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Capítulo 35 ¡Traidores!

No encontró al Maestro en el café. Benito Vela tenía un mensaje, sin embargo: Carranza se había incomunicado en la pensión Claramundo, pues sospechaba que le seguían.

Compró violetas imperiales y, de vuelta al piso franco, iba premeditando un plan perfecto.

Se había propuesto dos objetivos: 1) más lentitud de ejecución; y 2) intercambio de sentimientos.

¡Verdaderos sentimientos profundos, cualesquiera que fuesen!

No lograba experimentar sentimientos que le hicieran salir de la botella.

¿Qué sentimientos sentía?

Ene-Pe-i, así que por eso mismo necesitaba que se hicieran visibles sobre la colchoneta del Frigorífico, costara lo que costase.

Tomaba anotaciones mentales. Lo primero, desvestir a la Princesa a la mínima velocidad posible. Lástima que el chándal no tuviera botones. Después, mirarse mucho los cuerpos mutuos. Eso era decisivo. Utilizar más la boca que las manos. Anotó la instrucción permanente de llevarse a la boca lo que tuviera entre manos. Dedicar tiempo a los pezones. Acariciarlos con los dientes y los labios. «Prolongar pez. máximum», apuntó con letra nerviosa. Sobre todo: lentitud, lentitud, lentitud. «Al ralentí», garrapateó por fin. La lentitud era el procedimiento mediante el cual los cuerpos adquirían conciencia de lo que estaban haciendo. Que se dieran cuenta. «¡OJO!», escribió con mayúsculas. Tenía el proyecto de parar sin previo aviso. ¡Quietos todos! ¡Manos arriba! Abrir los ojos y mirarse a los ídems sin moverse un milímetro. Sentir el latido de los respectivos genitales, como un solo corazón que compartieran de cintura para abajo.

Y luego reanudar aún más despacio.

La banda sonora era un inconveniente. Conforme al plan previsto, se encontrarían entonces fuera de las cartas de navegación, más allá del punto sin retorno, doblando el cabo de tormentas. ¡Sálvese quien pueda!

¿Y si había que decir algo, a pesar de todo?

Improvisación, compañero, improvisación.

Al final, a la de tres, acelerar y, en el momento en punto (sincronicemos nuestros relojes, amor mío, corazón a corazón), se tenían que correr a la vez, como quien se tira de cabeza a un pozo.

Un plan perfecto, sí.

Aparcó en Sicilia. Caía la tarde como las almas a los pies, sin que nadie pusiera atención. Era la hora en que alguien estaría a punto de decir que se agradece una rebequita, ¡con ese viento que baja de la sierra! A través de los tabiques, se oía batir de huevos para hacerles a los niños tortilla a la francesa, mientras los ejecutivos se merecían su John Lakes con hielo y los anuncios subían el volumen de las teles. Entró en el piso franco. A intervalos regulares, como un oleaje, llegaba el rumor de pasillos recorridos en chancleta, el borbollar de sopas de fideos y abecedarios y las cisternas de los váteres. Daban ganas de poder llegar a casa sólo para que alguien dijera: «¡Cariño, trabajas demasiado!» o «¡Eso te pasa por ser bueno!».

El Frigorífico estaba vacío.

En la mesa de la cocina encontró la nota:

Señor, la hemos soltado por pura humanidad. Nos vamos. Perdón y suerte. Paquita y Ortueta.

– ¡Traidores! -gritó-. ¡Todos son unos traidores! Paquita, Ortueta, quizá don Claudio, su propia hermana…

Ahora sí que estás solo, compañero.

En un rincón de su cabeza quedaban notas manuscritas: «Lentitud», leyó. Otra: «Acuérdate de la boca».

¡Menudo plan perfecto, sumergible, anti-choc y con calendario lunar incorporado! ¡Menuda vida como la esperabas, compañero!

¿Por qué se había ido, aunque tuviera la puerta abierta? Si le quería, ¿qué más le daba que la hubieran soltado? ¿Conocía ella acaso otra libertad que la de estar presa en él, cuyo nombre no debería poder oír sin escalofrío?

– ¡Traición total!

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