Cuando se despertó, le costó orientarse. Se sentía mareada. Una rendija de luz le permitió adivinar que se encontraba atada de pies y manos en el maletero de un coche.
Seguramente el Volvo conducido por el Pato Donald.
– Mi vida no vale un bolívar -se dijo en cuanto llegó a la conclusión de que acababa de ser secuestrada. Mejor aún: ¡raptada!
Apenas había puesto un pie en la calle para dirigirse a su trabajo y a esos esbirros de don Pedrito les había faltado tiempo material para abalanzarse sobre ella con el pañuelo empapado en cloroformo.
Recordó con alivio la cápsula de cianuro oculta en uno de los aros del sujetador y que, en caso necesario, le ahorraría humillaciones y suplicios.
La Princesa había recibido entrenamiento de combate durante su training sinóptico y sabía que tenía que memorizarlo todo. Hasta el detalle más insignificante podía ser más tarde de vital importancia para los servicios venezolandeses e incluso para la policía española.
Aguzó el oído y cerró los ojos, intentando visualizar el mapa de Madrid, esa ciudad que se extendía hacia el sur en forma de charco de lluvia.
El tráfico era denso y paraban cada poco tiempo. Semáforos, claro. Se oían bocinazos y autobuses. Debía de ser el embotellamiento de Castellana. Avanzaron en línea recta durante unos minutos. Después un giro a la izquierda. Cruzaron un paso a nivel y más tarde lo volvieron a atravesar en dirección contraria. Estaban acelerando. Iban a gran velocidad, aunque cada pocos metros el vehículo se detenía. Son calles secundarias, pensó, que atraviesan alguna principal artería, quizá Serrano, quizá Velázquez, si vamos al revés de como me imagino. Hemos hecho tres paradas, es decir, tres bocacalles, a contar desde Don Ramón de la Cruz. Tenemos que estar a la fuerza pasado Juan Bravo. Después un giro a la derecha, dos veces a la izquierda, derecha otra vez. Ahora algo distinto…, un puente, porque a intervalos regulares había pequeños baches. ¡Las juntas del puente de Francisco Silvela! Cinco a la derecha, seis a la izquierda. Tres minutos sin detenernos. Más tarde, adoquines… ¡Tenían que estar frente al Museo del Prado, bajo las copas de los árboles! Anotó en su cabeza: una a la izquierda, dos a la derecha. ¡Que no me haya descontado, mi Dios! De pronto, un frenazo en seco.
El motor se paró y cuando Silvia (es decir, Chituca; o sea, la Princesa) creía que habían llegado a su destino, escuchó un estruendo de salto de agua, como si alguien acabara de tirar de la cadena y ella se encontrara en el interior de la cisterna.
Un desagradable olor inundó el maletero.
Volvieron a arrancar.
Ahora iban por carretera, cambiando de carril.
Según sus cálculos, por la carretera de Extremadura, más allá de Campamento.