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E ra una voz inesperada, persuasiva y silbante, con modulaciones de fría ternura, casi de dolida reprobación, una voz sin rostro emanada de la sombra y suspendida en ella como la brasa del cigarro, indeterminada y precisa, como las facciones que la llama del encendedor no llegó a alumbrar, y se parecía muy poco a la que yo escuché la tarde antes en el almacén, cuando estaba oculto tras la cortina y él le hablaba a la muchacha.

Tampoco ahora la reconocía, o no del todo, pero era sin duda una de las voces del pasado y resonaba en mi memoria como en una casa desierta, en el espacio del olvido que habitó siempre, y también allí mismo, en el Universal Cinema, una voz simultánea a la de Rebeca Osorio y a la de Walter, a las voces falsas y españolas de las películas dobladas. No había énfasis ni amenaza en ella, sino una extraña y ávida melancolía, como la de quien acepta una culpa y no se atreve a solicitar el perdón: una voz que murmura desde el otro lado de una celosía cobardes palabras de inocencia. Resistirse a su influjo era tan difícil como rehuir la mirada de un hipnotizador, y yo la oía imaginando con la claridad de un súbito recuerdo todas las cosas que esa voz no iba a contarme, la vida oculta de aquel hombre sin cara que seguía fumando delante de mí, su vocación y su largo destino de impostor, durante tantos años, tal vez desde que yo lo conocí, desde que se acostumbró a la misteriosa sensación de no ser el que los otros suponían que era y acaso a no reconocerse del todo en ninguna de sus identidades plurales, la del conspirador, la del héroe muerto, la del comisario de la policía política que a medianoche se eclipsaba sin dejar rastro para acudir a un club ambiguamente clandestino o refugiarse junto a una mujer que estaba loca en un cine clausurado hacía muchos años. Pero es él quien está loco, pensé mientras lo oía hablarme, y ha convertirlo este lugar en una visión de su locura, en una cripta del tiempo fortificada contra la realidad y la luz y el paso de los días: ése era su verdadero y único reino, su castillo de irás y no volverás y el santuario donde oficiaba para nadie el culto a los muertos y celebraba sacrificios.

«Ahora tendré que matarte, Darman», dijo con pesadumbre, con la condolencia de un médico que explica la necesidad de una amputación, «te mandé avisos, pero tú no me hiciste caso, te he dejado escapar una y otra vez y tú has preferido quedarte, como si no te dieras cuenta de que te he tenido en mis manos desde que llegaste ayer a Madrid. Ya no eres tan hábil como en los viejos tiempos, Darman, te ciega la soberbia y no tomas las precauciones necesarias, las que tú mismo me enseñabas cuando éramos jóvenes, ¿no te acuerdas? Te has vuelto más torpe, ya no sabes caminar sin que se oigan tus pasos y tardas demasiado en descubrir cosas evidentes. Se te ha olvidado quién eras, Darman, pero yo sí me acuerdo, me he pasado todos estos años pensando en ti, no había nadie que pudiera igualarte, nadie más que yo te engañó, pero pensaba que tarde o temprano lo averiguarías y que ibas a venir a buscarme. Te tenía miedo. No me fiaba de ti. Me enteré de dónde estabas y envié a alguien para que me contara cómo era tu vida. Yo mismo fui a Inglaterra para verte, Darman. Vi tu casa, te vi detrás del escaparate de tu tienda, sentado en un escritorio, anotando algo en un libro. Estuve a punto de entrar: me arrepentí cuando ya había sonado la campanilla al abrirse la puerta. No entré porque me dio miedo. Pero no te muevas, Darman. Tú no me ves, pero yo puedo verte a ti. Como aquel día, cuando no levantabas la cabeza del escritorio. Lo que más me extrañó fue que tuvieras el pelo gris. No te muevas, no quieras acercarte. Te estoy viendo, Darman. Veo hasta el brillo de tus ojos. Te estoy apuntando con una pistola. Es la tuya, la que te quité mientras dormías. Yo nunca llevo armas, nunca aprendí a manejarlas bien, ¿no te acuerdas? Mis ojos casi no me servían para ver la luz. Pero veían en la oscuridad y yo quise que no lo supiera nadie, nadie lo sabe más que tú. En cierto modo es un castigo, Darman, igual que el insomnio. Si uno ve en la oscuridad es muy difícil que pueda dormir. Tú apagas la lámpara de la mesa de noche y todas las cosas se borran automáticamente. Pero yo sigo viéndolas, Darman, con una luz que ni tú ni nadie conoce, como si la luna llena estuviera siempre delante de una ventana abierta. Todo muy pálido, Darman, un desierto blanco con estatuas y edificios de sal, eso es lo que veo ahora mismo. Pero de día es mucho peor, todas las caras como envueltas en humo, en una especie de polvo amarillo oscuro que me hiere los ojos. Yo nunca he vivido en el mismo mundo que tú porque sólo puedo ver con claridad cuando vosotros estáis ciegos, yo oigo lo que vosotros no podéis oír y sé lo que ignoráis. Yo oigo el pensamiento, Darman, reconozco el miedo de un hombre cuando entro en una celda con la luz apagada y lo veo que se mueve y que empieza a sospechar que ya no está solo. Se arrodillan, Darman, les da terror la oscuridad y me suplican que encienda una luz, no me hace falta amenazarlos para que dicten una confesión. Cierran los ojos, aprietan los párpados igual que tú los apretabas anoche, cuando entré en esa habitación donde estabas dormido y me hablabas en sueños, me hablabas a mí, aunque no me veías, aunque no sabías que yo estaba a tu lado, me decías algo sobre ese hombre, Andrade, pero no sabes nada sobre él, no sabes qué fácilmente se rindió y me juró que haría todo lo que yo le ordenara, y ni siquiera se dio cuenta de que si pudo escapar fue porque yo lo quise. No desconfió de mí: sólo empezó a recelar cuando supo que eras tú quien vendría y que no le enviaban a un mensajero sino a un ejecutor. Te conocen, Darman, han oído hablar de ti. Walter también te conocía. En aquel tiempo daba miedo sostener tu mirada. Ahora Rebeca ha perdido completamente la memoria y hace años que perdió la razón, pero lo último que siguió recordando fueron tus ojos, me lo decía en su delirio, que habías vuelto, que ibas a matar a Walter. No lo maté yo, Darman, fuiste tú. Yo lo habría dejado vivir porque entonces estaba enamorado de ella, pero tú no lo perdonaste, ni a él ni a nadie, no había nadie de quien tú no sospecharas, te habían enviado desde Inglaterra para matar a un hombre y tú no podías volver sin cumplir tu tarea, por eso te elegían siempre a ti. No mirabas a las mujeres. Me acuerdo de que ni siquiera bebías. Te encerrabas en tu habitación para afilar el cuchillo con una tira de cuero que atabas a los barrotes de la cama…»

Lo interrumpí como si debiera angustiosamente defenderme de una acusación judicial. «Tú inventaste las pruebas contra él», le dije, «yo lo maté porque tú lo habías condenado». Pero hablar en la oscuridad era como estar ya muerto y acordarse de los vivos repitiendo en el simulacro de la conversación palabras antiguas y perdidas, nombres lejanos de fantasmas que no existían en el mundo. La brasa roja se avivó frente a mí: lo oí chupar avariciosamente la colilla. Cuando buscara otro cigarrillo yo tendría durante unos segundos la oportunidad de arrojarme sobre él. Pero me quedé quieto, esperando que surgiera de nuevo la llama del encendedor, que su rápida claridad alumbrara ese rostro. Pensé que no era Valdivia, que iba a matarme y yo no me movería. Vería el fulgor del disparo y cuando sonara la detonación yo ya estaría muerto: aún no lo estaba, porque la voz seguía hablándome.

«Pero yo la salvé a ella, Darman. La salvé a ella y a la niña, a la hija de Walter. Cuando él murió Rebeca Osorio estaba embarazada y quería matarse. Me las llevé de Madrid, las escondí conmigo, pero ella no me hablaba y nunca me miró, ni me dejaba tocarla, me pasé años vigilándola para que no se matara y todas las noches me acercaba a la puerta de su dormitorio y la oía cerrarla con llave. La vi volverse loca, Darman, la vi envejecer como si cada día y cada hora pasaran años enteros de su vida y perder la memoria, y cuando se marchó pensé que había sufrido un ataque de amnesia, pero era odio, Darman, el odio la había envenenado, le corrompió la razón y le contagió esa enfermedad del olvido. Estuve siete años buscándolas, y cuando la encontré a ella sola en un manicomio no se acordaba de su nombre ni de que tenía una hija, vino conmigo porque no sabía quién era yo. No quiero que lo recuerde nunca, Darman, no quiero que se mire en ningún espejo, ya la he perdido a ella pero he encontrado a su hija y no voy a dejar que también se me vaya ni que sepa quién soy, no permitiré que me la quite nadie. Ese Andrade lo intentó, pero yo vigilaba, Darman, siempre estoy vigilando, aunque ya no será necesario, porque se va a quedar aquí, si yo la he inventado nadie más que yo tiene derecho a mirarla, pero no te muevas, Darman, te he dicho que no vengas hacia mí, te estoy viendo, veo tu cara y tus ojos, te estoy apuntando con tu pistola, escucha, le he quitado el seguro, te voy a disparar…»

Había dado la última chupada a su cigarrillo y cuando la lumbre se extinguió yo me levanté dispuesto a saltar sobre él con un ebrio impulso de agresión y suicidio, oyéndolo todavía decirme que no me moviera, pero de pronto su voz ya no me hipnotizaba ni tenía miedo de sus ojos ni de la oscuridad. También él se había levantado y retrocedía, lo notaba en la hueca vibración de las tablas bajo mis pies, y al echarse hacia atrás alzaba la pistola, demasiado pesada para sostenerla con una sola mano: así lo vi cuando la luz de la linterna estalló como un relámpago contra su cara. Se tapó los ojos con las manos, sin soltar la pistola, pero la luz seguía fija en él y se tambaleaba y hacía gestos extraños moviendo la cabeza, como si huyera de un hierro candente que ya estaba quemándolo. Arriba, en las últimas gradas, más alta que nosotros, la muchacha pálida y desnuda mantenía inmóvil la linterna y su círculo de incandescencia trazaba una fría y blanca línea de luz que iba a romperse en la cara de Valdivia, y siguió persiguiéndolo cuando cayó hacia atrás como empujado por ella. Rodó sobre los escalones, gordo y torpe, desconocido, ciego, levantándose para retroceder otra vez mientras ella descendía lentamente y no dejaba de enfocar la linterna en sus ojos, la luz cada vez más cercana y más poderosa contra la que manoteaba como si se defendiera de una nube de pájaros. Había perdido la pistola y tenía rotas las gafas, y sus párpados se estremecían como crudas membranas sin pestañas. «La pistola», dijo a mi lado la muchacha, «está ahí, mátalo». Alumbró rápidamente el suelo para que yo la viera y cuando la tuve en mis manos levantó de nuevo la linterna hacia él, envolviéndolo como en una cegadora cápsula de cristal. Se había arrancado en silencio el esparadrapo de los ojos, se había deslizado por las gradas sin que él la viera hasta que estuvo segura de que cuando encendiera la linterna le acertaría en la cara, arrastrándose con sigilo sobre su vientre desnudo, mientras él seguía hablándome y olvidaba su presencia, rozando con el dedo índice el interruptor como quien amartilla cautelosamente un revólver y sabe que no tendrá más oportunidad de sobrevivir que la de un solo disparo. «Mátalo», me dijo, pero yo sentía en mis manos el peso de la pistola y lo miraba a él sin apretar el gatillo, sin reconocer en aquella cara trémula y reblandecida y lívida las facciones de Valdivia ni las que mi imaginación atribuía al comisario Ugarte. No parecía tener ojos, sino dos cicatrices recosidas en los párpados, y su boca grande y abierta se movía repitiendo mi nombre mientras gateaba hacia las gradas más bajas hostigado por la luz y cruzaba ante ella sus dedos extendidos como en actitud de vade retro.

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