Capítulo 4 Faites le jeu! Ríen ne va plus!
Antes de ponerse al volante, Antonio Maroto había sido un autogenio como un autogiro, con despegue vertical, caída en picado y autonomía de vuelo limitada a los dos años que pasó en París.
Para no variar, cuando llegó era demasiado tarde: todos acababan de irse a Nueva York hacía cinco minutos.
– ¡Ay, Toñín, si pudiéramos verte en ese París por un agujerito! -le habían dicho sus padres al marchar.
¡Menos mal que no se podía!, se felicitaba el infeliz. ¡Menos mal, compañero!
Con sólo cerrar los ojos, engordaba en silencio. A veces, al abrirlos, llegaba a pesar cientos de kilos, tal vez toneladas métricas. Comía en vano para olvidar y pasaba tanto tiempo solo que perdió la costumbre de cerrar la puerta del cuarto de baño. Unos días hacía pis en el lavabo, mirándose al espejo; otros, en el fregadero de la cocina; y siempre en la bañera, impepinablemente, cada vez que se duchaba. Nunca contestaba el teléfono y, en lugar de borrar los mensajes de Maribel, los grababa en cinta aparte y los escuchaba seguidos, con los ojos cerrados y las manos sobre el pecho.
Parezco idiota, se decía, como si quisiera decir: parezco póstumo.
Vivía en un apartamento de la rué Mouffetard que habría inspirado compasión a terceras personas. La mayoría de las cosas no funcionaban porque les faltaba una pieza. Había la Olivetti sin la tecla de la E, el burro-barómetro sin rabo, radios sin pilas, periódicos atrasados, fotos en las que no salían las cabezas, un reloj sin minutero y docenas de capuchones de bolígrafo con huellas que, a simple vista, parecían obra de la misma dentadura.
Era la de Antonio, que perseguía la inspiración con la boca.
A menudo se preguntaba si no le faltaría a él también una pieza. Un tornillo, por ejemplo. Déjalo, Toni, se aconsejaba muy sensato, déjalo ya, que no hace falta que seas un genio, te lo digo de verdad. Da lo mismo, compañero.
Si algún caso se hacía, debía de ser el llamado omiso, puesto que siguió dos años más con aquella obra maestra que nadie le había pedido: la Defensa Maroto, que iba a ser la única a prueba de aperturas de peón de rey. La irrompible. La inatacable. Waterproof. Airtight. Acorazada al cien por ciento.
Abandonó cuando murieron sus padres.
Ese día se sintió libre por primera vez en su vida.
¿Sabes lo que te digo, compañero? ¡Que llevas razón! No hace ninguna falta ser un genio. De acuerdo. Ahora dime tú otra cosa: ¿qué es lo que querías hacerte perdonar así?
A él, que le registraran. Que le asparan si lo sabía.
Volvió a Madrid, a la casa de sus padres, y se dedicó a crear problemas, la mayoría de mate en tres.
Encontró trabajo y, pasado un año, ya repetía con frecuencia: el taxi es muy esclavo.
Primero, como todo trabajo de cara al público. En su caso, además, tenía que estar de espaldas al respetable, sin poder verlas venir, por mucho que fuera pendiente del espejo. Segundo, porque al fin y al cabo ellos eran los profesionales. Estaban trabajando. Otra vez: tra-ba-jan-do…, pero la calle se encontraba repleta de aficionados que conducían por puro brícolage. Tercero, por consiguiente, el tráfico. Sobraban vehículos, casi todos con los citados bricoleurs al volante. Quinto, o lo que correspondiera, la incomprensión generalizada. Siempre les echaban la culpa de todo, como si ellos tuvieran algún interés personal en los atascos. ¡Todo lo contrario, hombre! Lo que les traía cuenta era la bajada de bandera. «Cuanto más me embotello, más pierdo yo», se recitaba a modo de leit-motiv o estribillo. Séptimo o lo que tocara…, pero, ¿a qué seguir? Bastaba considerar el factor humano. ¿Cómo llenar la soledad sino con uno mismo? ¿Y cómo impedir que alguien embotellado, envasado en sí mismo, resulte peligroso? Antonio conocía compañeros que se habían repercutido, como el de Taxi-driver, la película. Venga circunvalar y circunvalar acaba con las circunvoluciones de cualquiera, así que, quien más quien menos, todos tenían sus averías en la cabeza.
Algunos, bastante graves, por cierto.
En su caso, lo peor era no poder olvidar. Como siempre estaba mirando por el retrovisor, se le amontonaban los flash-backs. Cada equis semáforos, con la claridad del socorrido manotazo en la frente, volvía a ver paredes empapeladas, ropa tendida, camas plegables que parecían armarios y aquellas meriendas envueltas en papel de plata. Uno detrás de otro iban desfilando los bocadillos de jamón de york y de quesíto en porciones, los de chocolate, fuagrás, Nocilla, salchichón…, en fin: ¡la intemerata!
No había más remedio que parar en doble fila con el pretexto de cambiar la bombona. ¡Como si de verdad los taxis funcionaran con una bombona de butano en el maletero, igual que un camping-gas\ ¡Ja!
¡Ja, ja, ja!
Era pura tristeza, otra vez de incógnito.
Sin previo aviso, casi siempre por Bravo Murillo, veía a sus padres con el reloj en la muñeca contraria, pues se le aparecían del revés en el espejo retrovisor. Su padre sentado al microscopio, las gafas en la frente, haciendo el cíclope; y su madre haciendo solitarios en un escritorio con cierre de persiana.
En aquella casa de la calle Viriato, cada uno tenía su sitio fijo en la mesa y su propio solitario al que parecerse. El Astorgano era el de su madre, ambos con esa facilidad engañosa: uno cree que sí, pero al final nunca sale. El de los Diez Montones era el de su padre: a la vez sencillos y aparatosos. Su hermana hacía el de la Pirámide, y el de Antonio había sido siempre el de Palo largo-Palo corto…
Un momento, será mejor advertirlo desde el principio: Antonio Maroto pertenecía a esa clase de individuos que hacen trampas en los solitarios. Qué lamentable, ¿verdad? Esa oscura gente que copia en los exámenes, por mucho que se les repita que así sólo consiguen engañarse a sí mismos.
No tenía arreglo.
La diferencia es que en la vida, cuando no sale, no es posible barajar y dar para otro. Por eso mismo, Antonio quería ser la demostración de que ganar cuando se llevan buenas cartas está al alcance de cualquier idiota: había que aprender a jugar cuando venían mal dadas, compañero.
Aunque fuera de farol.
Pero, para ver lo que lleva, hay que igualar la apuesta de Antonio.
¿Quién se atreve?