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Capítulo 18 Soldados desconocidos

A Pedro Fonseca se le acumulaban las tareas legislativas que había emprendido a bolígrafo, sin más ayuda que un termo de café con leche y dos cartones de tabaco negro.

De noche, la luz de su escritorio servía de faro a las embarcaciones de cabotaje y tranquilizaba a la población civil, ya que, en puestos de tanta responsabilidad, dormir bien provoca de inmediato desconfianza.

Siempre le habían atraído los rostros desenfocados, los cuerpos que hacían bulto, las voces que no decían palabras, sino que se sumaban unas a otras para formar ruido de fondo. Él estaba con la mujer que cruza la secuencia de perfil, por detrás de la protagonista, y cuando ella desaparecía de la pantalla, se quedaba con tantas ganas de saber adonde iba que perdía el hilo, porque más que la película le interesaban esas vidas breves de los segundos planos, las que no seguía la cámara.

Su ambicioso proyecto político-social era la reposición de los kilómetros de celuloide descartados en las salas de montaje de los poderosos.

– Sólo pretendo recuperar la vida en su versión original íntegra -resumía a modo de programa de mano.

Con este fin, a la luz del flexo, redactaba durante la noche decretos que adquirían rango de ley a primera hora de la mañana.

Comenzó con las medidas de emergencia: nacionalizó los medios de producción, instituyó la enseñanza laica y el control de taquilla, penalizó el uso de apellidos con partícula, expropió cuarteles, iglesias y centros culturales, fundó la Milicia del Pueblo, prohibió tararear canciones del Ornitorrinco, desterró a España (la monarquía amiga) al Ballet Clásico Nacional in toto y declaró religión oficial del Estado a la fe en la eternidad de la sesión continua.

Ahora se encontraba inmerso en la Constitución de la Re pública Internacionalista Popular, una Magna Carta Otorgada que garantizara por escrito el protagonismo a los secundarios de todas las pantallas.

Mientras tanto, pese al cierre de fronteras, las superestrellas seguían escapando por procedimientos rocambolescos (ocultas en carros de heno o barricas de vino), lo que provocaba rabietas en las masas populares y el envalentonamiento de los emboscados contrarrevolucionarios, esa infame quinta columna que obligaba a don Pedrito a combatir también a sus espaldas.

Oculta en el sótano de la incautada Villa Chituca, se encontraba la única esperanza de don Pedrito: el ASPA o Arma Secreta del Pueblo Anónimo: ¡el mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!

Se trataba de una estación de lanzamiento de rayos voligénicos que apuntaba en ese instante a la cabeza de Bobby Fischer, pero con un ángulo de disparo medido para asegurar el rebote en la nuca de Claudio Carranza, donde se encontraba instalado el receptor-acelerador de partículas.

Una vez que los espías de don Pedrito descubrían cuál era la voz que no podía dejar de obedecer un determinado individuo, éste se encontraba en sus manos. El haz de rayos se apoderaba, en nuestro caso, de la voz del ajedrecista y la hacía resonar en el interior de Carranza, hasta que el doctor se convencía de que las instrucciones recibidas eran obra de su propia voluntad, inspirado por San Bobby Fischer.

¡Sencillamente diabólico!

Gracias a semejante pieza artillera, disponía de la clase de agentes más peligrosa: los soldados desconocidos incluso para sí mismos, a las órdenes de don Pedrito sin saberlo siquiera.

El encéfalo-artillero encargado de la operación del ASPA se presentó en el despacho presidencial:

– A la orden, camarada presidente. Las instrucciones han quedado implantadas en el agente de Madrid.

– ¿Todavía cree que existe una fórmula secreta?

– A pies juntillas, camarada.

– ¡Cuánta astucia tengo, je, je! -rió sardónicamente don Pedrito.

Cuando el encéfalo-artillero abandonó el despacho, Fonseca descolgó el teléfono rojo de la línea directa con Pitis. -Misión cumplida. Espero nuevas órdenes. Más tarde, en plena soledad del poder, comenzó a tiritar.

– ¡Los muy idiotas! No seguiré mucho tiempo obedeciendo. Pitis saltará por los aires. ¡Ja, ja, ja! Entonces seré el dueño del mundo. Esclavizaré al género humano…, ¡por crédulos! Los convertiré en extras y yo viviré en close-up permanente…, ¡ja, ja, ja! -reía, frotándose las manos, con los globos oculares saliéndose de sus órbitas -. Por fin… voy a ser… ¡¡el Amo del Universo!!

Queda, pues, comprobado: el poder acaba por hacer perder la razón incluso a los más cabales.

Era lo que le estaba sucediendo a don Pedrito.

A solas, embebido en sus maquinaciones infernales, se retorcía de risa con carcajadas que hacían temblar las paredes.

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