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Y o fingía la ira con el mismo celo con que sabía imitar la serenidad o la decencia, con la pericia en el detalle de quien falsifica un documento secundario, una firma, para obtener con mezquindad una ganancia irrelevante. Había aprendido que es posible volverse invulnerable actuando con una ficticia lealtad a los vaticinios de los otros: porque Luque había nombrado el caso Walter con una expresión de miedo en su mirada, convencido de que iba a provocar en mí un recuerdo doloroso, yo fingí cuidadosamente que su suposición era cierta, y así el miedo se fortaleció en él, y la certidumbre de que había fracasado. Pero nada de eso era verdad, nada sobrevivía en mí de mis vidas anteriores, ni el arrepentimiento, ni el orgullo, y hasta que llegué a Madrid y vi escrito el nombre de Rebeca Osorio en las novelas tiradas junto a la cama del almacén yo había estado creyendo que no era del todo cierto mi viaje y que el hombre a quien me habían dicho que matara no existía de verdad. Entre mi pensamiento y mis actos, entre mi imaginación y mi vida, hubo siempre hasta entonces, y desde no sabia cuándo, una película de asepsia que roturaba en torno mío el espacio sagrado de la soledad y la mentira. También fingía cuando estaba solo, y en mis juegos de sombras no intervenía la voluntad ni casi la conciencia, sino un hábito de simulación tan antiguo como el que me inducía a pensar y a tener sueños en inglés. De modo que durante la visita del torpe enviado, ese Luque, no había sentido verdadera rabia ni verdadera piedad, únicamente la irritación física de no estar solo en una habitación tan estrecha, una molestia intensa, pero de segundo orden, semejante a la de un picor en la piel.

Aún notaba como una ofensa el olor a plástico húmedo del anorak. Abrí del todo la ventana, que era alta y ojival como una capilla gótica. Sobre los tejados, alrededor de la cúpula de la catedral, los últimos copos de nieve se dispersaban en la oscuridad y en el viento. Pensé sin lástima en Luque, en su regreso cobarde al lugar donde lo estaban esperando, solo y muerto de frío y desengaño por las calles desiertas, la cabeza hundida entre las solapas del anorak, los ojos fijos en el suelo, en la nieve sucia que tal vez le calaba las botas de emigrado pobre, como los de hace un siglo, como los conspiradores barbudos de las litografías.

Miré el teléfono, que estaba en una repisa sobre la cabecera de la cama. Muy pronto volverían a llamarme, y entonces no dirían las mismas palabras y sería otro el tono de sus voces. Yo desconfío siempre del silencio y la inmovilidad de los teléfonos. Recordé mi casa como si la viese desde fuera, a esa misma hora de la noche, con los postigos cerrados y un globo de luz tras las cortinas de alguna habitación en el piso de arriba. Imaginaba el interior como uno de esos cuadros en los que la única claridad procede de una vela. Bastaría que yo descolgara el auricular y marcara una cifra para que en la inconcebible lejanía de la costa oscura de Inglaterra empezara a sonar otro teléfono, vinculando así dos lugares, dos noches del invierno, el escándalo de la tempestad del mar y el silencio de la nieve, dos conciencias en ese instante más ajenas entre sí que las de dos desconocidos que leen simultáneamente la misma noticia en el periódico y nunca se cruzarán ni se verán.

Cuando ellos me llamaban, yo me iba y regresaba sin explicación y algunas veces sin aviso, inventando mentiras razonables que habitualmente confirmaba el azar, dejando breves notas con instrucciones sobre la mesa del comedor o en el mostrador de la tienda. Luego traía, cuando regresaba, aparte de los libros adquiridos en algún anticuario, pequeños objetos de recuerdo y postales de ciudades que no eran las mismas en las que había estado. Por precaución nunca llamaba por teléfono, ni siquiera en los viajes que no eran clandestinos. Aquella noche, en el hotel de Florencia, tuve la tentación de llamar. Descolgué el teléfono, repetí mentalmente el número de mi casa. Después volví a posarlo con suavidad en la horquilla y la visión de un gabinete en penumbra se desvaneció ante mí como una palabra escrita en el vaho de un espejo.

Había dejado abierta la ventana, y otra vez tenía frío y un poco de fiebre. Entonces sí me acordé del caso Walter. Muchos años atrás yo había ido a España para ejecutar a un traidor. No muchos años, tal vez menos de veinte, pero todo el pasado estaba recluido aún en una lejanía unánime, no regida por el tiempo, como la de la adolescencia y la guerra. Yo conocía a Walter y estaba seguro de su culpa. Durante dos semanas lo perseguí por estaciones de ferrocarril y ciudades cuyos nombres se me olvidaron después. Una noche, en un arrabal, junto a un descampado de malezas, lo vi correr hacia el muro de una fábrica que tenía altas ventanas en cuadrícula con todos los cristales rotos. Ya no era un hombre, ni siquiera un culpable, era una mancha blanca que se movía y trepaba por el terraplén, un animal huyendo. Separé las piernas, levanté entre las dos manos la pistola e hice fuego. El eco multiplicó lejanamente los disparos, pero no se encendió ninguna luz en las ventanas de las casas próximas. Todavía no estaba muerto cuando me acerqué a él. Yacía de espaldas y tenía los ojos abiertos, y al respirar sangraba por la nariz y la boca. Intentaba desesperadamente hablar, pero lo ahogaba la sangre, y decía no con la cabeza, y arañaba la tierra con las dos manos, como asiéndose a ella para no morir. Siguió girando a un lado y a otro la cabeza hasta que le disparé por última vez, borrándole la cara.

Cerré la ventana y apagué las luces. No acertaba a recordar el apellido de Walter. Había dejado abiertos los postigos exteriores, y el brillo de la nieve sobre los tejados inundaba la habitación de una helada claridad como de plenilunio. Era posible que no usaran el teléfono, que vinieran directamente a buscarme. Mostrarían primero el estupor, la confianza herida, las apelaciones al pasado, y luego la firme coacción de las órdenes, la ira tranquila de los conjurados y los elegidos, como si todavía tuvieran un porvenir y mandaran ejércitos. Sin encender la luz, con ademanes de emboscado, busqué el sombrero, el abrigo y la llave y salí de la habitación. Por salones vacíos y corredores que no estaba seguro de haber cruzado antes, llegué al ascensor, que ahora -lo noté muy vagamente, y demasiado tarde- era un poco más grande y no estaba tapizado en rojo. No salí a la recepción cuando se abrió la puerta automática, sino a un sótano bajo cuyas arcadas me perdí respirando con dificultad un hálito oscuro de humedad y sumidero. Con una ligera y a la vez oprimente sensación de asfixia, de mal sueño todavía controlado, recorrí lugares que parecían pertenecer a un hotel de otra ciudad, más vacío y más grande. Subí a tientas una escalera de ladrillo, empujé una puerta, me aturdió de golpe la luz del vestíbulo.

El recepcionista me miró como a un aparecido. En mi conciencia, turbia por la extrañeza y la fatiga de un viaje tan largo -la soledad en los aeropuertos y en los hoteles tiene efectos narcóticos- todas las cosas sufrían veloces modificaciones menores, y eso también era un aviso que no supe atender cuando todavía estaba a tiempo. Visto desde otro ángulo, el vestíbulo del hotel no era exactamente como yo lo recordaba, y el recepcionista medía unos veinte centímetros menos que cuando lo vi por primera vez, porque ahora no estaba detrás del mostrador, donde sin duda había una tarima oculta. Me saludó con una rápida y efusiva abyección y siguió limpiando de colillas, con unas pinzas de depilar, la grava prensada de los maceteros. Igual que su tamaño, su dignidad había padecido en las últimas horas una reducción alarmante. Supuse que cuando se quitara el uniforme y saliera a la calle terminaría de convertirse en un enano. A veces yo tenía sueños así: hablaba con alguien que se iba encogiendo y que reía a carcajadas y era al final un ratón o una piedra, una criatura diminuta poseída por una dicha feroz que se alimentaba de escarnio.

En la calle el aire era más tibio que en el interior del hotel. Yo caminaba procurando orientarme por la cúpula de la catedral, volviéndome a veces, cuando escuchaba pasos, para comprobar que nadie me seguía. Cómplice de su ficción, igual que ellos de la mía, yo estaba seguro de que muy pronto empezarían a buscarme y actuaba como si estuviera huyendo, imitando antiguas astucias de fugitivos que casi siempre fueron apresados, normas tal vez aprendidas en las películas de gangsters, en manuales rusos traducidos a un patético español, la clase de libros que ese tipo, Luque, leería con severo recogimiento en sus cursos de comandos, no para aprender nada de sus páginas, sino para ingresar imaginariamente en la comunión de los héroes.

Al llegar a la plaza de la catedral me di cuenta de que ya me habían encontrado. El mismo automóvil que me trajo del aeropuerto estaba parado en la esquina de una calle lateral, sin luces, con el motor en marcha, con los cristales empañados. Decidí fingir que no lo había visto. Caminé en diagonal hacia la parte más oscura de la plaza, donde me ocultaría la sombra de la catedral. Ni el coche se movió ni sus puertas se abrieron. Me irritó deducir que alguien a quien yo no veía estaba siguiéndome a pie. Subí la escalinata, blanca de nieve no pisada, me detuve ante las figuras esculpidas en las puertas de bronce, inclinándome como para distinguir más de cerca un detalle. Entonces sí escuché algo, a mi izquierda, un crujido de pasos. Fui alejándome despacio en dirección contraria, hacia el campanario y el ábside. Al fondo, justo al pie de la cúpula, apareció una figura solitaria. El tamaño de la catedral y las dimensiones de la plaza la hacían parecer muy pequeña y lejana, como las que suelen verse en los grabados de ruinas antiguas. Hice un rápido ademán de volverme: como si frente a mí no hubiera un hombre, sino un espejo, la figura se movió en un sobresalto simultáneo, y luego adoptó una quietud simétrica a la mía, porque en lugar de retroceder yo me incliné para mirar el pie de una columna. Con las manos en los bolsillos de su anorak, Luque venía cautelosamente hacia mí, como quien se acerca a un animal y tiene miedo de espantarlo.

– Capitán -dijo, y en su voz había alivio y casi reverencia, pero también un leve tono de desquite-. Debe usted venir conmigo. El coche está esperándonos.

Me volví hacia donde él señalaba, haciendo como que veía por primera vez el automóvil. Me encogí de hombros, saqué los guantes y me los puse muy despacio. Mi complacencia en la lentitud desvaneció en seguida su firmeza. Extendiendo los dedos para ajustarme bien el cuero flexible de los guantes lo miré a los ojos. Veinticuatro o veinticinco años, calculé, veintiséis como máximo. Pensé con extrañeza que yo tendría más o menos su edad cuando maté a Walter.

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