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Mientras se movía entre la multitud, se dio cuenta de que no debió haber permitido que Utteridge se le escapara tan rápido. Aunque no fuera el hombre que Sophy buscaba, era evidente que sabía mucho acerca de las actividades de Elízabeth y que estaba muy dispuesto a contarlas. Sophy pensó que podría aportarle datos valiosos sobre los otros dos hombres que estaban en la lista de Charlotte.

Al otro lado del salón, Cordelia Biddie estaba rechazando otra pieza con Utteridge. Éste, en cambio, parecía estar saliendo a los jardines. Sophy comenzó a avanzar hacia las puertas.

– Olvide a Utteridge -le dijo Waycott, desde atrás, muy cerca de ella-. Puede apuntar más alto que eso. Ni siquiera Elizabeth perdió mucho tiempo con él.

Sophy giró la cabeza abruptamente, con los ojos entrecerrados por la furia. Obviamente, Waycott había estado persiguiéndola.

– No sé a qué se refiere, milord, y tampoco deseo que me lo explique. Pero creo que sería inteligente de su parte dejar de hacer especulaciones respecto de mis asociaciones.

– ¿Por qué? ¿Porque tiene miedo de que si Ravenwood llega a enterarse de todo esto, probablemente la ahogue en esa maldita laguna, como ahogó a Elizabeth?

Sophy se quedó mirándolo, en total estado de shock, por un rato y luego salió a los jardines, a refrescarse.

– La próxima vez que me arrastres a una sala de juegos tan miserable como ésta, espero que tengas la decencia de asegurarte de que ganaré. -Julián mantuvo la voz baja, como un gruñido, mientras se levantaba de la mesa con su amigo Daregate.

Detrás de él, avanzaron otros jugadores, con aspecto indiferente, que nada hizo por ocultar el brillo de excitación presente en sus ojos. Los dados cayeron suavemente sobre la mesa, dando comienzo a un nuevo juego. Fortunas se perderían y se ganarían esa noche. Patrimonios que durante generaciones habían pertenecido a determinadas familias cambiarían de manos según los dictados de la suerte. Julián casi no podía contener su disgusto. Las tierras, así como los privilegios y las responsabilidades que ellas acarreaban, no podían arriesgarse estúpidamente en un juego de dados. No podía comprender la mente de un hombre que se dedicaba a ese tipo de cosas.

– Deja de quejarte -lo reprendió Daregate-. Te dije que era mucho más fácil obtener información de un ganador contento que de un perdedor amargado. Obtuviste lo que querías, ¿no?

– Sí, maldita sea, pero me costó mil quinientas libras.

– Una tontería comparada con lo que Crandon y Musgrove perderán esta noche… El problema contigo, Ravenwood, es que lloras por cada centavo que no gastas en tus bienes.

– Sabes bien que hasta tú modificarías tu actitud si tu tío se muriese mañana y heredaras su título y los bienes inherentes a él. No eres más jugador que yo. -Cuando salieron a la calle, advirtieron que el aire de la noche estaba muy frío. Julián indicó su carruaje. Eran casi las doce.

– No estés tan seguro de eso. En este momento, soy devoto de las mesas de juego. Me temo que en cierto modo, dependo de ellas para vivir.

– Es una suerte entonces que tengas talento con los dados y las cartas.

– Una de las habilidades más útiles que adquirí en Eton-dijo Daregate con negligencia. Subió al carruaje.

Julián hizo lo propio y tomó asiento frente a su amigo.

– Muy bien. Creo que he pagado bastante. Ahora averigüemos lo que obtuve por mil quinientas libras -según Eggers, quien, debo decir, por lo general sabe mucho de estas cosas-, por lo menos hay tres o cuatro hombres que todavía usan estos anillos negros -dijo Daregate, pensativo.

– Pero sólo conseguimos arrancarle dos nombres: Utteridge y Varley -reflexionó Julián, refiriéndose al hombre con quien acababa de perder. Cuanto más dinero ganaba Eggers, más dispuesto estaba a contar sus chismes a Julián y a Daregate-. Me pregunto si alguno de ellos habrá sido el que dio el anillo a la amiga de Sophy. Utteridge, creo, pasó un tiempo en la Abadía. Pero Varley también, estoy casi seguro. -Julián cerró el puño, mientras se esforzaba por recordar la aparentemente interminable lista de amantes de Elizabeth.

Daregate fingió ignorar esas sutilezas y siguió con el tema en cuestión.

– Bueno, pero por lo menos, tenemos un punto de partida. Utteridge o Varley podrían ser el que obsequió el anillo a la amiga de tu esposa.

– Maldita sea, Daregate. Esto no me gusta nada. Una cosa es segura: no quiero que Sophy vuelva a ponerse esa sortija. Me encargaré de que sea destruida de inmediato. -Pero interiormente, llegó a la conclusión de que con eso se ganaría otra discusión con Sophy. Obviamente, ella estaba muy aferrada a ese anillo.

– En ese aspecto, coincido plenamente contigo. No debe ponérselo, ahora que hemos descubierto lo que significa. Pero ella no conoce ese significado, Ravenwood. Para Sophy, simplemente se trata de un recuerdo de familia. ¿Vas a contarle la verdad?

Julián meneó la cabeza.

– ¿Quieres que le cuente que el poseedor original pertenecía a un club secreto, donde se hacían apuestas para ver quién podía cornear al miembro más prestigioso de la alta sociedad? ¡Ni loco! Su opinión de los hombres es bastante pobre, tal como está.

– ¿De verdad? -preguntó Daregate divertido-. Entonces tú y tu señora hacéis una buena pareja, ¿no, Ravenwood? Tu opinión sobre tas mujeres no es particularmente elevada. Te viene bien haberte casado con una mujer que te devuelva el cumplido.

– Basta, Daregate. Tengo cosas más importantes en qué pensar, en lugar de ponerme a discutir sobre las mujeres con un hombre que opina sobre ellas lo mismo que yo. Pero, de todos modos, Sophy es muy diferente de las demás.

Daregate lo miró, sonriendo en la oscuridad.

– Sí, ya lo sé. Estaba empezando a preguntarme si tú lo habrías descubierto. Cuídala bien, Ravenwood. En nuestro mundo hay muchos lobos salvajes dispuestos a devorarla.

– Nadie lo sabe mejor que yo. -Julián miró por la ventanilla-.¿Dónde deseas que te deje?

Daregate se encogió de hombros.

– En Brook's, supongo. Tengo deseos de beber un poco, civilizadamente, después de soportar el infierno en el que hemos vivido. ¿Adónde vas tú?

– A encontrarme con Sophy. Ella iba a una recepción en casa de lady Dallimore esta noche.

Daregate sonrió.

– Y sin duda, será la reina de la noche. Tu esposa se está convirtiendo rápidamente en la sensación del momento. Sal a caminar por Bond Street, o mira en todas las salas de recepción conocidas, y descubrirás que la mayoría de tas jovencitas de la vecindad aparecen encantadoramente desarregladas. Cintas colgando, cofias torcidas, chalinas arrastrando por el piso. Todo el escenario resulta delicioso, pero a ninguna le sienta tan bien como a Sophy.

Julián sonrió para sí.

– Eso es porque ella no tiene que esforzarse para lograrlo. Tiene un estilo natural para ello.

Quince minutos después, Julián trataba de ubicar a Sophy entre los muchos invitados a la recepción. Con mucho placer, Julián notó que Daregate tenía razón. La mayoría de las jovencitas del salón parecían tener algo mal puesto en su atuendo. Los adornos en las cabelleras parecían a punto de caerse en cualquier momento, las cintas arrastraban por el piso y las chalinas no quedaban donde debían. Julián estuvo por pisar un abanico que estaba atado a la muñeca de su dueña, con una cinta por demás larga.

– Buenas noches, Ravenwood. ¿Buscando a la condesa?

Julián miró por encima de su hombro y reconoció a un barón de mediana edad, con quien había discutido en ocasiones las noticias de la guerra.

– Buenas noches, Tharp. Estoy buscando a lady Ravenwood, sí. ¿Alguna señal de ella?

– Señales de ella por todas partes, muchacho. Sólo mira a tu alrededor. -El barón hizo un ademán, señalando el tumultuoso salón de baile-. Es imposible caminar sin pisar alguna cinta, o una chalina o alguno de esos adornos. Hace un rato conversé con tu esposa. Me recetó algo para mejorar mi aparato digestivo, según ella. Realmente me atrevo a decirte que eres muy afortunado por estar casado con una mujer como ella. Esa muchacha se encargará de que llegues a viejo en buena forma. Y hasta es factible que te dé una docena de hijos.

Julián hizo una mueca al escuchar esa última frase. No estaba tan seguro de que Sophy estuviera tan dispuesta a darle todos esos hijos. Recordaba muy bien que ella no quería ser presionada para la maternidad prematura.

– ¿Dónde la vio, Tharp?

– Bailando con Utteridge, creo. -Tharp, que normalmente tenía una expresión serena, frunció el entrecejo repentinamente-. Y ahora que lo pienso, muchacho, no es una situación particularmente buena. Ya sabes qué es Utteridge: un patán ampliamente reconocido. Si estuviera en tu lugar, ya mismo interrumpiría ese contacto.

Julián experimentó una desagradable sensación de frío en el estómago.

– ¿Cómo demonios se las ingenió Utteridge para que le presentaran a Sophy? Más importante, ¿por qué lo hizo? Ya mismo me encargaré de esto. Gracias, Tharp.

– Un placer. -La expresión del barón se encendió-. Agradece otra vez a tu condesa esa prescripción que me dio, por favor. Estoy ansioso por probarlo. Dios sabe lo harto que estoy de vivir a patatas y pan. Deseo poder echarte el diente a un buen trozo de carne vacuna otra vez.

– Se lo comunicaré. -Julián cambió de dirección, buscando a Utteridge. No lo vio, pero sí a Sophy. Estaba a punto de salir a los jardines. Waycott estaba preparándose para seguirla de cerca. Julián se prometió que un día, muy pronto, por cierto, tendría que encargarse de Waycott.

Los jardines eran magníficos. Sophy había escuchado por allí que eran el orgullo de lady Dallimore. En otras circunstancias, se habría complacido mucho en disfrutar de ellos bajo la luz de la luna. Era evidente que se cuidaba en detalle la poda de algustrinas, las terrazas y los almacigos.

Pero esa noche, los elaborados diseños de las plantas le dificultaban la persecución de lord Utteridge. Cada vez que daba la vuelta a un arbusto alto, se encontraba en un atajo sin salida. A medida que se alejaba de la casa, le resultaba más difícil ver el camino, por la oscuridad. En dos oportunidades se había llevado por delante a unas parejas, que obviamente habían salido a buscar privacidad.

Pero, ¿hasta dónde Utteridge podría haber ido caminando?, se preguntaba Sophy algo irritada Los jardines no eran tan grandes como para perderse en ellos. Y luego pensó en la causa por la que Utteridge habría decidido dar un paseo tan largo.

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