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Capítulo 29 Se estrecha el cerco

Desde el chalet del Viso, el gobierno de Venezolandia en el exilio había puesto a disposición del comisario Torrecilla una lista de posibles agentes de don Pedrito en Madrid.

El inspector Ugarte descubrió que uno de ellos era jugador de ajedrez.

– Un tal Carranza von Thurns, Claudio, de sesenta y cuatro años. Ha sido detenido en Argentina y en Alemania. Fue Maestro Internacional FIDE hasta que perdió la norma por inactividad en 1977. Vive en una pensión, Barco 5.

– Conque ajedrez… ¡Buen trabajo, Miguelito!

Fernando Armero, por su parte, acababa de terminar el análisis de las cintas.

– Hemos sometido las dos grabaciones a pruebas en la nueva máquina. Estamos seguros de que la primera llamada se trata de una mujer entre veinte y treinta años de edad. El oscilómetro no deja lugar a dudas: es una fumadora empedernida. Yo diría que de tabaco negro: puede que Ducados, puede que Coronas. A juzgar por las pruebas de resonancia, nos enfrentamos a una mujer alta, de más de ciento setenta centímetros, y con una caja torácica considerable. Dato curioso, jefe: el espectrógrafo indica que emitió el mensaje en posición horizontal. Acostada en la cama, por ejemplo. Tal vez a cuatro patas. No estaba de pie, de eso no cabe duda. Hemos estudiado a fondo la reverberación y casi puedo asegurar que hablaba a la intemperie, en una calle con mucho tráfico. Una vez desmagnetizada la cinta banda por banda, hemos podido aislar tres únicos sonidos agregados: el silbato de un tren, el ruido de la cisterna de un váter y automóviles pasando a gran velocidad. ¿Una autopista? Puede ser. Los tres sonidos están en un radio de medio kilómetro, así que, personalmente, apuesto por la M-30. También le hemos pasado la cinta a la brigada de sociolingüistas y están convencidos de que es una mujer que no ha pasado el graduado escolar. Sin educación formal de ninguna clase. Una intuitiva, según el gabinete psicológico. Dicen que es peligrosa, ya que se lo toma, o bien como juego abstracto, o bien con un fanatismo político concreto. O sea, para entendernos: o a pitorreo o demasiado en serio… ¡Dinamita, comisario! ¡Dinamita pura!

– Buen trabajo, Fernando. ¿Y el hombre de la segunda llamada?

– Aquí hemos tenido suerte. El nivel de metalización superflua indica que tiene que ser alguien acostumbrado a hablar por radio. Al principio pensamos en un radio-aficionado, un piloto o un locutor; pero las pruebas tetradimensionales de descomposición de cadencia de voz indican que se trata casi con seguridad de un conductor de radio-taxi: ¡sólo ellos arrastran las erres y aspiran así las jotas! Por lo demás, es un hombre de entre treinta y cuarenta, de clase media alta y con educación universitaria.

– Excelente, muchacho.

Las infatigables células grises del comisario comenzaron a trabajar. Recordaba que conocía a alguien en quien se unían el taxi y el tablero. Sí, ¿pero quién era?

Apareció en ese momento la inspectora Menéndez con una bolsa de Montreal 76.

– No se imagina lo que me ha costado, jefe. Como siempre, todos son culpables.

– Es uno de los aspectos más antipáticos de nuestro trabajo, Menéndez.

Carmen había descendido al metro en busca de la bolsa, pero cada vez que se identificaba como inspectora, provocaba la misma reacción en los pasajeros.

– ¡Lo sabía! -había gritado la mujer en el andén de Bilbao, tendiéndole las manos-. Póngame las esposas, señorita. Está muerto, ¿verdad?…' °~'

– ¿Quién?

– He sido yo. ¡Soy culpable!

– ¿De qué?

Entre sollozos, confesó que había confundido el matarratas con el pan rallado y se había puesto a empanar filetes. A la hora de la comida, a ella se le había quitado el hambre, mientras que su marido repetía de escalope envenenado.

– Cuando se fue a echar la siesta vi la calavera en el bote… Tras comprobar que la víctima lo era únicamente de ardor de estómago, pudo Carmen incautarse de la bolsa de deporte. Siempre lo mismo. Bajo tierra, empujándose, apretados los unos contra los otros, estaban esperando ser descubiertos en el momento menos pensado. Uno había robado en el cepillo de la iglesia, otro mataba a disgustos a su abuela, éste engañaba a su mujer con la cajera del súper, aquélla le había levantado la herencia a su prima-hermana María Teresa…

– Reclaman su castigo para quedarse por fin en paz – sintetizó Torrecilla.

– ¡Pero si son inocentes! -Algo habrán hecho… El comisario meditaba.

De pronto, se dio una palmada en la frente.

– ¡El hermano de Isa!

Había recordado que Isabel tenía un hermano que era taxista y jugador de ajedrez. Él podría ayudarles.

– Carmen y Miguelito: al amigo Carranza lo quiero vigilado veinticuatro horas al día.

Esa noche invitó a cenar a su amiga María Isabel Maroto. Le dejó escuchar la cinta.

A las diez de la noche Torrecilla ya tenía el nombre y apellidos del secuestrador: Antonio Maroto Martínez.

– Lo siento. De verdad, Isa.

– No tiene importancia. Tenía que acabar así. Es un tarado.

– Vamos a necesitar tu colaboración.

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