Los dos gritaron asustados y, al separarse, volvió a correr el viento del pasillo entre sus cuerpos.
– ¡Cálmate, nena, que soy yo! ¡Soy mamá!
– No veo ni una toggta, señoga -Guy hacía visera con la palma de la mano.
– ¡Sólo faltaría que me estuviera usted viendo!
Reina Zenaida apuntaba la poderosa linterna de nitrógeno líquido a los ojos del distinguido acompañante de la Princesa.
– Mami, please, baja el foco, que deslumhras.
– ¿Es que ahora pretendes que este desconocido me vea en déshabillé?
– No es ningún desconocido: es el joven jinete Guy LePoitard.
– Pues tanto gusto -le espetó Zenaida sin apartar la luz-. Insisto, empero: no estoy visible, por mucho que se trate de jóvenes jinetes.
– Enchanté, Altesse.
LePoitard, en un gesto de exquisita cortesía, procedió a vendarse los ojos con su propia corbata Armani de seda natural.
– Mami, Guy se ofreció a acompañarme.
– Corriente. ¿Y quién le ha ofrecido a Guy que te vaya abrazando por los pasillos?
– ¡Mami, please, por favor!
– Señoga…, moi…, je…, yo puedo explicagg, s'il vous plaít… -balbuceaba LePoitard.
– No será necesario, gracias. Mi hija y yo quisiéramos retirarnos. Si tiene la bondad, antes de quitarse esa corbata, haga el favor de contar hasta treinta y tres en voz alta.
Con la Princesa a remolque, Reina Zenaida chancleteó rumbo a su habitación a la velocidad aproximada de las locomotoras Diesel.
– Ne lesé yamé de raconter, yevusanprí, yan yené -chapurreó mientras su hija tomaba carrerilla para lanzarse en plancha sobre la colcha.
Desde el pasillo retumbaba la bien timbrada voz de LePoitard:
– …quince…, dieciséis…, diecisiete…
La Princesa aplastó la cara contra la almohada y comenzó a patalear con los tacones apuntando al cielo raso. -Eres demasiado severa conmigo, mami.
– ¡Ay, niña, niña…! ¡Cuántas cosas hay que todavía no sabes!
– ¿Ah, sí? ¿Como qué, por ejemplo? Ni se te ocurra decirme que Guy es un delincuente buscado por la Interpol, como Alberto Enrique; o que está casado y tiene ya cinco muchachos, como Enrique Ricardo; o que es un alcohólico anónimo innato, como Ricardo Julio… ¡No lo resisto! ¿Por qué todos los hombres que me gustan llevan dobles vidas? ¿Por qué los más atractivos siempre tienen tantísimo que ocultar? ¿Por qué, mami, por qué?
– …veintidós…, veintitggés…, veinticuatggo…
– ¿Te ha besado LePoitard? -Una sola vez.
– ¿Y bien, cariño?
– ¡Sólo somos buenos amigos!
– Conformes, ga va sans diré, corazón. ¿Pero no has notado nada extraño? Dime la verdad, Chituca: ¿fue diferente que con nuestros jóvenes de allá? ¿Te hizo sentirte incómoda?
La Princesa cabeceó en vertical sobre la almohada.
– …veintiséis…, veintisiete…, veintiocho…
– ¿Te da vergüenza decírmelo, ¿verdad que sí? ¿Pero a que mami lo adivina sin que tú le digas nada? ¿A que ha intentado meter su lengua en tu boca? Dime la verdad, mi vida, ¿a que sí?, ¿a que ha sido eso?
– Sí…
– …tggeintaidós…, tggeintaídós y medio…, un cuagto paga las tggeintaitggés…
– No llores, corazón, ya pasó todo… ¡Tienes tanto que aprender de los telespectadores!