Capítulo 21 Mecanismos de relojería
Siguieron a la mujer durante tres días. Tenía horarios regulares. Por las mañanas salía a las ocho y media y cogía el autobús hasta su trabajo, en el Palacio de Exposiciones y Congresos. Comía a las dos y media en el cercano La Marmita Bar-Rte., volvía al Palacio y salía a las seis y media. Iba en taxi a un chalet del Viso, donde la recibía un hombre al que ella entregaba todos los días un paquete y recibía a cambio otro de menor tamaño. Qué curioso, ¿verdad? Volvía a Agustín de Foxá en el mismo taxi y ya no salía hasta la mañana siguiente a las ocho y media en punto.
El día número cuatro Antonio se situó el primero en la parada frente al Palacio, a las seis y veinticinco en punto.
Levantó el brazo ensimismada, con esa autoridad que ejercen, casi sin poner atención, los que no dudan que van a ser obedecidos.
– A la calle Guadiana 16.
Era rubia y llevaba el pelo recogido en la nuca con una goma, dejando a la vista orejas diminutas. Parecían maquetas de orejas de verdad, como las que utilizamos las personas mayores, pero construidas a escala muy reducida y con esa exagerada precisión de detalle que sólo es propia de catedrales góticas, jarrones chinos y discusiones familiares.
– Espéreme aquí un momento, por favor.
Abrieron en el acto, como si el hombre del traje de raya diplomática hubiera estado escondido detrás de la puerta, esperando su llegada. Entregó el paquete grande y recibió el pequeño, del tamaño de una cinta de cásete, -Ahora vamos a Agustín de Foxá 25. No miraba por la ventanilla ni al conductor, sino hacia algún punto suspensivo situado en su memoria o en su esperanza. Eso si es que definitivamente no son las dos la misma cosa: bombas de tiempo, que se ponen en marcha solas y siempre nos explotan encima, compañero.
– Muchas gracias. Quédese con el cambio. Era un billete de mil para una carrera de ochocientas setenta y cinco.
Antonio rodó de vuelta al centro. Por Castellana, a la altura de Eduardo Dato, el espejo retrovisor comenzó a perder nitidez. Hubo un fundido en blanco.
Se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, iba a ser víctima de un flash-back en ese mismo instante. Tragó saliva.
Apenas tuvo tiempo de parar en doble fila y encender las luces de emergencia.
Apretó la nuca contra el reposa-cabezas, para contrarrestar la fuerza del retroceso; cerró los ojos y salió proyectado hacia atrás.
Al frenar, dio con la frente en el volante, ¡No! ¡Otra vez no! ¡Había vuelto a hacer impacto demasiado cerca!
Maldijo su voluminosa estampa. Siempre estaba igual. Había visto crecer a su hermana, pero echaba de menos su infancia. Cuando él nació, era ya demasiado tarde: Maribel había pasado la varicela y la escarlatina y, para cuando Antonio tuvo uso de razón, acababan de salirle tetas.
No sabía cómo era antes de los doce o quince años, salvo en fotografías y una película de súper-8 rodada en la parcela de Galapagar.
Mari había nacido rege Bottviniko, el ingeniero marxista-leninista que sucumbió a manos de Tigran Vartanóvich Petrossian.
Petrossian era uno de los pocos jugadores soviéticos que no sabía hacer ninguna otra cosa. No tenía doctorados en literatura o historia ni corría cien metros en ocho segundos: el amigo Tigran únicamente jugaba al ajedrez. Se quitaba el sonotone, para concentrarse mejor. Cuando lo volvía a instalar, con el aparato en el bolsillo, el hilo blanco restablecía el contacto entre su abultada cabeza y su corazón diminutivo. Cada vez que jugaba lo hacía con un único propósito: no perder. Nunca intentaba conseguir la victoria, sino evitar ser derrotado.
Era campeón cuando nació Antonio.
Mientras él estaba en el colegio, Maribel acababa de empezar Románicas y había aprobado el carnet de conducir (más tarde le compraron un Dos Caballos). De su padre había sacado los ojos entre azulados y grises y de su madre el óvalo de cara, además de dos rasgos que habían ido siempre unidos en todas las mujeres Martínez a través de las generaciones y que a Antonio unos días le parecían contradictorios y otros complementarios: los pechos grandes y la irónica sonrisa de medio lado. A él solían decir que se parecía de nariz para abajo, en la boca de labios finos. Además, tenía un cuello, unos hombros y unas clavículas que no eran de la familia y tampoco parecían de este planeta, así que Antonio no se explicaba de dónde los habría sacado.
El año del 2CV fue el último que llevó faldas escocesas y suéteres de lana y, a partir de entonces, iba siempre con vaqueros desgastados o con una falda estampada con flores de cuneta. Nunca llevaba bolso. Durante el invierno usaba unas botas que untaba con un trapo de grasa de caballo, sentada en la mesa de la cocina. En verano las cambiaba por unas sandalias de tirillas.
Había registrado sus cajones, como consideraba su deber de hermano pequeño, pero sólo encontró algunas cartas y tarjetas postales, fotografías, paquetes de cigarrillos servilletas de papel con números de teléfono y libros de poesía con signos de exclamación e interrogación en los márgenes (los que se utilizaban para anotar partidas de ajedrez, aunque Antonio no sabía si para ella tendrían el mismo significado que para el Informator yugoslavo).
Su guardarropa era excesivo, considerando las cuatro cosas que siempre llevaba puestas y que la mitad de ellas eran propiedad de Antonio. Tenía esa manía. Todo parecía que lo hacía para llevar la contraria, como no dejaban de recordarle sus padres. ¿Por qué no vas con chicos de tu edad? ¿Por qué no te vistes como una señorita? ¿Por qué no te matriculas en Derecho por las tardes?… ¿Es que lo haces siempre para fastidiar?
Maribel, erre que erre.
Era el «espíritu de la contradicción», su madre se lo decía.
Una noche que estaba solo en casa, se probó uno de sus sujetadores para intentar saber qué sentía Mari al llevarlo puesto.
Sentir lo que ella sintiera era el propósito de Antonio, mirar la vida a través de sus ojos, ponerse en su lugar. ¿No era eso el amor, ponerse en el lugar de otra persona, la que sea, pero fuera de uno mismo?
Con el sujetador no fue capaz de llegar a ninguna conclusión, así que durante un par de semanas estuvo transportando unas bragas sucias en el bolsillo de la trenka y, a veces, en el metro, las sacaba apelotonadas en el puño y se las llevaba a la nariz, como un pañuelo, para aspirar el olor secreto de la mujer que amaba.
En su habitación las puso bajo el quinqué y examinó unas pequeñas manchas que tiraban a marrón rojizo.
Las contemplaba como si fueran a revelarle un secreto.
Como no lo hicieron, acabó devolviéndolas al cesto de la ropa sucia y juzgó esta decisión muy acertada.
Debo de estar madurando, macho, se felicitó.
Mari también.
¡Eso era lo más grave!
Salía por las noches y ese mismo verano se fue de viaje con unos compañeros de facultad en un Land-Rover. Se metió en política hasta conseguir que la detuvieran. Tuvo que ir su padre a sacarla de la comisaría y ni siquiera le dio las gracias.
Mientras tanto, Antonio se repetía la misma pregunta: ¿Lo había hecho ya? ¿Hasta el final? ¿Todavía no? ¿Sí? ¿Con quién?
Una tarde, cuando no estaban sus padres, fueron dos hombres a casa con Julia, que era la mejor amiga de Mari.
Los individuos eran intercambiables entre sí, como cromos repes, ambos delgados, con melena, sin afeitar, vaqueros, jersey gordo de lana y las grasientas botas de ordenanza. Uno transportaba una guitarra en una funda de tela a cuadros escoceses y el otro empuñaba una botella en bolsa de plástico; pero nada más entrar, en el pasillo, las cambiaron entre sí y ya no hubo forma humana de distinguir a Hernández y Fernández.
Se encerraron los cuatro con unos vasos en la habitación de Mari y, a través de la pared, con otro vacío, Antonio escuchó música y retazos de una conversación acerca de un tal Torrecilla, que había abandonado la universidad para irse a vivir a una comunidad que no le dio la impresión a Antonio de que fuera religiosa.
Parecían tenerle envidia, y escuchó a su hermana levantar la voz afónica (debía de llevar más Ducados de la cuenta) para proclamar que Torrecilla tenía más huevos que todos los demás juntos (ella incluida al parecer).
Quitaron el tocadiscos y, acompañándose a la guitarra, entonaron una monótona letanía en lo que parecía latín, aunque muy corrompido. En el estribillo subían la voz y repetían «¡Tomba! ¡Tomba! ¡Tomba!», como en las películas de Tarzán. Más adelante invocaban a una estaca y otra vez vuelta al refrán: «¡Tomba! ¡Tomba! ¡Tomba!».
Pintoresco, oquéis, pero inofensivo. Por lo menos no follaban como descosidos, que era lo que Antonio había estado temiéndose. Por favor, suplicaba, por favor, que no se hagan los unos a los otros coitos inconsútiles, por favor te lo pido, compañero, que no folien por los codos.
Salieron en fila india, con la guitarra en su funda de falda de colegio y sin despedirse de él, salvo Mari, que gritó: «¡Ta-luego!», y añadió: «Diles que no vengo a cenar».
Lo que más tarde hicieran en la calle, eso ya no lo sabía él. No descartaba que aquel par de dos, Hernández y Fernández, se turnaran para introducírsela a su desprevenida hermana; o que la pusieran mirando a Soria, como decía Ortueta, y la atacaran por detrás; o incluso que le efectuaran una doble intromisión o tipo sandwich (Ortueta dixit), a la vez por hache y por be.
No lo podía descartar, no, pero se le antojaba poco probable. Aún diría más: le parecía muy improbable.
Más tranquilo, se echó un trago del coñac antes de volver a su camarote.
Allí fue donde empezó a darse cuenta del verdadero peligro: ¡la mayor amenaza a la que nos hemos enfrentado jamás!
¿Cómo había podido ser tan ingenuo? Lo más grave, lo peor de todo era que Mari hablaba de irse de casa.
De hecho, cada vez discutía más con su padre y más acaloradamente. En la mesa del comedor le había llamado reprimido y otro día hasta le motejó de burgués. Su padre le pronosticaba que, si seguía por ese camino, iba a acabar muy mal y él no quería hacerse responsable.
Por fin un día le dio una sonora bofetada.
Mari abandonó el comedor sin decir una palabra.
Su madre, en cambio, lloró una lágrima que fue aumentando de tamaño hasta ocupar la pantalla entera, donde se convirtió en el cristal del espejo retrovisor del taxi.
A su espalda se oían bocinas. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Podía considerarse abducido? En caso afirmativo, ¿por cuáles marcianos? ¿Le saldría un chichón en la frente, donde había golpeado contra el volante?