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A ún guardaba la pistola en el bolsillo de la gabardina, y su peso, como el influjo de un imán, me mantenía vinculado a la existencia de Andrade haciéndome continuar involuntariamente su persecución. Me había ido del almacén para no seguir ya buscándolo, había renunciado, para abreviar toda dilación, a recobrar en la consigna mi bolsa de viaje, pero antes de subir al taxi me olvidé de deshacerme de la pistola, y ese descuido, que ni siquiera obedecía a una precaución, ahora me parecía secretamente irreparable, uno de esos pormenores del azar que nadie advierte y que contienen el destino como una pequeña ampolla de vidrio esconde una sustancia letal. Pensé pedirle al taxista que se detuviera, pero no dije nada, y la pistola y la fotografía y el pasaporte falso de Andrade seguían viajando conmigo por Madrid.

Percibía las cosas detrás del velo de la extrañeza y de la fiebre, al otro lado de las luces de la ciudad y casi del tiempo, como si todo hubiera ya sucedido y no me quedara otra posible actitud que obedecer y recordar. Tal vez a él, a Andrade, le ocurría lo mismo, y por eso se había marchado del almacén unos minutos antes de que yo llegara, no para huir o para seguir mintiendo, sino para que las horas de la noche siguieran un curso previamente trazado, el de mi búsqueda, el de su soledad sin porvenir. Viendo a hombres solos que iban por las aceras con viejas chaquetas de cuello levantado y se paraban bajo las farolas a escarbar en los cubos de basura imaginé que una cualquiera de aquellas sombras podía ser Andrade. Caminaría así durante horas, perdido, despojado de todo, juntando con la mano cerrada las solapas bajo la barbilla para defenderse del frío, temiendo que un hombre de paisano o un automóvil sin identificación se le acercaran: y no dejaría nunca de caminar para ser un poco menos sospechoso, sin documentación, acaso sin dinero, con la cara sin afeitar, con su apariencia intacta de inmolación y rectitud, la misma de la foto, la que seguiría teniendo cuando estuviera muerto.

Pero lo que yo no sabía era de quién estaba huyendo, si de la policía o de mí, y era preciso que lo averiguara, no por ellos, los que esperaban en Italia una llamada de teléfono que les diera cuenta de la ejecución con palabras cifradas, sino por mí mismo, por un acuciante deseo de restitución y de piedad, restitución de algo que todavía ignoraba, piedad hacia alguien que no sabía quién era, tal vez el hombre débil y solo de la fotografía, o el traidor arrepentido de su deslealtad que había escapado cuando estaba a punto de consumarla, o el sereno impostor que eludía con igual eficacia a todos sus perseguidores y que pudo haberme visto cuando llegué al almacén y estar vigilándome ahora mismo desde otro taxi, desde uno cualquiera de los automóviles cuyos faros veía yo por la ventanilla trasera hendiendo la noche y las avenidas de la ciudad como un río de luces.

Aturdido por tantas horas de soledad y de viaje, yo ni siquiera sabía ya si aún buscaba a Andrade ni qué haría si llegaba a encontrarlo, porque era otro nombre tan falso como el suyo el que ahora repetía silenciosamente mi conciencia, Rebeca, Rebeca Osorio, inventora de novelas y de mentiras que ella había preferido siempre y sin remordimiento a la verdad. En las novelas que escribió durante algunos años, como en el nombre que usaba para firmarlas, había un ensañamiento en la inverosimilitud y la parodia que yo creía copiado de los melodramas del cine y que ella atribuía al azar diario de la vida. Cada semana publicaba una novela de intrigas góticas y amores fulminantes. Las concluía en dos o tres tardes, a máquina, y no volvía a leer nunca las páginas que llevaba escritas, para no morirse de vergüenza o de risa. En cualquier ciudad, en los puestos de periódicos, en los quioscos de las estaciones, unos pocos conjurados compraban las novelas de Rebeca Osorio y encontraban ocultas en sus peripecias las consignas que de otro modo no habrían podido recibir: un nombre en clave, la dirección de un lugar seguro, la fecha y la hora de la cita con un mensajero. Cuando volví a Madrid por primera vez después de la guerra, yo compré al bajarme del tren una novela de Rebeca Osorio que se llamaba Corazón encadenado. En uno de sus capítulos, un joven y frío millonario, Ricardo de Leyva, recorre ciertas calles de los barrios del sur buscando a una costurera a la que ha resuelto seducir, y de la que terminará enamorándose. Con la novela en la mano, línea a línea, yo repetí sus pasos, encontré el cine al que él iba para buscar a la muchacha, compré una entrada de la última función. No había casi nadie en la sala y pude ocupar sin dificultad el asiento designado en la novela: en la esquina del fondo, a la izquierda, junto a la luz roja de la salida de emergencia. El cine tenía una vasta decrepitud de terciopelos y falsos oros maltratados por un abandono tal vez anterior a los años de la guerra. La luz de los globos amarillos que pendían del techo tintaba el aire de un turbio resplandor como de lámparas de aceite. El protagonista de la novela sólo permanecía durante media hora en el cine, devorado, todavía me acuerdo de las palabras exactas, por una impaciencia febril. Si al cabo de media hora nadie se sentaba a mi lado yo debía marcharme y regresar al día siguiente. Vi las imágenes grises de un vago noticiario, se encendieron las luces, algún espectador me miró con ese recelo de los cines poco frecuentados, y cuando volvió la oscuridad y sonó la música que preludiaba la película ya habían pasado más de veinte minutos. En la novela, cuando Ricardo de Leyva se disponía a marcharse, una mujer se sentaba a su lado en la penumbra y le rozaba débilmente la mano. Para distraer los minutos últimos de una espera que ya sospechaba inútil miré sin atención la pantalla. Me sorprendió la rotunda voz española de Clark Gable. Alguien cruzó la cortina roja de la salida de emergencia y se acercó a mí, una mujer con una blusa blanca que llevaba un libro en la mano. No me volví para mirarla cuando se sentó a mi lado.

– ¿Le ha gustado la novela? -me dijo, tocándome la mano.

– No la he terminado todavía.

– Mejor así. No la termine.

– ¿Es mala?

– Usted sabrá.

– No entiendo de libros. ¿La ha leído usted?

– La he escrito. No me pida que también la lea.

Entonces me volví hacia ella. Yo nunca había conocido a nadie que escribiera libros. La vi de perfil, porque me hablaba sin mirarme, atenta a la pantalla, rozándome la mano con sus dedos fríos. Su cara tenía la misma palidez que las imágenes del cine, la misma consistencia tenue de breves claridades y fugaces penumbras. Yo no estaba acostumbrado a oír hablar en español: desde el principio su voz tuvo una ironía cálida, una tibia y objetiva ternura que me procuraba, como el tacto delicado y casi imaginario de las yemas de sus dedos, una excitación que en aquel tiempo yo sólo supe atribuir a la tensión nerviosa de cualquier cita clandestina. Era igual que llegar a París antes del verano de 1944 y encontrarse a media mañana con alguien en una cervecería de los bulevares, sonriendo, mirando de soslayo en busca de uniformes grises o de testigos casuales. Era más difícil aún, porque yo estaba en Madrid por primera vez desde los tiempos en que sonaban de noche las sirenas de alarma y los motores de los aviones enemigos, cuando vestía un uniforme de oficial y no sonreía nunca para que nadie pudiera atribuirme la afrenta impúdica de una excesiva juventud, para ser respetado por los hombres que me obedecían y también por aquellos a los que interrogaba tal vez en las mismas oficinas donde unos pocos años más tarde serían interrogados los héroes y los traidores del linaje de Walter.

Con una novela doblada en el bolsillo de la gabardina yo había cruzado las calles de Madrid para encontrarme con Rebeca Osorio. Ahora, media vida después, viajaba en un taxi hacia un club nocturno y no sabía lo que estaba buscando ni reconocía las calles por las que pasaba, pero escondía en el bolsillo, igual que entonces, una pistola y una novela barata, y el pasado restablecía lentamente su poderío sobre mí, enajenándome de mi propia vida, la real, la que me esperaba en Inglaterra. No era exactamente nostalgia lo que sentía al acordarme de mi casa y de los lomos de cuero de los libros ordenados en los anaqueles umbríos de la tienda, del olor a tinta y a papel antiguo que notaba al abrir sobre el mostrador una carpeta de grabados. Era más bien la dolorosa certeza de una necesidad inaplazable y sin embargo postergada minuto a minuto, y seguía en el taxi camino de la boîte Tabú sin decirle al conductor que me llevara al aeropuerto, sin albedrío ni coraje, como un enfermo inmóvil en la cama que siente la crecida del dolor y ve sobre la mesa de noche la medicina que podría mitigarlo y no tiene voluntad para extender la mano hacia ella ni voz para llamar a alguien que le ayude a tomarla.

En cualquier caso, ya no tenía tiempo de volver: el taxi se había detenido ante un portal hoscamente cerrado por una cortina metálica. «No se preocupe», me dijo el conductor. «Si tiene entrada le abrirán.» Me dio el cambio mirándome con la misma sonrisa de complicidad insultante que cuando me oyó nombrar la boîte Tabú. Me quedé solo en la acera, ante la cortina metálica, con una cierta aprensión de turista estafado. El mezquino letrero azul que había junto a la puerta no estaba encendido, y la calle era empinada y estrecha, con edificios de ladrillo y pequeñas tiendas de comestibles que tenían postigos de madera. Había un olor difuminado y rancio a cañería y almacén, a portal húmedo, a casa de huéspedes para viajeros pobres, como en las calles próximas a las estaciones de ferrocarril. Pero yo no supe calcular en qué parte de la ciudad me encontraba. El anuncio pintado sobre azulejos de una peluquería me pareció familiar, pero también remoto, un hombre con el pelo reluciente de gomina y un gran paño blanco bajo la barbilla que sonreía como Carlos Gardel. Salón Montecarlo. Peluquería moderna. Casa fundada en 1926.

Di unos golpes en la puerta de metal ondulado. Se abrió una mirilla a la altura de mis ojos. En seguida reconocí la cara que había al otro lado, la boca grande y roja del hombre a quien alumbró la linterna en el almacén. Me dijo que ya estaba cerrado. Le mostré la invitación azul. Sonrió con una expresión muy parecida a la del taxista y cerró la mirilla. Oí unas palabras en voz baja y luego un ruido de resortes que se deslizaban con rapidez y sigilo. Una puerta muy estrecha se abrió en la cortina metálica. El hombre era pequeño y caminaba ligeramente torcido, como si cojeara. En el vestíbulo, iluminado por una luz violeta, había fotos de mujeres con peinados altos y pestañas postizas. Recordé la sensación de entrar en un club nocturno de Londres viniendo desde las calles sumidas en la oscuridad por una alarma antiaérea. En un instante lo cegaba a uno la luz y lo aturdían la música y el humo. Aquí la música sonaba todavía lejana. Por un sofocante pasadizo de espejos y colgaduras púrpura llegué a una sala en penumbra donde un vaho de perfumes enrarecía el aire. Oí un piano y una espesa voz femenina que cantaba un bolero, pero al principio no pude ver el escenario, porque me lo ocultaba una columna forrada de terciopelo. Moviéndose con dificultad entre las sombras perfiladas por claridades rojizas el hombre de la espalda torcida me guió hasta una mesa. Vi la mancha blanca de su mano extendida ante mí y le entregué unas monedas. La sonrisa se agrandó en su boca como la desgarradura de una herida. «Tómese una copa», me dijo, tan cerca de mi cara que casi me rozaban sus labios. «No falta ni media hora para que empiece el número fuerte. Es la primera vez que viene, ¿sí? Pruebe un polinesian. Único en Madrid. Especialidad de la casa…»

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