E stábamos parados el uno enfrente del otro y parecía que hubiera entre los dos un precipicio de soledad y distancia y que el azul de sus ojos fuera la luz de un país que yo no alcanzaría nunca. Llevaba un chal sobre los hombros, y cuando se lo quitó fue como si su talle brotara de la amplia falda circular como de una corola. No había palidez en su piel, sino una exaltada blancura que se volvía más hipnotizadora por el contraste con el color negro del vestido. No era esa piel casi albina y rosada de las mujeres de los países fríos: deslumbraba en ella la sugestión inmediata de la cercanía de un cuerpo cuya desnudez era anunciada por su blancura como un firme vaticinio de perdición. Yo la miraba frente a mí, la piel blanca, los pómulos rosados, el pelo tan negro como la tela del vestido, la claridad marina y celeste de los ojos, el tono un poco más oscuro de los párpados, que daba a su cara una severa convicción de dolor. Yo sabía que la estaba mirando de una manera desconocida y prohibida, queriendo aprenderme no sólo la forma exterior de su rostro y la línea que descendía desde el cuello y las desnudas clavículas hasta el filo horizontal del escote, sino también la tensión y el latido de la piel en los huesos y el interior de las pupilas y el desamparo y el orgullo de su alma. Así se vestían y miraban las heroínas de las novelas de Rebeca Osorio, pero ella era demasiado joven para que la imitación fuese exacta. Lo comprendí todo al verla sonreír: mientras ella me hacía beber para narcotizarme Andrade estaba esperándola abajo, junto al portal de aquella casa, dando vueltas para liberarse del frío y mirando a veces hacia la ventana iluminada, como un guardián o un amante celoso.
– Se ha ido -dijo-. Esta mañana. Ni usted ni nadie puede hacerle ya nada.
Dejó el bolso y el chal encima de la cama con la determinación de quien se dispone a cumplir una tarea breve y enojosa y siguió mirándome con los brazos cruzados. Ahora no la deseaba. La tenía al alcance de mi mano y era como una figura sin volumen, aparecida en un espejo. Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Pensé que su boca sabría a nicotina y a carmín. Permanecí de pie, sin decirle nada, queriendo contener la palpitación de la sangre en mis sienes. Me daba miedo que siguiera desnudándose, ajena a mí, indiferente, como si hubiera vuelto sola a su casa después de caminar mucho y deseara dormir. Se había quitado los zapatos y balanceaba los pies, flexionando los dedos, extendiéndolos para mirarse las uñas, que estaban pintadas de rojo, como las de las manos. Se subió la falda casi hasta la cintura y empezó a desabrocharse las medias. De pronto se detuvo y pareció que recordaba algo. De mi conciencia habían desaparecido las preguntas que pensaba hacerle. Yo sólo la miraba, todavía de pie, tan invisible como cuando estaba oculto en el almacén y la oía respirar, tan escondido.
– Tiene que pagarme -dijo-. Primero tiene que pagar.
Busqué el dinero y separé al azar un puñado de billetes, haciéndole ver que renunciaba a contarlos. Había en nuestros actos una sórdida lentitud que los dos acatábamos. Sin rozarla siquiera, como un cliente educado y cobarde, me senté a su lado y dejé el dinero en la mesa de noche, bajo la lámpara encendida. No lo miró. Pero yo ya conocía esa expresión de orgullo parecido a la ausencia.
– Aunque quiera mentirme no puede -le dije-. Yo sé que es su hija.
– La hija de quién -era como si ignorara hasta la entonación de las preguntas, no sólo el hábito o la necesidad de hacerlas.
– De Rebeca Osorio -me volví con un rápido ademán para mirarla a los ojos, pero en sus pupilas no había nada, ni piedad, ni desprecio-. Mira como ella. Cuando no quiere hablar cierra los labios como ella.
– Todavía no me ha pagado.
No le bastaba con pedirme el dinero: quería que se lo pusiera en las manos, que no quedara duda alguna sobre la razón de su presencia. Doblé los billetes y se los ofrecí. Antes de tomarlos su mano derecha hizo un leve movimiento retráctil.
– Cuéntelo -le dije-. Le daré más si quiere.
– ¿Paga siempre a las mujeres?
– No a todas -el humo del cigarrillo le cruzaba la cara-. No siempre.
– Usted tiene demasiado dinero -guardó los billetes en el bolso y lo cerró con un golpe seco-. Yo no sé lo que hace Andrade ni por qué ha tenido que huir, Pero usted se viste demasiado bien para ser amigo suyo. En cuanto lo vi ayer me di cuenta. Él nunca podría pagar una habitación como ésta.
– Pudo pagarla a usted -dije, con una ciega voluntad de insultarla. Pero nada que yo hiciera o dijera la vulneraría nunca.
– Era yo quien pagaba -dijo, con soberbia y desdén, erguida sobre la cama, retrocediendo, como si temiera que yo fuese a avanzar hacia ella, impúdicamente retadora y vulgar, como una música de tango-. Yo se lo compraba todo. Las mejores camisas. Ese traje que llevaba cuando lo detuvieron. Yo le daba dinero para que pagara en los hoteles. Él no entiende de nada, no sabe lo que valen las cosas. Parece que hubiera venido de otro mundo.
– Ha venido de otro mundo -me acordé de aquella fotografía en el mar Negro, del bañador de plástico-. Y ahora ha vuelto a él. ¿Sabe por qué no le pidió que se marcharan juntos?
Dobló la almohada. Apoyó en ella la cabeza y se tendió del todo, quitándose las medias. Cuando empezó a desabrocharse el vestido le sujeté las manos.
– Todavía no -le dije, tan cerca que notaba el olor de su piel-. Quiero hablar con usted.
– No me ha pagado para hablar.
– Usted qué sabe.
– Claro que lo sé -ahora estaba burlándose-. Es como ese comisario. Le gusta mirar y tocar pero no hace nada. No puede. A lo mejor le da miedo de mí.
Le solté las manos y me aparté de ella. No se movió: fumaba sin quitarse el cigarrillo de los labios, inhalando el humo con los ojos entornados, como las mujeres canallas del cine, imitándolas. Me estaba comparando con su recuerdo de Andrade, con su dura y desconsolada presencia, que tal vez ya no recobraría. Pero yo no era mucho peor que él, sólo algunos años más viejo y más desengañado, y mi lejanía de ella no podía ser más insalvable que la que hubo entre los dos cuando se conocieron, y también ahora mismo, porque era muy probable que no volvieran a verse y que sucumbieran despacio, cada uno en un extremo de Europa, en dos vidas de similitud imposible, a la segura tentación de olvidar. Sin duda su último encuentro ya estuvo contaminado de distancia futura: me pregunté si cuando se reunieron al amanecer después de dejarme atrapado en un sueño de narcóticos, les quedó tiempo para compartir unas horas en alguna habitación de hotel, desesperados, sabiendo que toda caricia y toda mirada eran ya los atributos finales de la despedida.
– ¿Ha ido con él al aeropuerto esta mañana? -le dije-. ¿Le ha prometido que volverá?
– Sé que no va a volver -lo dijo con una naturalidad ausente, como si no le importara, como si hubiera contado siempre con la certeza de perderlo. Pero él tampoco volvería a su primera vida, a la mujer y a la niña triste de la foto. Tal vez aprendió en una cualquiera de sus noches en Madrid que se estaba convirtiendo no en un traidor ni en un adúltero, sino en un proscrito sin remedio. Hacia dónde viajaría ahora mismo, pensando en esa mujer que yo tenía inútilmente ante mí, con cuánto miedo y dolor imaginaria el resto de su vida sin ella, sin nada de lo que había poseído y deseado hasta entonces.
– Vamos -dijo la muchacha-, acérquese. Tengo que irme pronto.
– No hay prisa. Le pagaré más. ¿Se ha llevado él mi pistola?
– Yo no se la quité.
– No me siga mintiendo. Cuando me desperté la pistola no estaba. Usted me la quitó.
– Pensé hacerlo. Pero yo sólo quería el pasaporte y el dinero.
En aquella cara, en sus ojos, la mentira y la verdad eran expresiones iguales. Si lo que decía era cierto yo no podría averiguarlo. A qué seguir interrogándola entonces, si me estaba negada la posibilidad de saber. Sería más razonable que la dejara irse, que me volviera de espaldas para no ver cómo se vestía de nuevo, cómo tomaba el bolso y se ponía el chal sobre los hombros y cerraba la puerta. Miraría otra vez hacia la cama sin encontrar más pruebas de su presencia que una colilla manchada de rojo en el cenicero. Pero yo no me rendía, a pesar de mí mismo, no lograba apaciguar ni la tensa excitación de mirarla ni la necesidad de preguntarle quién era y qué había sido de Rebeca Osorio, si vivía aún, si quedaba de ella algo más que la luz de sus ojos sobrevivida en la cara de otra.
– Yo conocí a su madre -dije-. Hace años, cuando usted no había nacido.
No respondió: me pareció que estaba hablándole de una edad muy lejana. Pensé con extrañeza que lo que yo recordaba era para ella un tiempo que no existió, el mundo falso de la memoria de otros. Pero me di cuenta de algo, una sospecha que debió inquietarme antes y que sólo ahora mi conciencia aceptaba: tal vez cuando yo la conocí Rebeca Osorio ya estaba embarazada. Así el pasado y el presente se unían como dos lugares distantes comunicados por un túnel y era más poderoso y amargo el sentimiento de la profanación, el de la antigua culpa. Aún duraban la muerte de Walter y la soledad y el desarraigo de la mujer que amó. Pero yo tenía que saber, era preciso que siguiera preguntando, aunque me condenara.
– ¿Vive todavía? -dije-. ¿Volvió a Madrid?
– Me abandonó -contestó con odio-. No sé nada de ella.
– ¿Le hablaba de su padre?
– Nunca. Vivía con otro.
– ¿Es verdad que se fue a México?
– ¿Quién le ha dicho eso? -me miraba como si mis preguntas sólo merecieran desdén-. Vivíamos fuera de Madrid, no me acuerdo dónde, en un sitio pequeño. Él se iba y volvía, pero nosotras no salíamos de aquella casa. Nunca se hablaban. Se sentaban en la mesa y comían mirándose, como si se vigilaran. Yo tenía cinco o seis años, pero me acuerdo bien de como se miraban. Luego mi madre se encerraba en una habitación y ponía la radio muy alta. Yo la llamaba y no me abría. La llamaba porque tenía miedo de quedarme sola con él.
– ¿Se encerraba a escribir?
– ¿Cómo lo sabe?
– No importa. ¿Creía usted que él era su padre?
– Yo no creía nada -se detuvo para encender un cigarrillo. Tragaba el humo y lo expulsaba como buscando el desvanecimiento del opio, como quien bebe con la premura de la desesperación. Sucedía en ella algo que yo no había presenciado hasta entonces y que daba a sus pupilas una sombría densidad, como la que adquiere el mar en los primeros días del invierno.