«No puede vernos», le dije, «se ha apagado la luz». «Tenía una linterna», murmuró ella a mi lado, «búscala, enciéndela en sus ojos», y se apartó de mí y noté que palpaba el suelo con las dos manos, arrodillada sobre la madera que crujía. Ahora yo estaba tan ciego como ella y tenía miedo de que se alejara de mí y de no poder ya tocarla ni oírla, pero su respiración y su voz me guiaban en aquel espacio de sombra absoluta que se dilataba a cada instante a nuestro alrededor, como si crecieran inconcebiblemente las dimensiones del cine y las gradas se inclinaran despacio y fueran basculando para arrojarnos al vacío, volcándose igual que la cubierta de un barco cuyos últimos pasajeros resbalan sobre la madera bruñida y no logran asirse a una cuerda o a una barandilla que los salven del naufragio y del vértigo. «Se le cayó la linterna», repetía ella, «tiene que estar por aquí». La linterna que había usado para deslumbrarla a ella en el almacén, recordé, la que encendía ante los ojos de los detenidos para que no pudieran ver su cara, grande y pesada como un arma, tan inmisericorde como la escopeta de caza que él no necesitó manejar para que Andrade muriera. Extendí las manos y no encontré el cuerpo de la muchacha, y al ponerme en pie para avanzar hacia donde la oía jadear y moverse tropecé con una tabla mal clavada y caí sintiendo que me tragaba la oscuridad y que iba a partirme la nuca contra el suelo lejanísimo del patio de butacas.
Me quedé inmóvil dos o tres gradas más abajo. Pero ya no la oía, ya no podía calcular dónde estaba. Dije su nombre y ella no me contestó. Me arrastré al filo del escalón de madera como si me deslizara con los ojos vendados por la cornisa más alta de un edificio. Tenía que oírla, era imposible que ya no estuviera muy cerca de mí, pero sólo escuchaba el latido de mi sangre y mi respiración y el roce lento de mi cuerpo, y el silencio agregaba a las tinieblas una sólida aspereza de muro. No puedo ver, pensaba, no puedo oír, muy pronto no podré moverme, atrapado por una densa sugestión de parálisis, como quien sabe que se ahoga o que se está congelando, pero era preciso que mi voluntad todavía no se rindiera, y me incorporé y cerré la boca para acallar el ruido de mi aliento. Entonces oí otra respiración y no era la de ella. Muy oscura y muy suave, un poco entrecortada y a la vez muy tranquila, como la de un gran animal que duerme. Me volví queriendo averiguar de dónde procedía y se detuvo. Tenía que fingir que no la había oído, no girar siquiera la cabeza.
«Te está mirando», me había dicho ella: tal vez también era capaz de oír el desplazamiento de una mano en el aire, y el aleteo de unos párpados y el ritmo de un corazón acrecentado por el miedo y hasta el rumor de las hebras de tabaco y del papel quemándose en un cigarrillo. Eso fue lo que vi al levantar la cabeza, una brasa quieta y rojiza en el vacío que se amortiguaba y revivía con el parpadeo de un ojo de reptil.
Estaba arriba, muy alta, sobre las últimas gradas, y comenzó a moverse imperceptiblemente cuando yo me moví, una pupila roja y sola en la oscuridad, una respiración susurrada y caliente y el volumen de un cuerpo que mis sentidos percibían con una clarividencia no exactamente humana, con un instinto arcaico de merodeo y acecho, ascendiendo con ademanes felinos sobre los quebrados ángulos de las gradas, buscando su cercanía como la de una presa apetecida y temible. Pero él se iba alejando de mí tan lentamente como yo me aproximaba, no hacia arriba, hacia la derecha, tal vez hacia la puerta de salida, y yo tenía que alcanzarlo antes de que se apagara la luz de pronto muy tenue de su cigarrillo, si me adelantaba a él le cortaría la huida, aunque era inútil, era él quien quería engañarme, quien estaba asediándome, bastaría que dejara de fumar para que yo volviera a perderlo igual que había perdido a la muchacha en aquel mar de sombra, pero seguía fumando con el único propósito de que yo supiera dónde estaba, infinitamente lejos y a unos pasos de mí, al otro lado de un abismo, el que separaba su omnipotencia y mi fracaso, su potestad de ver y mi ceguera, la lucidez de su conciencia y la confusión de la mía, empantanada en el error durante tantos años, intoxicada por todas las mentiras que él inventó para que nadie pudiera averiguar su identidad de traidor, su saña de carcoma que lo pudría todo y propagaba la sospecha y la muerte.
Seguí subiendo hacia él y oí sus pasos tranquilos y los cavernosos estertores del aire en sus bronquios. Vi la breve estela roja de la colilla que caía apagándose como si se hundiera en el agua. Tal vez había decidido concluir la tregua: podía matarme, si de verdad me estaba viendo, podía escapar y desvanecerse en su reino de sombra tan impunemente como se me había aparecido y cerrar desde fuera los túneles que llevaban a las alcantarillas y dejarme encerrado como en un sepulcro tras las ventanas y las puertas tapiadas del Universal Cinema. Grité y tenía tanto miedo que no me di cuenta de que era su nombre lo que estaba gritando. Pero me pareció, como en los sueños, que mi voz no rompía el silencio, que me levantaba y ascendía y que mi cuerpo no se había movido, atado a la oscuridad y oprimido por ella, agitándose entre una carnosa vegetación de tentáculos que se me enredaban sigilosamente a la cintura y al cuello y me mantenían atado contra el suelo. El chasquido de un encendedor me hizo volverme: no había sonado por encima de mí, sino a mi misma altura, aunque un poco más lejos de lo que calculaba. La llama ardió fugazmente iluminando los cristales de unas gafas. Se había sentado y me habló con la voz de quien se detiene a fumar reposadamente un cigarrillo. «Darman», me dijo, «yo quería que te fueras, yo no quería que vinieras aquí».