Ciertas noches se masturbaba en la cama y al eyacular sentía el impacto de la lefa en su estómago, a veces en el pecho, pero nunca en la cara o en la frente, que era donde siempre la estaba esperando en vano.
Si no notaba nada, pasaba la mano por la sábana para buscar la humedad. Tenía que encontrarla, porque si no, no podía dormirse, convencido de que por la mañana aparecerían placas tectónicas de semen reseco en sitios imprevistos: sobre los pantalones doblados en el respaldo de la silla, dentro de los zapatos Gorila de ir al colegio, en el cristal de la me-sita de noche o incluso en pleno recordatorio de la Primera Comunión, ¡toma ya!
Imaginaba a su madre a plena luz del día, raspando con la uña en el lugar menos pensado y descubriéndolo todo a velocidades supersónicas.
– Pero, Toñín, hijo… ¿Será posible, ¡criatura!?
Algunas noches se corría tanto que creía ver un surtidor de sombra y sueño por encima de su atónita cabeza, describiendo una amplia parábola hasta estamparse en un póster del Real Madrid que había colgado a la cabecera de la cama, para proteger la madera.
A la izquierda del equipo blanco había una foto dedicada de un sonriente Arturito Pomar y, a la derecha, una de Bobby Fischer enfurruñado frente a un tablero.
Cuando sus padres iban a una de esas cenas de matrimonios y Mari estaba fuera (empezaba a salir por las noches, casi siempre con alguna prenda propiedad de Antonio y sin respetar la hora de llegada), volvía a la habitación/lugar-del-crimen donde recibió el golpe de vista del que no conseguía levantar cabeza.
Con las puertas del armario abiertas, intentaba mirarse sin ser visto, ver sus propios ojos sin que le estuvieran mirando, como si fuera un desinteresado astronauta quien contemplara en tercera persona las diminutivas pollas, avanzando en fila india hasta donde se perdía la mirada, en el nublado interior del espejo.
En su retina, a cámara lenta, volvían a moverse en vertical los pechos de Maribel, lo que le obligaba a abandonar la habitación, ya que nunca se atrevió a ensimismarse en presencia de la cama de sus padres.
No, muchas gracias, eso sí que no. Menuda responsabilidad. Menudo cargo de conciencia. Menudo trauma, a lo mejor, sin darse cuenta.
Del costurero de su madre sacaba, en cambio, un metro con el que se la medía a intervalos regulares.
A los dieciséis años sobrepasaba empalmado los doce centímetros y cuando jugó la fase previa del Campeonato de las Cajas de Ahorros Confederadas, a los veintidós, tocó su techo de quince centímetros de longitud (medidos por arriba) y seis centímetros de circunferencia.
En reposo, calculaba que estas magnitudes podrían dividirse hasta por 1,5, aunque no llegó a comprobarlo de forma fehaciente, porque si lo intentaba, se empalmaba.
Era sin querer: no podía evitarlo, por mucha fuerza que hiciera.