Daregate lo miró de reojo, con curiosidad.
– Lo tendré en cuenta. Si heredo, pondré manos a la obra para salvar el patrimonio. Lo último que me haría falta sería una esposa testaruda como Sophy, salvaje…
– Mi esposa no es testaruda ni salvaje -declaró Julián firmemente.
Daregate lo miró, pensativo.
– Tienes razón. Elizabeth era testaruda y salvaje. Sophy es simplemente valiente y briosa. No se parece en nada a tu primera condesa, ¿cierto?
– En nada. -Julián se sirvió una copa de oporto-. Creo que es hora de que cambiemos de tema.
– De acuerdo -dijo Daregate-. El proyecto de tener que buscarme una heredera rica, dispuesta a casarse conmigo, casi basta para desear que mi tío viva saludablemente durante varios años más.
– Casi -repitió Miles, divertido-. Casi basta, lo que significa que no debemos tomarlo como patrón absoluto. Si ese patrimonio llega a tus manos, todos sabemos que harás lo que sea para salvarlo.
– Sí. -Daregate terminó su oporto y tomó la botella-. Eso me mantendría ocupado, ¿no?
– Tal como ya he dicho antes, creo que llegó la hora de que cambiemos de tema -señaló Julián-. Tengo una pregunta que hacer y no me gustaría que esa pregunta ni su respuesta saliera de ninguno de los tres. ¿Entendido?
– Seguro -dijo Daregate.
Miles asintió y se puso serio.
– Entendido.
Julián miró primero a uno y luego al otro. Confiaba en ambos.
– ¿Alguna vez habéis visto, o habéis oído hablar, de un anillo negro que lleva grabado un triángulo y algo parecido a la cabeza de un animal?
Daregate y Thurwood se miraron entre sí y luego a Julián. Menearon la cabeza.
– No creo -dijo Miles.
– ¿Es importante? -preguntó Daregate.
– Tal vez -respondió Julián con serenidad-. O quizá no. Pero me parece que alguna vez escuché por ahí que los miembros de cierto club usaban ese anillo.
Daregate frunció el entrecejo, cavilante.
– Ahora que lo mencionas, creo que yo también escuché algo así. Un club que se formó en una de las escuelas, ¿no? Los jóvenes usaban esos anillos para distinguirse entre sí y, supuestamente, debían mantener en secreto los fines del club. ¿Por qué lo mencionas ahora?
– Sophy tiene uno de esos anillos. Se lo dio una… -Julián se interrumpió. No tenía derecho a relatar la historia completa de Amelia, la hermana de Sophy-. Una mujer. Una amiga de ella de Hampshire. Cuando lo vi, me picó la curiosidad porque el anillo me trajo todos estos recuerdos.
– Probablemente, sólo se trate de un recuerdo de su amiga -le dijo Miles.
– Es desagradable mirar ese anillo -dijo Julián.
– Si te molestaras en regalar más joyas a tu esposa, ella no se vería obligada a ponerse anillos viejos y pasados de moda, de la época de la escuela -le dijo Daregate, sin rodeos.
Julián frunció el entrecejo.
– ¿Y me lo dices tú, que probablemente algún día te verás obligado a casarte por dinero? No te preocupes por las alhajas de Sophy, Daregate. Puedo asegurarte que soy perfectamente capaz de proveer a mi esposa correctamente en ese aspecto.
– Ya era hora. Lástima lo de las esmeraldas. ¿Cuándo anunciarás que han desaparecido para siempre? -preguntó Daregate.
Miles se quedó mirándolo.
– ¿Que han desaparecido?
Julián frunció el entrecejo.
– Las robaron. Uno de estos días aparecerán en alguna joyería, cuando el que las tenga en su poder no pueda esperar más para empeñarlas.
– Si no das una explicación en breve, todos empezarán a creer en la teoría de Waycott, que dice que tú no podrías soportar vérselas a ninguna mujer después de que Elizabeth las luciera por primera vez.
Miles asintió rápidamente.
– ¿Le has explicado a Sophy que las esmeraldas desaparecieron? De no ser así, se sentiría muy desgraciada en caso de que llegara a sus oídos la hipótesis de Waycott.
– De ser necesario, explicaré la situación a Sophy -dijo Julián, con voz pétrea. Mientras tanto, bien podría aprender a ponerse las malditas joyas que él había escogido regalarle-. En cuanto al anillo negro… -prosiguió.
– ¿Qué pasa con él? -Daregate lo miró-. ¿Te preocupa que Sophy se lo ponga?
– No veo cuál sea el problema de que la gente se entere de que Sophy lo usa. Excepto… que pensarán que Ravenwood es un tacaño incapaz de regalar algo de mejor calidad a su esposa -dijo Miles.
Julián tamborileó los dedos en el apoyabrazos de la silla.
– Me gustaría saber un poco más acerca de ese viejo club escolar. Pero no quiero que nadie se entere de que estoy investigando.
Daregate se recostó sobre el respaldo de la silla y cruzó las piernas, a la altura de los tobillos.
– Como no tengo nada mejor que hacer, podría llevar a cabo algunas investigaciones para tí.
Julián asintió.
– Te lo agradecería mucho, Daregate. Avísame si obtienes algún dato.
– Lo haré, Ravenwood. Por lo menos, tendré algo interesante que hacer por un tiempo. Uno puede aburrirse mucho jugando.
– No me lo parece -dijo Thurwood-. Siempre y cuando uno gane con la misma frecuencia que tú.
Mucho más tarde, esa misma noche, Julián ordenó a Knapton que se retirara de su alcoba y él mismo concluyó con los preparativos para irse a dormir. Según Guppy, hacía bastante que Sophy había llegado a la casa, de modo que lo más probable era que estuviera profundamente dormida.
Julián se puso su bata de cama y tomó el brazalete de diamantes, junto con el otro obsequio que también había comprado esa tarde, después de que el brazalete le fuera devuelto. También tomó la nota que, a duras penas, había logrado escribir para adjuntar a los regalos y se encaminó hacia la puerta que comunicaba las alcobas.
A último momento recordó la chalina de gitana. Sonriendo, volvió al guardarropa a buscarla dentro del bolsillo interno de la capa.
Entró en el cuarto y apoyó sobre la mesa de noche de Sophy el brazalete, el otro paquete, la nota y la chalina. Después se quitó la bata y se acostó junto a su esposa, que dormía.
Cuando él le puso la mano en el pecho, ella se volvió hacia él, suspirando dormida y se acurrucó a su lado. Julián la despertó con profundos y prolongados besos, que provocaron la respuesta inmediata por parte de ella. Todo lo que Julián había aprendido durante las dos veces que le había hecho el amor, lo puso en práctica en ese momento. Sophy reaccionó como él esperaba. Cuando abrió los ojos, ya estaba aferrándose de los hombros de su marido, con las piernas abiertas, reclamándolo.
– ¿Julián?
– ¿Y qué otro? -contestó él, al tiempo que incursionaba en la húmeda cavidad de Sophy-. ¿Tienes lugar en tus brazos, esta noche, para un hombre que busca cambiar su suerte?
– Oh, Julián.
– Háblame de tu amor, cariño -la persuadió, mientras ella levantaba las caderas para acompañar los sensuales movimientos. Julián pensaba que se sentía muy bien con ella, como si hubiera sido moldeada para él, Dime cuánto me amas, Sophy. Repite esas palabras otra vez.
Pero Sophy ya estaba convulsionándose debajo de su cuerpo. Era incapaz de elaborar palabras coherentes para él. Sólo esgrimía los gemidos del climax.
Julián también se estremeció convulsivamente, esparciendo su semilla en el interior de la muchacha.
Mucho tiempo después, cuando finalmente levantó la cabeza para mirarla, advirtió que Sophy había vuelto a dormirse profundamente.
En otra oportunidad, se prometió Julián, en otro momento escucharía esas palabras de amor para él.