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Pero la linterna seguía acercándose a él, y cuando ya no pudo retroceder más se aplastó contra la frágil barandilla que lo separaba del vacío, de espaldas a la sombra donde iba a perderse el círculo de claridad que la muchacha blandía sobre él como si quisiera golpearlo con una antorcha. La barandilla osciló empujada por el peso de su cuerpo, y él abrió un momento los ojos con la alarma instintiva del vértigo: sólo entonces, cuando vi sus pupilas incoloras y húmedas, supe con la hiriente plenitud de una certeza lo que en el fondo de mí mismo me había negado a aceptar: que ese hombre, el comisario Ugarte, Beltenebros, no había usurpado la identidad de alguien a quien yo conocí y que estaba muerto, porque yo podía haber olvidado su cara o su voz, pero no la mirada que casi siempre escondía Valdivia al otro lado de las gafas. «Darman», me dijo, «dile que apague esa linterna», y luego casi gritó, «mátame, Darman», agitando las manos contra la luz, doblándose hacia atrás sobre la barandilla. Oí un crujido de madera y de hierro, un largo estrépito de derrumbe que me paralizó como si la pistola hubiera estallado entre mis manos. Pero no era cierto, yo no había disparado, no sentía la mordedura del retroceso ni el olor de la pólvora, yo había permanecido inmóvil mientras la oscuridad se abría a sus espaldas y él caía como desmoronándose con una lentitud irreal, mirándome por ultima vez desde los precipicios del Universal Cinema, desde la orilla de un gran foso de sombra que ni siquiera la fosforescencia de sus ojos nocturnos podría ya traspasar.

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