Capítulo 14 Filosofía en el boudoir
Bebían a sorbitos de la olla-express transformada en ponchera.
Para el training sinóptico, Reina Zenaida dibujaba esquemas en la pizarra y evocaba anécdotas de sus acalorados flirts extra-fílmicos.
En lo que se conocía como su «alegre y faldicorta juventud madrileña», la entonces Infanta había mantenido relaciones sentimentales con seis telespectadores. La más duradera, con Javier Planas, el tesorero del Club de Fans Zenaida de Moratalaz. Había también dos moto-mensajeros anónimos off the record; un diputado socialista, de apellido Navalón; el escritor sin obra Rafael Ruiz, y Elvira Vilar, la enfermera que atendió en el Rúber las complicaciones imprevistas de su décima liposucción.
Trasegado el grog, S. A. R. se resignó a beber a morro de la botella de Marie Brizard, pues la enciclopédica ignorancia de su hija a punto estaba de sacarla de quicio y obligarla a desistir. Tras las cuestiones: «¿Qué cosa es valija diplomática?», «¿Cuánta ropa cabe?», «Qué es solución de continuidad?», «¿Qué cosa es movida madrileña?», «¿Se puede una contagiar la celulitis en los cuartos de baño?» y «¿Qué cosa son actores sociales?», ahora acababa de preguntar:
– Mami, ¿qué cosa son orgasmos múltiples simultáneos?
– Empecemos por el principio -resopló la Reina -: ¿tú has sentido placer en tu propio cuerpo con algún hombre adulto?
– ¡Por favor, mamá, que ya soy una mujer! La felicidad me ha embargado docenas de veces.
– Cuéntamelo, anda, no te dé vergüenza.
La primera, explicó la Princesa, tuvo lugar en una cabaña alpina, en la simpática estación de Baqueira Beret. Alberto Ricardo fumaba su pipa de brezo repantigado en su sillón favorito, mientras paladeaba un whisky en las rocas que Chituca misma le había preparado. Bostezó, hizo tintinear los cubitos, se estiró, puso los pies en la mesa de cristal, sobre catálogos de exposiciones, le acarició un hombro y por fin admitió: «¡Así da gusto, nena!».
Al oírlo, Chituca experimentó una sensación corporal semejante a una descarga eléctrica. Era la felicidad. La embargaba. ¡Si es que estaba tiritando de pura felicidad! ¡Pero sí estaba toda embargada! Tanto que pensó incluso en cambiarse de ropa. También le entraron ganas de disolverse como un terrón de azúcar en el café con leche y sólo pudo exclamar con voz entrecortada: «¡Alberto Ricardo, soy tan feliz! Pellízcame, para saber que no es un sueño. ¡Oh, vida, te amo a morirme!».
A partir de entonces, los sábados por la noche, cuando la felicidad venía a embargarla, Chituca lo retransmitía: «¡Ricardo Julio, soy tan dichosa! Pellízcame para saber que estoy despierta. ¡Oh, vida, te amo a muerte!», «¡Julio Cristóbal, cuan grato instante! Pellízcame, pues se me figura delirio. ¡Oh, vida, te amo a tumba abierta!», «¡Cristóbal Andrés, que no acabe nunca este cuarto de hora! Pellízcame, que no sé si estoy soñando o es de veras. ¡Oh!», etcétera según correspondiera.
No quedaba gota de Marie Brizard y S. A. R. abrió una botella de coñac Torres, de la que bebió un trago apretando los labios contra el tapón irrellenable.
– ¡Atiza! -observó con campechanía borbónica.
A los espectadores, expuso, nunca iba la felicidad a embargarles. Si lo hiciera, ellos mismos no lo sabrían. Y en caso de que llegara a su conocimiento, se cuidarían muy mucho de reconocerlo.
– Por si las moscas -aclaró.
A diferencia de los hertzianos, sólo tenían acceso a las satisfacciones del tipo más superanatómico, por regla general mediante simple frotamiento. Se apretaban unos contra otros, hiperventilaban, hacían ruidos raros de madera que cruje o de gozne de puerta, les latía una vena inflamada en la frente, emitían secreciones mucosas y, si había suerte, se quedaban dormidos visto y no visto.
– Pero eso es sólo cuando han cogido confianza -advirtió-. Al principio no te dejan pegar ojo. Preguntan cómo te lo has pasado. Vas y les dices que muy bien, pero da lo mismo, porque nunca se lo creen. Preguntan otra vez y así hasta que consiguen enfadarse ellos solos…
– ¿Es entonces cuando aparece el cocodrilo? -aventuró la Princesa.
– ¡Equilicuá! Después te dicen que te quieren con voz grave y gesto de profundo abatimiento. Y se acabó lo que se daba. Punto redondo y no hay más que hablar.
Terminado el coñac, abrió una botella de JB y, al primer trago, volvió a ver la mirada de sincero asombro de Javier Planas.
¿Es que no acababa de decir que la quería? Pues entonces, ¿qué más esperaba ella? Dame un beso, quiéreme siempre, dime algo, siéntate aquí, mírame a los ojos, no me mientas nunca, cógeme de la mano, dímelo al oído, no te vayas ahora, dime lo que estás pensando, por favor, dime lo que piensas… ¡Palabras de amor de Javi Planas! Verbos en imperativo, preguntas con respuesta obligatoria. No valía decir: «No estaba pensando en nada». «Siempre se piensa en algo, es imposible tener la mente en blanco.» «¿Ah, sí? ¿Y por qué razón?» Pues parece ser que era imposible por culpa de unos monjes tibetanos, que sólo lo conseguían después de mucho entrenamiento. Planas tenía siempre a mano orientales para probar las cosas más idiotas. ¿En qué piensas? ¿Te aburres? ¿Qué quieres hacer? ¿Qué te apetece más? ¿Te gusta así? ¿Qué es lo que más te gusta de mí? Un río de interrogaciones que arrastraba lo que parecía un inocente tronco de árbol a la deriva…, hasta que abría las fauces y resultaba ser, otra vez, el eterno cocodrilo hambriento de carne humana, nadando en línea recta desde la prehistoria: Contesta, rápido, ¿has tenido un orgasmo? ¿Sí o no? ¿Lo he logrado? ¿Lo he conseguido yo, yo solo, entre todos los hombres?
– ¿Es peligroso, mami?
– Qué va, no te asustes, mi vida… ¡Sólo es agotador! Y no hay más que una solución: disimular.
Elvira le había enseñado a defenderse de Planas, aunque tuvo que aprender sola a evitar el cocodrilo que Elvira también conservaba en la cabeza, nadando por debajo del agua.
Tantos años después, al recordar la mirada de la enfermera, aún se le empañaban los ojos a Reina Zenaida.
Finiquitado el whisky, en el mueble-bar sólo quedaba un dedo de Drambuie, que decidió terminar antes de poner manos a la obra.
Con la vagina de poliuretano de Chituca y la botella vacía de JB, practicaron algunas de las contracciones sencillas que le había enseñado Elvira, así como su banda sonora incorporada.
– Hespirá hondo, corazón…, eso es, muy bien…, haz fuerza…, tienes que balancearte, como en los columpios…, ¡así, así! Cada vez un poco más deprisa…, ahora, atenta, cuando yo te diga, sueltas el aire, aprietas mucho y gritas, pero con el volumen bajo, no sé si me explico. A la de tres: one…, two… ¡y threeeeeeeeee!
– ¡Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeh…!
– Lo vas cogiendo -destapó con los dientes el botellín de Mahou que guardaba para las emergencias-. Sí, de verdad, lo vas cogiendo. Casi casi lo tienes. Lo único, mi vida, que no grites «eh». Procura gritar «ah» o grita «oh». Incluso «uh», lo que tú prefieras. Pero nunca «eh» ni «ih», que hace muy mal efecto.
Al quinto intento la Princesa lograba cierta verosimilitud.
– Más nos vale que sea suficiente. En caso de apuro, tú misma. Utiliza la imaginación. Clava uñas en la espalda, muerde lóbulos de oreja, patalea más deprisa…, algo se te ocurrirá. Recuerda que Dios está en los detalles, ¿capiscas?
En la cocina, S. A. R. se terminó de un trago el tetrabrik de vino de guisar y salieron al jardín.
Se pusieron de rodillas para rezar cogidas de la mano:
Cámara invisible,
Dulce compañía
No nos desampares
Ni de noche ni de día.
– Madre, dame tu bendición.
– Toma, toma -manoteaba en el aire Reina Zenaida-. Ojalá pudiera ocupar tu lugar.
– No te mortifiques, mami. Tu rostro es demasiado conocido.
– Disculpa un momento, corazón.
La Reina se puso en pie y trastabilló tras el parterre. Separó las piernas, dobló la cintura, apuntaló las manos sobre los muslos y comenzó a vomitar contra un lentisco.
– ¿No pensarás que estoy bebida, verdad?
– Pues claro que no, mami.
– Tiene que ser el planeta el que se tambalea. No hay más tu tía, porque yo ando muy derecha.
– Pues claro que sí, mami.
Reina Zenaida alzó la cabeza hacia el cielo y cerró los ojos.
Sobre su frente empezaron a resbalar una por una las estrellas.
Era refrescante.
Sin embargo, tenían que darse prisa para estar en cama antes de que se levantara La Vachepourrie. No podía soportar que estuvieran despiertas mientras él dormía.
– ¡Tengo hip mu hip cho hiiiiiiiiiiiipo!
Chituca la llevó a la cama, donde S. A. R. se quedó dormida con la ropa puesta.
Soñaba una redundancia, porque en su sueño también dormía.
Se encontraba de nuevo en la cama de Elvira Vilar, en el apartamento de Luchana 35.
Con los ojos cerrados, se sentía a salvo, como si tuviera una edad muy distinta: unos ocho o nueve años, por ejemplo. No quería despertarse porque sabía que otra vez iba a encontrar a Elvira a su lado, mirándola dormir.
Siempre igual.
Como la raya de luz bajo una puerta cerrada, a cualquier hora de la noche, Elvira estaba despierta, en silencio, mirándola dormir.