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Capítulo 22 Sintagma y paradigma

Una pregunta: ¿quién no ha contemplado el reflejo de su rostro adulto en el cristal de una fotografía de niño?

Respuesta: cientos de miles de personas que no saben por qué ventana vuelve a entrar la tristeza al cerrar la puerta.

Otra más difícil todavía: ¿quién se ha dejado abierta esa ventana que no da a ninguna parte?

Tenía en la boca las rodillas; su cabeza de niño, entre ceja y ceja; desde uno de sus propios ojos, Maribel le miraba con trenzas; y sobre la frente pensativa estaba sujetando los picos del Guadarrama cortados a serrucho.

Se iba a hacer de noche. Tendidas de un alambre, detrás de la M-30, quedaban nubes negras; pero la luz de la tarde estaba ya escurrida en un charco de la acera de la calle Viriato, que no se podía ver desde el Retiro.

El segundo flash-back del día lo vio llegar.

¡Otro no! ¡Por favor, no tan seguidos, que voy a reventar!

Sin compasión, en el marco de la foto, las moléculas del cristal comenzaron a agitarse, cada vez más deprisa, hasta que consiguieron cambiar de estado: ¡floooooooops!

A través del líquido se vio a sí mismo con dieciséis años y la espalda doblada por efecto de la refracción, como las cucharas de los libros de texto.

¿Qué hacía allí, agachado en el pasillo?

Era un entrenamiento: quería aprender a forzar el pestillo del baño sin que se notara y que pareciera que Maribel se lo había dejado abierto. Sucedía con frecuencia, lo que le había permitido sorprender a Mari sentada en la taza, con los vaqueros enrollados en los tobillos y un libro abierto sobre los muslos. Otra cosa muy personal suya que conocía eran sus deposiciones, bien porque se olvidaba de tirar de la cadena, bien porque hubieran regresado para traer un mensaje desde las profundidades sanitarias. También ocurría con frecuencia. Desaparecían como por ensalmo, pero a veces, con el reflujo del agua, volvía un solitario chorizo insumergible. Antonio había llegado a la conclusión de que se trataba de lo que los psicólogos llamaban el retorno de lo suprimido: ese viaje de las heces indelebles de su hermana, remontando la corriente del alcantarillado para entregar un mensaje secreto que intentaba reproducir la forma exacta de su polla.

Más cosas conocía. La había visto hacer pis en un orinal en el que luego metía su madre una tirita de colores para comprobar si tenía acetona; había interrogado a la luz del quinqué las manchas tenues de sus nada elocuentes bragas (nunca le revelaron aquel secreto que protegían); había recogido del suelo del baño recortes de las uñas de sus pies, como lunas menguantes, y los había masticado.

No era suficiente.

Pensaba que, si podía elegir el momento, lograría su propósito.

La ocasión se presentó una semana más tarde. Estaban solos (sus padres devolvían una visita) y Maribel se encerró en el baño con su bibliografía maoísta.

Antonio se quitó los zapatos y escuchó desde el pasillo, al otro lado de la puerta.

Parecía un pájaro en vuelo su chorro de pis, un hilo de voz susurrando en un idioma desconocido: arameo, caldeo, egipcio jeroglífico, lineal B, qué sabía él, una lengua perdida y sagrada, con sus nombres de ciudades desaparecidas y de ídolos caídos.

La escuchó tirar de la cadena.

Cuando oyó que abría el grifo de la bañera, volvió a ponerse los zapatos y se abalanzó sobre el costurero de su madre.

La contemplación del picaporte disparó en su cabeza una evocación de los sucesos más significativos de su corta vida pasada, acompañados de música y ordenados cronológicamente por medio de vertiginosos fundidos y encadenados. Todos ellos conducían sin remedio al mismo punto en el que sonaba un redoble de tambor. «¡Voy a abrir esa puerta, sí!», se decía, y después en segunda persona, para infundirse valor: «¡Vas a abrir esa puerta, Toñín, sí, lo vas a hacer!».

Empuñaba la aguja de ganchillo del doble cero cuando un timbrazo interrumpió la banda sonora.

– ¡Menos mal! -se incorporó como si acabara de volver de un largo viaje y miró el reloj.

Era el día siguiente, las ocho menos cuarto, y el telofonillo seguía sonando.

– Soy Vulcano, Señor.

Tenía las máscaras, el esparadrapo, moneda fraccionaria y el coche en doble fila. -Ahora mismo bajo.

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