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Capítulo 13 La ley dela GRAVEDAD

«¿Estás ahí? -volvía a preguntar Maribel-: contesta, ¿estás o no estás?»

Antonio buscaba la respuesta en su fuero interno, ese espacio de pequeño tamaño que él se representaba como una habitación vacía y cerrada por dentro con llave.

Por humanos que a él le parecieran vistos por la tele, esos venezolandeses eran de naturaleza distinta, opuesta a la de los espectadores inclusive.

Para hertzianos y catodios resultaba muy sencillo, porque en el momento apropiado sonaba una música que lo aclaraba todo: esto es amor, no tengas miedo; atención, se acerca el peligro; ahora es de risa, etcétera. En cambio, en las vidas sin partitura que llevaban los espectadores era prácticamente imposible distinguir esos días excepcionales que traían cambios de rumbo, piedras negras o blancas, esas encrucijadas que presenta el destino (tras el parapeto de opciones banales), esos momentos decisivos disfrazados de actos insignificantes. Precisamente, la mayoría de los telespectadores se pasaba media vida preguntándose en qué lugar de la otra media fue cuando dieron un mal paso, cómo empezó lo que ahora les sucede, en qué momento exacto, qué mañana cualquiera se equivocaron y a partir de qué instante ya no había vuelta de hoja.

Así se preguntaban y también esto otro: ¿por qué entonces no nos dimos cuenta de nada?

Antonio creía que su vida cambió de rumbo el día en que le vio las tetas a Maribel.

Entonces atravesó una puerta, pero todavía no sabía en qué dirección. ¿Se había quedado dentro o fuera? ¿Estaba o no estaba ahí?

Fue sin querer. Al menos, eso se dijo, como siempre hacían los telespectadores: ¡ha sido sin querer!

Sucedió una tarde de primavera, mientras sus padres habían salido a dar un pésame. Ahí empezó todo. Sin música.

Lo primero que vio fue lo único que vio durante una fracción de segundo (que debía de ser bastante elástica, porque aún seguía transcurriendo, después de los años mil): dos pechos blancos rematados por puntiagudos pezones.

Lo siguiente que vio es que se movían. ¡Se movían, podía jurarlo! Rebotaban de arriba abajo.

Después vio el resto, la blusa sobre la cama de matrimonio, el sujetador encima, las dos puertas del armario abiertas, la luz del atardecer y ese viento suave que entraba por el balcón desde el Retiro.

Maribel se cubría cruzando los brazos, con los dedos apoyados en las clavículas.

Años después, Antonio seguía preguntándose si aquel gesto era suyo o si lo habría aprendido en los cines de sesión continua, donde él lo había visto repetido muchas veces y donde reconoció más tarde la mayoría de las enseñanzas con las que contaba su hermana para enfrentarse a la vida.

– ¡Tú eres idiota, Toni! -gritó -: tú es que eres un tarado.

– ¡Ha sido sin querer!

Lo último que vio fue la falda que Mari llevaba puesta, a cuadros escoceses rojos y azules.

Era la del uniforme del colegio.

A solas en su habitación, le resultaba excesivo hacerse cargo de la cantidad de pechos de mujer que acababa de contemplar, todos ellos de su hermana y diminutivos, multiplicados por los dos espejos hasta donde alcanzaba la vista, cada vez más lejos, infinitesimales en el horizonte de cristal borroso.

Analizó el acontecimiento con prematuro rigor de ajedrecista y llegó a dos conclusiones.

Una: Maribel se miraba en el espejo para verse sin estar mirándose. Lo sabía porque él también iba a la habitación de sus padres para hacer lo mismo. Era el único lugar de la casa en el que, enfrentando las dos lunas del armario, podía verse de espaldas o de perfil, como en los probadores de los grandes almacenes. Verse como le veían los demás, sin mirarse a los ojos, desde fuera de sí mismo, iguaí que los astronautas habían visto el planeta.

La otra: esa ráfaga de viento (de unos 2,5 nudos máximo) que venía por la calle Menéndez Pelayo no podía ser lo que hacía que sus pechos botaran. Según sus cálculos, era matemáticamente imposible, puesto que cada uno pesaría mínimo sus 1 500 gramos. Mari tenía las manos a la altura del ombligo, con las palmas hacia el techo, así que tenía que haber sido ella la que los había puesto en movimiento.

Llegó a deducir que estaba dándoles palmadas para ver en el espejo como se movían.

¡Macho, macho! ¡Te cagas, compañero!

Esa noche, durante la cena, no pudo pasar bocado. Tenía un nudo que le atragantaba las empanadillas de bonito.

Una semana más tarde no aguantaba más.

Haber visto no era suficiente. Antonio necesitaba tocar.

Cuando se encontraba al límite de sus fuerzas, con el pretexto de una riña cualquiera, mientras veían una serie de la tele, apretó la mano contra la más inmediata de sus dos tetas, que resultó ser la derecha, cubierta por el jersey de lana azul con cuello de pico, el níki blanco y alguno de aquellos sujetadores desteñidos que contemplaba absorto en la cuerda de tender.

Si no lo hacía, reventaba.

– ¡Desde luego, Toni, tú eres un tarado!

Al escucharlo, ganas le dieron de utilizar el verbo zaherir, que tanto veía escrito en Enid Blyton, pero nunca había oído pronunciar en la vida real. «No lograrás zaherirme, hermanita», habría dicho, pero no se atrevió, porque no estaba seguro ni de su significado ni de su ortografía.

Además, tampoco podía llamar hermanita a su hermana, como Dick hacía continuamente.

– ¡Pues anda que tú, subnormal! -fue lo que dijo, quitándole importancia al asunto, como si no hubiera pasado nada, aunque no logró terminar de ver Bonanza.

Se encerró en su habitación para intentar dominarse. Él se sentía nervioso, pero era la tristeza, que siempre viene así: de puntillas, hábilmente caracterizada.

Durante el resto del día tuvo unas ganas constantes de hacer pis.

Recordaba aquel pecho que había apretado contra las líneas de su destino, en la palma de la mano derecha. ¿Se las habría borrado todas de golpe? ¿Las había cambiado por otras? ¿Las había pasado a limpio?

Se miraba las manos, como hacen los bebés y los asesinos con remordimientos, y cada pocos minutos iba y venía sin parar del baño a la habitación.

Parecía decidido a desaguarse gota a gota.

A través de la puerta oyó a Maribel por el pasillo.

– Te vas a acordar, pedazo de tarado. Te juro que de ésta te acuerdas.

Tenía razón. Aún se acordaba. Ésa era la pregunta: ¿cómo olvidar a propósito, compañero? ¿Cuál era esa fórmula Omega que Carranza le había prometido para borrar su memoria como una pizarra?

Maribel seguía interrogándole en la cinta del contestador. «Toni, ¿estás en casa? ¿No? Bueno, vale…, no quería nada, sólo saber cómo estabas. Soy Isabel. Te vuelvo a llamar.» "Antonio, ¿estás ahí? ¿No estás ahí? Soy Isabel, ya te llamo mañana.» «¿Antonio? Soy yo. ¿No estás? Vale, te llamaré.» La voz de su hermana llevaba cuarenta y cuatro minutos repitiendo, entre pitido y pitido, la misma pregunta, pero Antonio seguía sin responder a qué lado de la puerta se encontraba, porque el problema que no había logrado resolver aquella cabeza de compositor de problemas era el único que le importaba en esta vida: qué efecto le habían hecho esas tetas y por qué continuaban en movimiento, como un péndulo, golpeando en sus muñecas y en sus sienes cada vez que cerraba los ojos.

La cinta se dio la vuelta sola.

«¿Estás o no estás, Antonio?», insistía su hermana.

¡Qué pregunta, compañero!

¿Cómo iba a responder que no estaba? ¿Quién hablaría entonces, quién sería ese otro que podía hablar de él en primera persona, capaz de contestar, tan tranquilo: no, mira, no estoy aquí?

Además, ¿dónde iba a estar, si no estaba ahí?

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