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– Ya veo -dijo Sophy-. Haría que ella se vea envuelta en la telaraña del amor, sin esperanzas, claro, pero usted jamás se atrevería a correr ese riesgo. ¿Así la domina?

– No ponga en mi boca palabras que no he dicho. Señora Gitana. La dama en cuestión es mi esposa -declaró Julián categóricamente-. Sería conveniente para todos que ella también me amara. Simplemente, yo quiero asegurarle que su amor está seguro conmigo.

– Porque así podría usar su amor para controlarla, ¿cierto?

– ¿Todas las adivinas interpretan las palabras de sus clientes tan ampliamente?

– Si considera que está perdiendo su dinero, no necesita preocuparse. No le cobraré mis honorarios por este servicio en particular.

– Pero hasta el momento, no me ha dicho qué me depara el destino. Sólo ha tratado de darme muchos consejos -dijo Julián.

– Tenía entendido que usted quería cambiar su suerte.

– ¿Por qué no me dice simplemente si tendré suerte en mi futuro? -sugirió Julián.

– A menos que esté dispuesto a cambiar sus modales, estoy segura de que obtendrá la clase de matrimonio que desea, señor. Su esposa seguirá su camino y usted, el suyo. Probablemente, la verá cuantas veces sea necesario para asegurarse un heredero y el resto del tiempo, ella se cuidará muy bien de no cruzarse en su camino.

– Pareciera como que mi esposa piensa hacerse la caprichosa por el resto de nuestro matrimonio -observó Julián-. Una perspectiva muy desoladora. -Julián volvió a acomodar la chalina que amenazaba con caerse Otra vez y luego, delineó el contorno del anillo negro de Sophy con el dedo. Lo miró con indiferencia-: Vaya joya tan poco usual. Señora Gitana. ¿Todas las adivinas llevan anillos como éste?

– No, es un recuerdo. -Vaciló y sintió miedo-. ¿Lo reconoce, señor?

– No, pero es singularmente horrendo. ¿Quién se lo dio?

– Era de mi hermana -dijo ella con cautela. Se obligó a mantener la calma, pues Julián sólo preguntaba por curiosidad-. A veces me lo pongo, para recordarme su destino.

– ¿Y cuál fue su destino? -Julián estaba mirándola fijamente, como si hubiera podido verla a través de la máscara.

– Ella cometió la tontería de amar a quien no podía corresponderle ese amor -susurró Sophy-. Tal vez, al igual que usted, se trataba de un hombre no susceptible a esa clase de emociones, pero no le importó en lo más mínimo que ella sí fuera muy susceptible. Ella entregó su corazón y eso le costó la vida.

– Yo creo que usted extrae conclusiones erróneas por lo que le sucedió, desgraciadamente, a su hermana -dijo Julián con toda ternura.

– Bueno, ciertamente yo no intento suicidarme -replicó Sophy-. Pero tampoco intento regalar nada a ningún hombre que sea incapaz de valorarlo. Discúlpeme, señor, pero creo ver junto a la ventana a un grupo de amigos, a quienes debo saludar, -Sophy se apartó de los brazos de Julián.

– ¿Y qué pasará con mi futuro? -preguntó él, sujetando uno de los extremos de la chalina.

– Su futuro está en sus manos, señor, -Diestramente, Sophy se escabulló por debajo de la chalina y desapareció entre los invitados.

Y Julián se quedó en la mitad de la pista, con la chalina multicolor colgándole entre los dedos. La contempló durante varios minutos y después, con una sonrisa, la dobló y se la guardó en el bolsillo interno de la capa. Sabía dónde encontrar a la gitana esa misma noche, horas después.

Aún con la sonrisa en su boca, salió para llamar a su cochero. Tía Fanny y Harriette se encargarían de acompañar a Sophy, tal como lo habían acordado. Julián decidió que podría pasar una o dos horas en uno de sus clubes antes de regresar a su casa.

Estaba de mucho mejor humor que antes y la razón era evidente. Si bien era cierto que Sophy aún estaba enojada con él y herida por la falta de comprensión por parte de Julián, él se sentía satisfecho porque ella, como siempre, le había dicho la verdad con respecto a sus sentimientos de amor.

Claro que él casi había estado convencido de ello cuando encontró el brazalete sobre su almohada. Fue la única causa por la que no irrumpió en el cuarto de ella para ponerle el brazalete por la fuerza. Sólo una mujer enamorada sería capaz de devolver semejante joya y reclamar en cambio, un simple soneto.

Julián no se destacaba como poeta, pero trataría de probar suerte con una carta, la próxima vez que se decidiera a darle el brazalete a Sophy.

Más que nunca añoró saber el paradero de las esmeraldas. La nueva condesa de Ravenwood se vería espléndida con ellas. Julián la imaginó luciendo exclusivamente esas piedras… y nada más.

Esa imagen revoloteó en su mente durante algunos momentos, hasta que su miembro empezó a erguirse. «Más tarde», se prometió. Más tarde tomaría a la Señora Gitana entre sus brazos. La tocaría y la besaría hasta que ella le respondiera con sus sensuales gemidos, hasta que le rogara que la complaciera, hasta que le confesara otra vez que lo amaba.

Julián descubrió que ahora que había escuchado esas palabras por primera vez, estaba desesperado por volver a escucharlas.

Y no se preocupó demasiado por las perspectivas de Sophy de guardar su amor en terciopelo y mantenerlo seguro allí. Ya empezaba a conocerla y si había algo de lo que cada vez se sentía más seguro era de que su esposa ya no podría ignorar las emociones que corrían vibrantemente por sus venas.

A diferencia de Elizabeth, que había sido víctima de sus salvajes pasiones, Sophy era víctima de su corazón. Pero era mujer y, como tal, carecía de la fuerza necesaria para protegerse de aquellos que quisieran abusar de su naturaleza. Necesitaba que él la cuidase.

La tarea que Julián debía emprender ahora era la de hacerle comprender que no sólo lo necesitaba sino que su amor estaría a salvo con él.

Esa idea le hizo recordar el anillo negro que Sophy llevaba. Frunció el entrecejo en la oscuridad del carruaje. No le agradó que Sophy llevara un recuerdo de su hermana. No sólo porque el anillo le pareciera horrendo, tal como le había dicho en la fiesta, sino porque era evidente que Sophy se lo había puesto para recordarse constantemente que no era inteligente entregar el corazón a un hombre que fuera incapaz de correspondería.

Cuando Julián entró en el club y se sentó cerca de una botella de oporto, Daregate salía de la sala de juegos. Expresó un brillo de picardía en la mirada cuando advirtió la presencia de su amigo. Con sólo mirarlo una vez, a Julián le bastó para darse cuenta de que ya se había corrido el rumor de lo acontecido en Leighton Field.

– Ah, llegaste, Ravenwood. -Daregate lo palmeó en el hombro y se dejó caer pesadamente sobre una silla-. Estaba preocupado por ti, amigo mío. Interrumpir un duelo es algo muy peligroso. Pudiste haber resultado herido de bala. Ya sabes que las mujeres y las pistolas no son una buena combinación.

Julián le clavó severamente la mirada, que, como era predecible, surtió poco efecto.

– ¿Cómo te has enterado de esa tontería?

– Ah, de modo que es cierto -observó Daregate con satisfacción-. Sabía que era factible. Tu esposa tiene las agallas suficientes como para tomar semejante iniciativa, y la Gran Featherstone la excentricidad necesaria para aceptar el reto.

Julián siguió mirándolo.

– Te he preguntado cómo te enteraste.

Daregate se sirvió una copa de oporto.

– Te aseguro que por pura casualidad. No te preocupes. No lo saben todos y nunca lo sabrán.

– ¿Featherstone? -Julián juró que cumpliría con su promesa de aniquilarla si realmente había sido ella la que había abierto la boca.

– No. Puedes quedarte bien tranquilo, que ella no dirá nada. Lo escuché por boca de mi mayordomo, que casualmente fue a ver un encuentro pugilístico esta tarde con el hombre que atiende los caballos de Featherstone. Él le dijo a mi sirviente que esta mañana tuvo que sacar el coche y los caballos antes del amanecer.

– ¿Y cómo imaginó el criado lo que pasaría?

– Aparentemente, este cuidador de caballos tiene un romance con una de las sirvientas de Featherstone. La muchacha en cuestión le contó que una dama de clase no aceptó el chantaje de Charlotte. No se mencionó ningún nombre, por lo cual estás bien cubierto. Es obvio que los protagonistas de este asuntillo tienen cierta discreción. Pero cuando me enteré de toda esta historia, supuse que sería Sophy la parte ofendida. No me imagino a ninguna otra mujer con las agallas suficientes para eso.

Julián maldijo casi imperceptiblemente.

– Una palabra de esto a alguien y juro que te haré cortar la cabeza, Daregate.

– Vamos, Julián, no te enfades. -La sonrisa de Daregate fue fugaz, pero sorprendentemente genuina- Esto es sólo hablillas de criados y pronto terminará. Ya te dije que no se han dicho nombres. Siempre que los involucrados directos mantengan la boca cerrada, todo quedará en secreto. Si estuviera en tu lugar, me sentiría halagado. En lo personal, no conozco mujer que piense tanto en su marido que llegue al punto de retar a duelo a una amante por él.

– Ex amante -barbotó Julián-. Ten la amabilidad de recordar ese detalle. Ya me he pasado demasiado tiempo explicándoselo a Sophy.

Daregate rió.

– Pero ¿ella comprendió tus explicaciones, Ravenwood? Las esposas suelen ser un poco cabezas duras en ciertos aspectos.

– ¿Y cómo lo sabes? Nunca te molestaste en casarte.

– Soy capaz de aprender por mera observación -dijo Daregate.

Julián arqueó las cejas.

– Tendrás muchas oportunidades de demostrar todo lo que has aprendido si ese tío que tienes sigue como hasta el momento. Lo más factible es que lo mate algún marido celoso o la bebida.

– De un modo u otro, cuando el destino se las cobre con él, ya habrá muy pocas posibilidades de salvar el patrimonio

– dijo Daregate, repentinamente irritado-. Ya le ha chupado hasta la última gota.

Antes que Julián pudiera comentar algo. Miles Thurgood apareció en escena y se sentó junto a ellos. Obviamente, había escuchado las ultimas palabras de Daregate.

– Si realmente heredas el título, la solución será obvia -comentó Miles-. Simplemente, tendrás que procurarte una heredera rica. A propósito, la amiga pelirroja de Sophy probablemente será bastante adinerada cuando su padrastro tenga la bondad y decencia de partir al otro mundo.

– ¿Anne Silverthorne? -Daregate hizo una mueca-. Me dijeron que no piensa casarse jamás.

– Creo que Sophy pensaba lo mismo -murmuró Julián. Pensó en la joven vestida de varón, que portaba las pistolas del duelo esa mañana y frunció el entrecejo-. De hecho, puedo aseguraros que las dos tienen bastante en común. Y ahora que lo pienso, lo más inteligente de tu parte, Daregate, sería evitarla. Te ocasionaría los mismos problemas que Sophy está dándome ahora.

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