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Sophy se encendió de ira.

– No necesita ser tan odiosamente condescendiente, milord. Soy una muchacha de campo, ¿lo recuerda? He sido criada entre anímales y hasta me han llamado una o dos veces para ayudar a nacer a algún bebé. Ya sé qué es lo que pasa entre marido y mujer y para ser totalmente honesta, no creo que me esté perdiendo nada tan edificante.

– No se trata de un ejercicio intelectual, madam- Tiene un objetivo físico.

– ¿Como montar a caballo? Si no le importa que se lo diga, hasta me parece menos satisfactorio. Por lo menos, cuando uno cabalga, cumple con un objetivo útil, como es el de llegar a un destino prefijado.

– Quizás ya es hora de que aprendas qué destino te espera en la cama, querida.

Julián ya estaba de pie, tratando de llegar a ella cuando Sophy empezó a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Le arrancó el bordado de las manos y lo arrojó por el aire. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. No bien lo miró a los ojos, Sophy se dio cuenta de que, esta vez, el conde no se contentaría con darle uno de esos persuasivos besos de buenas noches que había estado recibiendo últimamente por parte de él.

Alarmada, Sophy lo empujó por los hombros.

– Basta, Julián, ya le he dicho que no quiero ser seducida.

– Estoy empezando a creer que es mi obligación seducirte. Este tonto acuerdo que me has impuesto es demasiado para mí, pequeñita. Ten piedad de tu pobre esposo. Sin duda moriré de frustración si me veo obligado a esperar tres meses- Sophy, deja de forcejear.

– Julián, por favor…

– Shh, cariño. -Delineó los contornos de los labios de ella con las yemas de los dedos-. Te he dado mi palabra de que no te forzaría y juro que cumpliré mi promesa aunque sólo Dios sabe cómo me está matando. Pero tengo todo el derecho del mundo de intentar hacerte cambiar de opinión y es eso exactamente lo que haré. Te he dado diez días para que te acostumbres a la idea de que estás casada conmigo. Son nueve días más de los que te habría dado cualquier otro hombre en mi lugar.

La boca de Julián descendió sobre la de ella repentinamente, feroz, exigente. Sophy había estado en lo cierto. No se trataba ya de los besos convincentes ni del ataque psicológico al que la había sometido todas esas noches y que la muchacha había aprendido a esperar con ansiedad. Ese beso fue caliente, deliberadamente devastador. Sintió que la lengua de Julián recorría vorazmente la suya. Por un instante, una calidez agradable la envolvió, pero cuando saboreó el gusto a oporto en su boca, comenzó a luchar contra él otra vez.

– Quédate quieta -le ordenó él, calmándola con masajes en la espalda-. Sólo quédate quieta y déjame besarte. Es todo lo que quiero en este momento. Quiero sacarte todos esos ridículos temores que tienes.

– No te tengo miedo -se apresuró a protestar, consciente de la fuerza de sus manos-. Simplemente, no quiero que la privacidad de mi cuarto se vea interrumpida por la presencia de un hombre a quien apenas conozco.

– No somos extraños, Sophy. Somos marido y mujer y ya es hora de que nos convirtamos en amantes.

Su boca descendió sobre la de ella una vez más, silenciando así sus protestas. Julián la besó profundamente, completamente, imprimiendo sus huellas en ella hasta que Sophy empezó a temblar en señal de reacción. Tal como siempre le sucedía cada vez que él la abrazaba de ese modo, Sophy se sintió carente de aliento y extrañamente débil. Cuando Julián bajó más las manos, para tomarla y atraerla hacia sí, la muchacha sintió la rigidez de su miembro y se sobresaltó.

– ¿Julián? -lo miró, boquiabierta.

– ¿Qué esperabas? -le preguntó con una sonrisa picara-. Un hombre no difiere mucho de los animales. Según tus propias palabras, eres una experta en la materia.

– Milord, esto no es lo mismo que encerrar una oveja y un carnero en el mismo corral.

– Me alegra que veas la diferencia.

Julián se negó a dejar que se alejara de él. En cambio, tomó con fuerza las redondeadas nalgas de la muchacha en sus manazas y las empujó más contra su miembro erecto.

Sophy sintió mareos al experimentar ese contacto tan íntimo. Le envolvió las piernas con las faldas. Él las separó más todavía para atraparla entre ellas.

– Sophy, pequeñita. Sophy, mi vida, déjame hacerte el amor. Es lo que corresponde. -La súplica se acentuó con una lluvia de besos muy sutiles que le cubrieron el cuello y los hombros desnudos.

Sophy no podía responder. Tenía la sensación de que una fuerte marea la arrastraba a su antojo. Hacía demasiado tiempo que amaba a Julián. La tentación de rendirse ante la sensual calidez que le había inspirado fue casi desbordante. Inconscientemente, le rodeó el cuello con los brazos y abrió las piernas, como invitándolo. El le había enseñado mucho a besar durante los últimos días.

Y Julián no necesitó una segunda invitación. Volvió a tomarle los labios con un gemido de satisfacción. Deslizó la mano por debajo del femenino pecho, buscando el pezón con el pulgar, por debajo de la muselina del corsé.

Sophy no escuchó abrirse la puerta de la sala, pero sí las incómodas disculpas y el ruido de la puerta que se cerró casi de inmediato. Julián alzó la cabeza para echar una furiosa mirada por encima de los rizos de Sophy y, de ese modo, el hechizo se quebró.

Sophy se ruborizó al darse cuenta de que uno de los sirvientes había sido testigo del apasionado beso. A toda prisa, se echó hacia atrás y Julián se lo permitió, sonriendo satisfecho por el aspecto desgreñado de su esposa. Ella se llevó la mano a la cabeza y notó que estaba mucho peor que de costumbre. Tenía varios rizos colgándole sobre las orejas y la cinta que su dama de compañía había atado con tanto cuidado antes de la cena, también se había soltado. Le colgaba sobre la nuca.

– Yo… le ofrezco mis disculpas, milord. Debo subir. Todo se me ha deshecho, -Giró rápidamente y salió corriendo hacia la puerta.

– Sophy. -Se sintió el «clic» de vidrio contra vidrio.

– ¿Sí? -Hizo una pausa. Con la mano en el picaporte, se volvió.

Julián estaba de pie junto al fuego, con el brazo apoyado casualmente sobre la repisa de mármol de la chimenea. Tenía otra copa de oporto en la mano. Sophy se alarmó más que nunca cuando vio más satisfacción masculina que nunca en aquellos ojos de esmeralda. Tenía la boca apenas curvada pero aquella sonrisa contribuyó en muy poco para mitigar esa arrogancia tan familiar en él. Estaba demasiado seguro de sí, ahora.

– ¿La seducción no es algo para temer tanto, verdad, mi amor? Tú también gozarás y espero que hayas tenido tiempo más que suficiente para haberlo comprobado.

¿Así habría sido para la pobre Amelia? ¿Una absoluta devastación de sus sentidos?

Sin reparar en lo que estaba haciendo, Sophy se llevó el dedo al labio inferior.

– ¿Los besos que acaba de darme son lo que usted llamaría «seducción», milord?.

Julián bajó la cabeza, con una expresión divertida.

– Espero que los disfrutes, porque habrá muchos más besos como los que te di, en el futuro. Comenzando por esta noche. Sube a tu cuarto, querida. Pronto me reuniré contigo y voy a seducirte hasta el punto que me asegure de tener una noche de bodas como corresponde. Créeme, mi amor, que mañana a primera hora me agradecerás por haber puesto punto final a esta situación totalmente antinatural que has creado. Y yo me complaceré enormemente en aceptar ese agradecimiento.

La furia se encendió en Sophy, fusionándose con otras sensaciones que ya la habían asaltado. De pronto, se puso tan rabiosa que no podía ni hablar. En cambio, abrió violentamente las pesadas puertas de caoba de la sala y salió corriendo hacia las escaleras. Irrumpió tan abruptamente en su recámara que asustó a la criada que estaba acomodando la cama.

– ¡Milady! ¿Algún problema?

Sophy trató de controlar su ira y de contener sus descarriados sentidos. Respiraba muy rápidamente.

– No, no, Mary. No hay ningún problema. Sólo subí demasiado rápido las escaleras. Por favor, necesito ayuda con el vestido.

– Naturalmente, señora. -Mary, una joven de mirada radiante, que no llegaba a tos veinte años se sentía feliz de haber sido promovida recientemente al cargo de dama de compañía de la señora. No perdió tiempo en ayudar a su ama a desvestirse.

Se encargó del vestido de muselina bordada con toda dedicación y cuidado.

– Creo que me vendría bien una taza de té antes de dormir. ¿Me harías llegar una, por favor?

– De inmediato, milady.

– Ah, Mary. Haz que te envien dos tazas. -Sophy inspiró profundamente-. El conde vendrá de un momento a otro.

Mary abrió los ojos muy satisfecha pero evitó hacer ninguna clase de comentarios mientras ayudaba a su ama a ponerse un camisón de chintz.

– Le conseguiré el té de inmediato, señora. Oh, eso me recuerda… Una de las criadas se quejaba de dolor de estómago. Me preguntó si podía consultarle qué puede tomar para curarse.

Ella cree que se trata de algo que comió.

– ¿Qué? Ah, sí, claro. -Sophy se volvió para buscar en su maletín de hierbas medicinales. En un momento preparó un paquetito con algunas de ellas, en las que incluyó orozuz en polvo y ruibarbo-. Llévale esto y dile que ponga dos pizquitas de cada uno en un poco de agua y se prepare un té. Con eso tiene que aliviarse. Dile que si para mañana por la mañana no mejora, que venga a hablar conmigo.

– Gracias, señora. Alice le estará siempre tan agradecida.

Me dijeron que siempre le duele el estómago, de los nervios. Ah, a propósito… Alian, el criado, me pidió que le dijera que su carraspera mejoró muchísimo gracias al jarabe que le preparó con miel y coñac el cocinero, según sus instrucciones.

– Excelente, excelente, cuánto me alegro -dijo Sophy, impaciente. Lo último que quería discutir en ese momento era la carraspera de Alian el criado-. Y ahora, Mary, apresúrate con el té, ¿de acuerdo?

– Sí, señora. -Mary salió a toda marcha del cuarto.

Sophy empezó a caminar por el cuarto de aquí para allá. Sus pantuflas no hicieron ni el menor ruido sobre la oscura alfombra estampada. No percibió que se le había soltado una de las cintas de la solapa de su camisón, la cual pendía sobre su seno.

Ese hombre insoportable y arrogante con el que se había casado pensaba que sólo tenía que tocarla para que ella sucumbiera a sus manos de experto. La perseguiría, la acosaría y se valdría de cualquier medio para hacer lo que quisiera con ella.

Sophy lo sabía ahora. Para él, acostarse con ella era sólo una cuestión de orgullo masculino.

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