Capítulo 12 La invasión dela realidad
Lo único decisivo era el juego, les iba explicando el Maestro, para abrirles bien los ojos. El resto (guerras, leyes, matrimonios, catástrofes nucleares…), lo que se conocía como la vida al otro lado de la puerta del café, no tenía la menor importancia. Eran sombras. Humo. Niebla. Espejismos de cristal. La lucha por la fórmula Omega era lo que había provocado la aparición de una realidad visible en coordenadas espacio-temporales. En la invisible realidad real, el Ángel Custodio y el Renegado disputaban una partida cuyo tablero era el Tiempo y cuyas piezas formaban el Espacio (las blancas eran la materia y las negras la antimateria).
Al principio, Carranza no conocía la naturaleza exacta de la fórmula: podía manifestarse mediante letras en arameo, una ecuación con un número Fibonacci, una escala de notas en un pentagrama, símbolos químicos…, no se sabía. Lo importante era su utilidad específica, que le fue revelada en la pensión Claramundo, en 1982, por medio de otro haz de rayos proyectado hacia su nuca desde el espejo de la cómoda.
En el local de la Federación Española de Ajedrez, la odiada FEDA, le confió a Rafa Ruiz que la fórmula estaba impresa en la secuencia de ADN de la sangre de Jesucristo, que pretendieron recuperar las Cruzadas.
– Nunca les interesó el cáliz, Rafita, sino el plasma, esa misteriosa inscripción en espiral repetida en cada célula.
Tras el fracaso de las sucesivas fuerzas expedicionarias, el Gran Maestre de la Orden de los Hermanos de la Espada recibió en 1301, en Marienburg, la misma revelación que obtuvo más tarde Carranza por vía occipital: la fórmula Omega volvería a aparecer, pero cifrada en los movimientos de las piezas negras durante una partida.
Por esta causa llevaba la humanidad siglos jugando al ajedrez: para intentar agotar todas las secuencias de movimientos posibles y encontrar así la fórmula secreta.
Esta actividad incansable era lo que Francisco Ulizarna todavía llamaba ingenuamente la Historia Universal:
– Un simple efecto secundario -le aclaró Carranza.
Ruy López de Segura había dado los primeros pasos, explorando la claridad y profundidad de la llamada Apertura Española, que tuvo como resultado una transformación radical de la visión del mundo. Creó en el centro del tablero una presión hasta entonces desconocida, porque no se ejercía por medio de amenazas directas. El formidable impulso de la cultura renacentista arrancaba de ese recorrido en diagonal, ese Ab5 que provocó las exploraciones geográficas y los sonetos de Garcilaso.
– El alfil de rey atravesando el tablero de un solo tajo oblicuo hacia el corazón del enigma…, ¡eeeeeeeepa! -maniobraba Carranza con un brazo al sesgo-. De ahí vienen Lutero, San Juan de la Cruz, la de Ávila, el anónimo autor del Lazarillo, Galileo, Maquiavelo… ¡alfil cinco caballo! ¡Se le tuvo que ocurrir a un español lo que luego se ha llamado el Renacimiento!
La pasividad de las defensas que entonces se utilizaban contra ese A5C hizo crecer el descontento en amplias capas de la población. ¡A5C otra vez! ¡En qué cabeza cabía! Igual que los niños cuando extienden las palmas de las manos y gritan: ¡rebota! ¡rebota!
Tendrían que transcurrir siglos hasta que Paul Morphy impusiera el sencillo y sublime a6.
– Mientras tanto -susurraba el Maestro-, la fórmula seguía a la misma distancia de esta infeliz raza humana.
El malestar de los que ya empezaban a ser burgueses no hizo sino acentuarse a lo largo del xvii, con el predominio italiano y el gusto por el artificio de los Greco y compañía, cuyas pomposas partidas reproducía Carranza moviendo las piezas a puñetazos.
– El Antiguo Régimen estaba putrefacto, ¡puaaajjj!, y su hora sonó en el xviii, cuando Philidor encendió la hoguera de la revolución en nombre de los peones. «Los peones son el alma del ajedrez», ése fue su gran descubrimiento. Él es el precursor de Carlos Marx, de Lenin, Pol Pot, Pedro Fonseca y hasta de mí mismo. Fue el primero que vio a los peones, hacia los que nadie había mirado hasta entonces; esa esforzada multitud que avanza en línea recta, casilla a casilla; esa anónima masa que tiene que comer de medio lado y vive por sus manos…
Parecía que las concepciones del gran Francois-André-Danican Philidor iban a hacer saltar por fin a la luz la fórmula, pero en cuanto la nueva clase se consolidó en el poder, dio marcha atrás e instituyó el lúgubre ajedrez del XIX, ese pasatiempo del Café de la Régence y el Diwan Club; primero con Staunton y más tarde con el romanticismo de guardarropía de Anderssen: ¡la falsa mala conciencia de la clase dominante!
De un día para otro, la revolución burguesa se había transformado en reacción conservadora.
– Sozialschmarotzerns! o como si dijéramos: socialparásitos. ¡Protozoos a efectos del porvenir! -acusó Carranza-. En esa larga noche sólo brilló, como el "rayo de tiniebla», el resplandor baudelaireano de Paul Morphy.
La claridad duró un instante y San Paul Morphy acabó sus días descalabrado en el abismo de la locura, donde los Conjurados le perseguían bajo la forma de esos insectos invisibles que le saltaban al cuerpo con sus patas adhesivas.
– ¡La leche en bote! -gemía el amedrentado Benito Veía.
Al ganar a Anderssen en 1866, Wilhelm Steitnitz se proclamó por su cuenta primer campeón del mundo y convirtió el ajedrez en una libreta de ahorros, según su teoría de la acumulación de ventajas minúsculas, a partir de la cual pudieron desarrollarse el capitalismo financiero y el cálculo egoísta.
Steitnitz no logró librarse, sin embargo, de ciertas debilidades antieconómicaa propias de su carácter campesino. Hacía pis en el suelo, insultaba al adversario y en alguna ocasión llegó a propinarle un buen par de patadas en el culo. No sabía perder. Tampoco tuvo paciencia y quiso llegar a la fórmula por la vía más rápida: desafió a Dios a una partida, ofreciéndole las blancas y un peón de ventaja.
Perdió en quince movimientos. Steitnitz.
En 1894 el pragmático Emmanuel Lasker también le derrotó y Steitnitz acabó por convencerse de que, con sólo cerrar los ojos, podía interceptar transmisiones de radio en su cabeza.
Poco después comenzó a enseñar sus órganos privados en los medios de transporte público.
Intervino la policía y hubo que internarle.
– Cientos de miles de insectos invisibles le corrían por las piernas y el estómago, en línea recta hacia su corazón -aseguraba don Claudio.
Lasker fue el primer ajedrecista que atacaba al alma de su adversario, no a sus piezas; pero Carranza no le tenía en gran estima. Al fin y al cabo, lo que de verdad le interesaba a Lasker era la filosofía… ¡Acabáramos! ¡La filosofía! Esa interrogación de la fórmula secreta que ya había dado sobradas pruebas de inutilidad cinco mil años antes de que naciera
El apacible Lasker había sido un compás de espera que precedió al primer artista moderno, el Ángel Custodio, José Raúl Capablanca, la «máquina de jugar al ajedrez», el cubano invencible, el hombre que abrió de par en par las puertas a la expansión económica mundial y a la edad del jazz.
A partir de ese momento, los afiliados sentían un cierto alivio a sus picores imaginarios. Dejaban de rascarse y se inclinaban para escuchar al Maestro. Los cigarrillos se consumían, olvidados en los ceniceros; a los vasos de agua les salían burbujas, como en las mesitas de noche; se evaporaba el coñac de los carajillos y Benito Vela, el asombradizo ingeniero de caminos, temblaba como una hoja a merced del huracán.
Para ellos eran datos enciclopédicos, pero el doctor Carranza había estado allí y había tocado al Ángel Custodio y al mismísimo Renegado, con esa su propia mano derecha que mostraba como incontrovertible prueba a los presentes.
– Mirad aquí: ha sido estrechada por San Capablanca y el Renegado Alekhine.
En Lisboa, en 1931, había tenido el privilegio de sucumbir en veinte movimientos ante Capablanca, y Alekhine le había derrotado en treinta y tres en una sesión de simultáneas (Munich, 1942).
– Capa jugó unas setecientas partidas y sólo perdió treinta y cinco, sin duda después de noches sin dormir, pin-pan, pin-pan, pin-pan… ¡Capa era irresistible para las señoras, je-je!
– ¡Ja-ja! ¡Je-je! ¡Ji-ji! -etcétera, chicolearon los socios, utilizando por su orden las cinco vocales.
Siempre se empleaba el mismo adjetivo para describir el juego de Capablanca: cristalino. Eran sus propiedades: la transparencia, sí, pero también la fuerza diamantina. Construía sus partidas con la pureza extrema que es la señal del genio, como si resolviera en la pizarra una ecuación matemática. Había logrado acercarse al secreto más que ningún otro mortal: fue el Ángel Custodio que intentó impedir el avance de los Conjurados.
Precisamente en el juego de Capa lo había aprendido todo el Renegado, el perverso aristócrata Alexánder Alexandróvich Alekhine, el Ángel de la Muerte.
– La sombra de su vuelo nublaba continentes, camaradas.
Con Alekhine el juego perdió la inocencia y lo que hasta entonces ni siquiera parecía concebible se hizo realidad: Adolfo Hitler, las cámaras de gas, los experimentos genéticos, la destrucción de los átomos…
– Ahora, cada vez que movemos un peón, todos somos culpables.
Capablanca resolvía las posiciones simplificándolas. Sus movimientos eran tan exactos que lograba hacer visible, aunque sólo fuera un instante, lo que había al otro lado de una puerta cerrada. Se trataba de una experiencia artística.
Alekhine, en cambio, no intentaba resolver la posición, sino complicarla más todavía; aumentar la dificultad mediante la multiplicación de obstáculos minúsculos; fabricar un laberinto en cuyo centro él se alimentaba de carne y sangre de hombres. Sus partidas producían vértigo, porque en algún punto, tarde o temprano, se abrían al abismo del mal, que era el pozo sin fondo del que bebía el Renegado.
Frente a la fuerza luciferina de Alekhine, a Carranza le parecían pueriles las ideas de los hipermodernos, como Nimzóvich o Reti. ¿De qué podían valer el Cinturón de Hierro o las Misiones Pedagógicas contra la tempestad desencadenada por los Stukas? ¿Para qué habían servido los wilsonianos esfuerzos de Max Euwe, el pusilánime holandés que arbitró en Reikiavik 72?
En el año 1927, en la isla de Manhattan, los sombríos ejércitos del Renegado y la espada de luz del Ángel Custodio se enfrentaron cara a cara con un tablero en medio.
Treinta y cuatro partidas, veinticinco tablas y seis victorias de Alekhine sobre Capablanca.