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U n pequeño vestíbulo, un pasillo desnudo sobre el que colgaba el cable retorcido de una sucia bombilla, un estricto comedor con un sofá de patas metálicas y una mesa y cuatro sillas de material sintético que imitaba la madera. Sobre el televisor había un laborioso paño de ganchillo y una bola de cristal en cuyo interior se veía una basílica. Al darle la vuelta se borraba el cielo azul de postal y caía sobre la cúpula una lenta nevada. Era como si en aquel lugar no hubiera vivido nunca nadie, como si lo hubieran abandonado a los pocos días de ocuparlo, cuando las paredes aún estaban húmedas de pintura y los objetos y los muebles guardaban el olor y el polvo de los embalajes. Todo parecía recién hecho y a la vez malogrado por una fulminante decrepitud. La cocina y el cuarto de baño tenían azulejos de un verde suave y sanitario. Había seis platos de cristal, seis vasos moteados de lunares rojos, seis cubiertos de acero inoxidable, un frigorífico de forma ligeramente abombada que estaba vacío y olía a goma. No era posible notar indicio alguno de pasado ni de porvenir. Faltaba en el dormitorio la fotografía de estudio de dos recién casados jóvenes y ya sin éxito: tal vez estuvo, y Andrade la escondió para aliviar su incomodidad de intruso, para no preguntarse quiénes habitaron antes que él la casa y por qué se marcharon o fueron expulsados sin dejar en ella señales perdurables de vida.

Pero tampoco él las dejó: sólo unos pocos libros en una estantería de formica. Una novela de Gorki, dos o tres manuales de economía y de historia impresos en Sudamérica, una Enciclopedia de las Razas Humanas que tenía en la portada la foto de una mujer negra con los labios perforados, una guía de Madrid con planos de itinerarios de tranvías y del Metro. En el dormitorio, demasiado angosto para el tamaño solemne del armario y la cama, encontré la ropa y los zapatos que debió de comprar después de conocerla a ella, cuando empezó a volverse débil y a merecer la sospecha. Lo imaginé probándose aquel traje azul marino ante el espejo, tardíamente animado por una inepta voluntad de elegancia. A medianoche, vestido para ella, viajaba en los vagones desiertos de una línea periférica y antes de golpear con los nudillos en la persiana metálica de la boîte Tabú y de ocupar una mesa junto al escenario se convertía en otro hombre. De pronto, mientras hurgaba en los bolsillos vacíos de los trajes de Andrade, en aquel piso de una barriada lejana donde él vivió hasta que lo detuvieron, me pareció que la traición y la lealtad eran enigmas mediocres. Daba igual que mintiera, que estuviera engañando a los suyos o a la policía y huyendo ahora de mí o del hombre que fumaba en la oscuridad. Lo que importaba saber era cómo su deseo había sido más fuerte que su vergüenza y su culpa y más eficaz que su predisposición al sacrificio.

Inevitablemente, con una fatigada vileza que ni siquiera me pertenecía, yo miraba las cosas con los ojos de Bernal. El precio de esos trajes y de esos zapatos, la pulcritud sin resquicio de las habitaciones. Si un conspirador sale de la casa donde estaba escondido y lo detienen en la calle no es posible que lo deje todo perfectamente ordenado tras de sí, a menos que sepa que ya no va a volver. Si un hombre viene a Madrid y vive en un piso prestado y no tiene más dinero que el que le asigna la organización no puede comprarse ropas como ésas ni beber en un club no del todo legal ni pagar a lujosas mujeres que acuden en taxi a los hoteles. Pero yo sabía que no es demasiado difícil comprar a un hombre, porque durante algún tiempo, en Madrid y en Berlín, ése había sido en parte mi trabajo, y que los traidores por los que se paga un precio más alto eran siempre los menos sospechosos de traición. Walter, por ejemplo. El caso Walter, como ellos decían, convirtiendo a un hombre en un axioma, en una secreta conmemoración del mal que exorcizaron a tiempo, que pareció vencido y se renovaba ahora en otro nombre, Andrade, en la misma ciudad a la que yo, el verdugo de entonces, había sido enviado otra vez por una pura razón de voluntaria simetría. Por eso miraba rostros duplicados y lugares irreales y lisos como la superficie de un espejo, y el mismo Andrade ya no se parecía en mi imaginación a la foto que yo guardaba en la cartera como se guarda un recuerdo de familia. Iba adquiriendo inadvertidamente las facciones del otro, el que vi correr y quebrarse una noche junto a una fábrica abandonada, el que me miró moviendo los labios sin hablar mientras yo adelantaba hacia él la pistola para calcular la distancia del disparo que convertiría su rostro en una máscara de sangre.

Pero Walter tenía una vida que yo había conocido y vulnerado y Andrade no era más que un rostro en una foto y una ausencia en un piso vacío de las afueras de Madrid, una pasión inexplicada y abstracta, una mujer que se ocultaba tras el nombre y la figura de otra. Miré por la ventana un desierto de calles sin edificios bajo las altas farolas que resplandecían en la noche y vi a lo lejos, como una hoguera encendida en una isla, la entrada de la estación más remota del Metro. Me senté en el sofá, frente al televisor apagado, y no sabía qué ni a quién estaba esperando. Me quité la gabardina, dejando al alcance de mi mano el bolsillo donde guardaba la pistola, y abrí al azar la novela de Rebeca Osorio que había traído del almacén. El cansancio hacía que las palabras alineadas se movieran ante mis ojos, ondulándose, como si aparecieran en ese mismo instante sobre el papel, igual que cuando ella las escribía en su gran máquina negra. Automáticamente recordé que tenía nombre de arma de fuego: era una Remington. El sonido hiriente de una campanilla señalaba el final de la línea, y sólo entonces se detenía el rumor del teclado. De pie tras ella, yo la miraba escribir, veía moverse de izquierda a derecha su melena a medida que las palabras avanzaban, estableciendo a partir de la nada, del papel en blanco y de los pequeños caracteres de plomo que impulsaban sus dedos, historias insensatas que ella después accedía a contarnos, asombrada ella misma de su incansable capacidad de mentira. Eso era lo que recordaba yo de aquel tiempo, los golpes del teclado, la señal aguda de la campanilla, el silencio de la breve tregua necesaria para introducir una hoja en blanco en la máquina o encender un cigarrillo. Mientras escribía yo la contemplaba en silencio, queriendo adivinar en la expresión mudable de su rostro los episodios que tramaba. Me miraba sonriendo y no me veía, porque sus ojos azules estaban presenciando la vida de otra gente invisible. Yo la ayudaba a veces, recogía las páginas, las numeraba. Dejaba pasar los días como un huésped indolente, fingía ante mí mismo que averiguaba cosas. En las habitaciones altas del cine, Walter y ella vivían su doble vida clandestina con un aire de trivialidad conyugal que parecía eximirlos del peligro. Me recordaban a un matrimonio inglés que se hubiera retirado apaciblemente a una casa de campo. Ella escribía novelas sentimentales y era difícil creer que en cada una se escondiera la fragmentaria alegoría de una conspiración. Él, Walter, proyectaba películas, repasaba cada noche la contabilidad del cine, de vez en cuando se ausentaba a deshoras, y nada permitía deducir de sus actos visibles que era el único jefe de una sociedad secreta, desbaratada al final de la guerra, revivida por él en los días más oscuros de la claudicación y el terror, cuidadosamente gangrenada y traicionada por la misma inteligencia que la restableció.

Pero al principio ninguno de los dos desconfió de mí. Sabían que mi verdadero oficio era el recelo y que había venido para vigilarlos, no sólo a ellos, suponían, sino a toda la dirección de Madrid, diezmada por el miedo y la deslealtad, porque en aquellos años la tortura y la cárcel eran siempre el preludio del fusilamiento, casi aislada del exterior durante el tiempo larguísimo de la guerra en Europa, que había concluido unos meses atrás. Eran los únicos supervivientes y estaban bajo sospecha. En Inglaterra, en los sótanos de un edificio de oficinas medio derribado por los últimos bombardeos de las V-2, yo había interrogado a un prisionero alemán que trabajó durante dos años en la embajada del Reich en Madrid. Lo recuerdo vencido, sonriente, con gafas de miope, con un traje oscuro de solapas muy anchas, mansamente aclimatado a la calamidad, resuelto a sobrevivir a ella. No sabía que yo era español. En un momento del interrogatorio, que duró tres días, me dijo que su mejor agente en Madrid estaba ahora al servicio de la policía española y llevaba años infiltrado en la misma cúpula de la resistencia clandestina. Hice como que no me interesaba mucho lo que me decía, pero él tenía ganas de seguir hablando sobre su agente de Madrid, como si recordara a un discípulo predilecto cuya maestría lo redimiera del fracaso. Era o fingía ser un tranquilo alcohólico, y yo procuraba que nunca estuviera vacío su vaso de ginebra. «Nunca lo descubrirán», me dijo, con una suficiencia de beodo impasible, «porque sabe esconderse en la oscuridad». Bebió ginebra, me pidió una pluma y una hoja de papel. Su mano hinchada y azul temblaba mientras escribía con mayúsculas una palabra española: Beltenebros. Así había elegido llamarse el traidor de Madrid.

Cuando yo vine ya sabía que su otro nombre era Walter. Regentaba el Universal Cinema y compartía con Rebeca Osorio una especie de innata felicidad no gastada por la costumbre ni el miedo. No era muy alto, pero tenía una sólida envergadura de árbol, el pelo débil y rubio, los ojos vagamente rasgados. En su manera de hablar se notaba un residuo como de idiomas dispares, pero nadie llegó a saber cuál fue el primero que había aprendido ni de dónde venía. En París suponían que era húngaro o búlgaro, posiblemente judío. Había llegado a España hacia 1930, fugitivo de la policía política de dos o tres países. A finales de 1939 escapó de un campo de concentración y regresó a Madrid, como nacido de nuevo, fortalecido por las cicatrices y la cautividad. No parecía que hubiera sido nunca temerario o fanático, porque el énfasis le era tan extraño como el desaliento. En cuanto lo conocí yo supe que pertenecía a un linaje recién extinguido. Otros como él, apátridas desde que nacieron, habían combatido y muerto en casi todas las guerras y las sublevaciones del mundo durante más de veinte años. Unos pocos optaron por la traición: la practicaron con la misma eficacia que había hecho temible su primer heroísmo. Tal vez por eso yo nunca sentí que odiara a Walter. Incluso cuando le disparé a la cara supe que seguía siendo uno de los míos.

Había reconstruido la organización de Madrid casi desde la nada, haciéndose pasar al principio por fotógrafo ambulante para visitar las casas de los escondidos, convirtiéndose luego en empresario de banquetes de comuniones ficticias para celebrar las primeras reuniones secretas, completamente aislado del exterior y sin más ayuda que la de Rebeca Osorio, como si fueran dos náufragos, me dijo ella, condenados a vivir para siempre en una costa abandonada. Unos meses antes de que yo llegara, alguien vino a solicitar refugio en el Universal Cinema. Se llamaba Valdivia. Desde 1937 hasta la caída de Madrid había trabajado conmigo en el Servicio de Información Militar. Yo mismo lo envié para que vigilara a Walter y tuviera dispuestas las pruebas de su culpabilidad y tramada la circunstancia exacta de su muerte. Cuando Rebeca Osorio me condujo por los pasadizos del cine hasta la cabina de proyección, Walter ya tenía en los ojos ese aire ausente de los que van a morir muy pronto y todavía no lo saben. Me tendió la mano, que era más grande que la mía, dijo que había oído hablar de mí, que le sonaba mi cara. Probablemente nos conocimos en la guerra y no lo recordábamos. Moviéndose entre las máquinas con un cigarrillo en la boca y los brazos desnudos se parecía al mecánico de un barco.

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