella misma había provocado la furia de su marido y él jamás había usado la violencia como medio de venganza.

– No, no puedo creer eso.

– Es cierto. Usted no la conoció como era al principio. Usted no fue testigo de cómo cambió ella después de que se casó con Ravenwood. Él siempre trataba de coartar su espíritu y de sofocar el fuego interior de Elizabeth. Ella se defendía del único modo que podía: desafiándolo. Pero se enfureció en sus esfuerzos por liberarse.

– Algunos dicen que hizo más que enfurecerse -comentó Sophy suavemente-. Algunos dicen que se volvió loca. Y si eso es cierto, es algo muy triste.

– Él la hizo así.

–  No, no puede culpar a Ravenwood por la condición de Elizabeth. Una locura así se lleva en la sangre, milord.

– No -dijo Waycott, otra vez, fuera de sí-. Su muerte estuvo causada por las manos de Ravenwood. Ella estaría con vida hoy de no haber sido por él. Ravenwood tiene que pagar por lo que hizo.

– Ésa es una tontería, milord -señaló Sophy con frialdad-. La muerte de Elizabeth fue un accidente. Usted no debe hacer semejantes acusaciones. Ni frente a mí ni frente a nadie.

Sabe tan bien como yo que estas declaraciones podrían acarrear muchos problemas.

Waycott sacudió la cabeza, como sí hubiera querido liberarse de pensamientos oscuros. Sus ojos parecieron perder parte del brillo original. Se pasó los dedos por la rubia cabellera.

– Escuche. Sé que soy un tonto en ponerme de este modo frente a usted.

El corazón de Sophy se ablandó cuando comprendió qué había detrás de todas las acusaciones de Waycott.

– Debió de haberla amado mucho, milord.

– Demasiado. Más que a mi vida. -Su voz sonó exhausta entonces.

– Lo lamento, milord. Más de lo que puedo expresar.

La sonrisa del vizconde fue sombría.

– Es usted muy amable, Sophy. Demasiado, tal vez. Empiezo a creer que entiende de verdad. No merezco su gentileza.

– No, Waycott, por supuesto que no. -La voz de Julián cortó el aire como si hubiera sido una afilada daga, cuando apareció desde las sombras. Extendió el brazo y quitó la mano de Sophy de la manga de Waycott. El brazalete de diamantes brilló en la oscuridad cuando Julián, posesivamente, tomó la muñeca de Sophy y la puso debajo de su brazo.

– Julián, por favor -suplicó Sophy, alarmada por la alteración de su esposo.

Julián la ignoró. Su atención estaba centrada en el vizconde.

– Mi esposa tiene debilidad por aquellos que, según ella, sufren. No permitiré que nadie se aproveche de esa debilidad. Especialmente, tú, Waycott. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Completamente. Buenas noches, señora. Y gracias. -Waycott hizo una reverencia y desapareció rápidamente en las penumbras del jardín.

Sophy suspiró.

– Francamente, Julián. No había necesidad de hacer una escena.

Julián maldijo por lo bajo y la condujo por el sendero, hacia la casa.

– ¿Que no había necesidad de hacer una escena? Sophy, aparentemente no te das cuenta de lo cerca que estás de hacerme perder los estribos esta noche. Creo que fui muy claro cuando te dije que no quería verte con Waycott bajo ninguna circunstancia.

– Él me siguió cuando salí a los jardines. ¿Qué se suponía que debía hacer yo?

– Para empezar, ¿por qué rayos saliste sola al jardín? -gruñó Julián.

La pregunta la tomó desprevenida. No podía contarle que quería obtener información de Utteridge.

– Hacía mucho calor en el salón de baile -dijo ella cuidadosamente, tratando de no mentir para que él no la pescara y pasara más vergüenza todavía.

– Deberías saber que no debes salir del salón sola, Sophy. ¿Qué ha pasado con tu sentido común?

– No estoy muy segura, milord. Pero creo que el matrimonio ha surtido sus efectos en esa facultad en particular.

– Esto no es Hampshire como para que tú puedas salir sola a pasear tranquilamente por ahí.

– Sí, Julián.

Él se quejó.

– Cada vez que usas ese tono es porque te resulto aburrido. Sophy, entiendo que gran parte del tiempo que estoy contigo me lo paso sermoneándote, pero juro que tú provocas cada uno de esos sermones. ¿Por qué insistes en ponerte en estas situaciones? ¿Lo haces sólo para demostrarte a ti y a mí que soy incapaz de controlar a mi esposa?

– No es necesario controlarme, milord-dijo Sophy, distante-. Pero empiezo a creer que nunca entenderás eso. Sin duda, te sientes en la obligación de hacerlo por lo que pasó con tu primera esposa. Pero te aseguro que por mucho que te hubieras esforzado en controlarla, jamás habrías podido evitar que se autodestruyera. Elizabeth estaba fuera del control tuyo o de cualquier otra persona. Creo que ningún ser humano habría podido ayudarla. No debes culparte por no haber podido salvarla.

La fuerte mano de Julián apretó los delicados dedos de Sophy.

– Maldición. Te he dicho que no hablo de Elizabeth. Sólo diré esto: Dios sabe que no he podido protegerla de lo que fuera que haya sido lo que la llevó a ese estado de locura y tienes razón. Quizá nadie habría sido capaz de contenerla. Pero puedes estar bien segura de que no fallaré al tratar de protegerte a ti, Sophy.

– Pero yo no soy Elizabeth -replicó Sophy-, y juro que tampoco soy candidata para el manicomio.

– Lo sé perfectamente -dijo Julián, tratando de tranquilizarla-. Y agradezco a Dios por eso. Pero sí necesitas protección, Sophy, pues eres demasiado vulnerable en ciertos aspectos.

– No es cierto. Puedo cuidarme sola, milord.

– Si eres tan hábil para cuidarte sola, ¿porqué estabas sucumbiendo a la trágica escena que representaba Waycott? -barbotó Julián con impaciencia.

– Él no estaba mintiendo. Estoy convencida de que él quería mucho a Elizabeth. Obviamente, no debió enamorarse de la esposa de otro hombre, pero eso no implica que sus sentimientos no hayan sido genuinos.

– No discuto el hecho de que él estuviera fascinado con ella. Créeme que no era el único. Sin embargo, no me cabe duda de que sus actos de esta noche tuvieron el único fin de ganarse tu compasión.

– ¿Y qué hay de malo en eso? Todos necesitamos compasión en ocasiones.

– Si Waycott está de por medio, sería el primer paso hacia un mar de traición. Ante la más pequeña oportunidad, Sophy, él aprovecharía para hundirte en ese océano. Su objetivo es seducirte y después echármelo en cara. ¿Necesito expresártelo con más claridad todavía?

Sophy estaba furiosa,

– No, milord, creo que ya has sido bastante claro. Pero también podrías equivocarte acerca de los sentimientos del vizconde. De todas maneras, te juro solemnemente que no me dejaré seducir por él ni por ningún otro hombre. Ya te he prometido fidelidad. ¿Por qué no confías en mí?

Julián soltó una exclamación frustrada.

– Sophy, no quise decir que tú caerías voluntariamente en sus redes.

– Creo, milord -dijo ella, ignorando los intentos de Julián por aplacarla-, que lo menos que puedes hacer es asegurarme solemnemente que aceptas mi palabra en esta cuestión.

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