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Capítulo 34 LOS AMORES RECREATIVOS

Tenía ojos de estar extasiada, con esa cara que se les queda a ¡os que llevan un walk-man y creen que el resto del mundo también está oyendo la misma música.

A imitación de los espectadores, encendió un Marlboro antes de hacer la pregunta.

– ¿Te habrías imaginado alguna vez que acabaríamos así?

¿Así cómo? ¿Contándose el uno al otro más de lo que ellos sabían sobre sí mismos? ¿Desnudos? ¿Poniendo en práctica las nociones que la Princesa había aprendido de su madre y las que a Antonio no había querido enseñarle su hermana? ¿Compartiendo un cucurucho de violetas imperiales?

Si se refería a que acabarían sobre el estrecho colchón del Frigorífico, la respuesta era afirmativa.

Por imaginar, Antonio se lo había imaginado a cámara lenta desde que la vio a través de las pupilas asiáticas de Vladimir Íllich Uliánov.

– Nunca -mintió-. ¿Quién nos lo iba a decir?

– ¿Verdad, mi vida? Tú y yo, hombre y mujer, espectador y protagonista, libra y virgo, secuestrador y secuestrada… ¿Quién nos lo iba a decir? La felicidad me embargó tres veces consecutivas, corazón. ¡Fue tan lindo, tan comme il faut, tan chévere y supercrocanti!

Habían follado fotograma a fotograma, dando diente con diente, como ruedas engranadas, como bielas, transformando el movimiento de vaivén en otro de rotación sobre su propio eje.

Antonio se corrió como si se le estuviera saliendo el alma por una raspadura, que era precisamente lo que su madre le había advertido que acabaría pasando.

– ¡Ten cuidado, a ver si se te va a salir por ahí el alma! -le decía cuando le enseñaba sus heridas.

La Princesa le dio un beso, se levantó tapándose con la sábana y se fue al diminuto cuarto de baño.

Salió peinada y maquillada, todavía cubierta con esa sábana que parecía sujetarse en el aire a la altura de sus pezones, prendida de alfileres invisibles.

– Un dólar por tus pensamientos o ciento veinte bolívares al cambio.

– No te va a pasar nada malo, confía en mí.

– Eso ya lo sé, tonto.

– Te quiero a cántaros.

– Te quiero a mares.

¡Qué raro es todo! pensaba Antonio: ¡pero qué francamente raro!

Encontró una anotación arrinconada en su cabeza: «Si me embotello, más pierdo yo».

Sí, claro, pero ¿cómo evitarlo? ¿Cómo saber a qué lado de la puerta se está? ¿Cómo entrar fuera?

– ¿Cuándo vas a ver a tu jefe?

– Hoy mismo.

Lo cierto era que don Claudio llevaba cuarenta y ocho horas sin dar señales de vida y Antonio tampoco gozaba de gran libertad de movimientos, puesto que la policía sabía quién era.

– Te veo mañana por hoy, como dicen los periódicos -le prometió a la Princesa.

– Chau-chau, mi corazón.

Le sopló un beso en la palma de la mano.

Chituca calculaba que apenas necesitaría dos o tres de aquellas monótonas sesiones para ganarse la confianza del Pato Donald.

Lo conseguiré, se dijo, aunque aparezca a traición el cocodrilo.

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