Pedro Fonseca, en la soledad del poder, dictaba leyes de aleación de hierro.
Releyó el borrador del título VII de la nueva Constitución («De los cuerpos celestes, entidades trascendentes y vidrios rotos»):
Artículo 5. Queda prohibida la señal de la cruz.
5.1. Queda prohibido ensimismarse en presencia de terceras personas.
5.2. Queda terminantemente prohibido el avistamiento de ovnis en las áreas rurales.
5.3. Se garantizará, no obstante, el derecho al recuento recreativo de entidades siderales.
Reflexionó, empuñó el bolígrafo, cambió un «queda prohibido» por «se perseguirá», tachó «entidades siderales» y escribió encima «cualesquiera constelaciones fijas». Mordisqueó el capuchón y añadió con pulso febril:
5.4. Los poderes públicos promoverán por todos los medios a su alcance la instalación de luz propia en planetas y satélites, así como garantizarán el acceso de todos a los interruptores para encender y apagar a voluntad dichos cuerpos celestes.
No lograba concentrarse. Consideraba una y otra vez el valor simbólico de la Princesa en su poder. ¿Qué habría hecho Lenin? Lenin habría hecho lo que había que hacer, por supuesto.
¡Él no iba a ser menos que el amigo Vladimir!
Bajó de dos en dos las escaleras hacia el sótano.
– ¡Corrige trayectoria! -le ordenó al encéfalo-artillero de guardia-. Las nuevas coordenadas son 40, 25', 33" Norte y 3, 45', 23" Oeste.
– ¡Eso es Madrid, España! -acertó el soldado.
Se trataba de la situación exacta del cogote de Claudio Carranza. No era posible localizar a Bobby Fischer, que de nuevo se encontraba en paradero desconocido, pero don Pedrito confiaba en que Carranza obedecería órdenes directas, aunque no fueran dictadas con la voz del ex campeón del mundo.
– Sin pérdida de tiempo, ejecutarás a una Princesa de este modo… -iba diciendo don Pedrito, detallando paso a paso el nuevo plan que desafiaba las instrucciones de Pitis.