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V ine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca. Me dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida secreta, nombres en general irreales, como de novela, de cualquiera de esas novelas sentimentales que leía para matar el tiempo en aquella especie de helado almacén, una torre de ladrillo próxima a los raíles de la estación de Atocha donde pasó algunos días esperándome, porque yo era el hombre que le dijeron que vendría, y al principio me esperó disciplinadamente, muerto de frío, supongo, y de aburrimiento y tal vez de terror, sospechando con certidumbre creciente que algo se estaba tramando contra él, desvelado en la noche, bajo la única manta que yo encontré luego en la cama, húmeda y áspera, como la que usaría en la celda para envolverse después de los interrogatorios, oyendo hasta medianoche el eco de los altavoces bajo la bóveda de la estación y el estrépito de los expresos que empezaban a llegar a Madrid antes del amanecer.

Era un almacén con las paredes de ladrillo rojo y desnudo y el suelo de madera, y desde lejos parecía una torre abandonada y sola a la orilla de un río, más alta que las últimas tapias de la estación y que los haces de cables tendidos sobre las vías, cúbica y ciega, ennegrecida desde los tiempos de las locomotoras de carbón, con puertas y ventanas como tachadas por maderas en aspas que fueron hincadas a los marcos con una saña definitiva de clausura. Arriba, en el primer piso, había un mostrador antiguo y sólido de tienda de tejidos, y anaqueles vacíos y arbitrarias columnas y un reloj en el que estaba escrito el nombre de una fábrica textil catalana que debió de quebrar hacia principios de siglo, no mucho antes de que las agujas se detuvieran para siempre en una hora del anochecer o del alba, las siete y veinte. La esfera no tenía cristal, y las agujas eran más delgadas que filos de navajas. Cuando las toqué me herí ligeramente el dedo índice, y pensé que él, durante los días y las noches de su encierro, las habría movido de vez en cuando para obtener una ficción del paso rápido del tiempo, o para hacerlo retroceder, ya al final, cuando con un instinto de animal perseguido que desconfía de la quietud y el silencio imaginó que el mensajero a quien estaba esperando no iba a traerle la posibilidad de la huida sino la certidumbre de morir, no heroicamente, según él mismo fue enseñado a desear o a no temer, sino en la condenación y la vergüenza.

Tirados por el suelo había periódicos viejos que sonaban a hojarasca bajo mis pisadas, y colillas de cigarros con filtro y huellas secas de barro, porque la noche en que huyó o fingió huir de la comisaría, me dijeron, había estado lloviendo tan furiosamente que algunas calles se inundaron y se fue la luz eléctrica en el centro de la ciudad. Por eso pudo escapar tan fácilmente, explicó luego, tal vez temiendo ya que alguien recelara, todas las luces se apagaron justo cuando lo sacaban esposado de la comisaría, y corrió a ciegas entre una lluvia tan densa que no podían traspasarla los faros de los automóviles, de modo que los guardias que empezaron a perseguirlo y dispararon casi a ciegas contra su sombra no pudieron encontrar su rastro en la confusa oscuridad de las calles.

El colchón donde había estado durmiendo guardaba todavía un agrio olor a lana húmeda tan intenso como el olor a orines corrompidos que procedía del retrete, oculto tras una rígida cortina de plástico verde al fondo de la habitación. La cabecera del camastro estaba situada al pie del mostrador, y no era posible verlo cuando se abría la puerta. A su lado, en el suelo, junto a la lámpara de carburo, vi las novelas amontonadas, algunas sin cubiertas, recosidas con hilo áspero, gastadas por el uso de muchas manos nunca cuidadosas ni limpias, con los bordes de las páginas casi pulverizados, porque eran de esa clase de novelas que se alquilan en los quioscos de las estaciones o en los puestos callejeros. Todas las cosas que había en el almacén, la lámpara de carburo, las novelas, el olor del aire y el de los ladrillos húmedos y el del hule con que estaba pulcramente forrado el interior de los anaqueles, contenían la pesada sugestión de un error en el tiempo, no un anacronismo, sino una irregularidad en su paso, una discordia en la perduración de los objetos, acentuada por la ostensible cortina de plástico verde, por las fechas dispares de los periódicos tirados en el suelo. Uno de ellos era de la semana anterior, otro de hacía varios años, casi del tiempo en que fueron impresas las novelas, cuando fueron escritas y firmadas por Rebeca Osorio.

También ése era un nombre de novela alquilada y pertenecía indisolublemente a aquel tiempo, no a éste, no al día futuro de mi regreso a Madrid con el propósito de matar a un hombre del que no sabía nada más que la expresión triste de su cara y los nombres sucesivos que había venido usando durante su larga impunidad clandestina. Eusebio San Martín era uno de ellos, Alfredo Sánchez, Andrade, Roldan Andrade, ése había sido su nombre en los últimos años y con él moriría. Para que reconociera su escritura me habían mostrado mensajes firmados por él, órdenes o contraseñas trazadas al azar en el reverso de un billete de Metro, escritas con una extraña sintaxis oficial. Me dijeron que manejaba una astucia de hombre invisible y que sabía disparar tan certeramente como yo mismo y esconderse y desaparecer como una sombra. Una noche, en una borrosa ciudad italiana a donde viajé desde Milán, me enseñaron una fotografía en la que estaba él, corpulento y medio desnudo en una playa del mar Negro, con un amplio bañador muy ceñido a la protuberancia del vientre, abrazando a una mujer y a una niña de aire mustio peinada con tirabuzones, sonriendo sin desconfianza ni alegría hacia la cámara, hacia la mirada y la presencia de alguien que ahora sin duda es su enemigo y aguarda en Praga o en Varsovia la noticia de su ejecución.

Me dieron su foto y un sobre cerrado que contenía el pasaporte que él estaba esperando para poder huir y un fajo de extraños billetes españoles. Ese era el cebo, el pasaporte y el dinero que él había pedido, pero me dijeron que tuviera cuidado, porque recelaría, que nadie más que yo podría ir al interior y ejecutarlo sin peligro, y recordaron mi pasado de tantos años atrás y mi pasaporte británico, admirando o reprobando en silencio, con un poco de rencor, la hechura de mi gabardina blanca y los puños de mi camisa con gemelos de oro. No me pidieron nada más ni me ofrecieron nada a cambio, no me aseguraron un porvenir en el catálogo de los héroes. Entré en aquel lugar y había un hombre de traje oscuro y gafas de montura metálica sentado junto a una botella de agua mineral que me sonrió levantando mucho la cabeza, como reconociéndome, aunque no del todo, como si alguna enfermedad de la vista le impidiera precisar con exactitud los rasgos de mi cara, y había otros a su lado, de pie, más en la sombra, estrechando mi mano, llamándome capitán, invulnerables al tiempo y a los efectos de la guerra conmemorada y perdida en la que fugazmente yo fui un capitán, vestidos con una rancia pulcritud de maniquíes anacrónicos, muy pálidos, recién llegados de oficinas insalubres y de arrabales monótonos de la Europa oriental, inhábiles como difuntos que vuelven a la vida ignorando todas las cosas usuales: el modo en que camina la gente, su forma de vestir o de fumar cigarrillos.

Yo venía de Brighton: antes de que amaneciera había viajado en el ferry hasta Calais y de allí a París en un hermético expreso que se volvía más veloz a medida que la mañana se afianzaba sobre húmedos bosques de color verde oscuro y grandes ríos inmóviles, cenagosos de niebla, y en París alguien me recogió en la estación y me llevó en coche al aeropuerto y en el último instante me tendió un pasaje de avión para Milán y otro que tras una pausa de seis horas me conduciría a Florencia. No solicitaron mi opinión, no me dijeron lo que contenía la maleta que me fue entregada en el aeropuerto de París, pero yo pensé que sería un viaje como cualquier otro, que usaban la impunidad de mi pasaporte y la coartada de mi oficio para llevar de un lado a otro de Europa sumas de dinero o vanos impresos clandestinos, porque era así como actuaban siempre, fingiendo que gentes enemigas y espías los asediaban y que a pesar de la conspiración universal urdida contra ellos estaban culminando los episodios de una sublevación definitiva. Para reclamarme casi nunca me llamaban por teléfono, me enviaban postales con unas pocas líneas que tenían tal apariencia pueril de mensajes cifrados que si alguien se hubiera ocupado de interceptarlas sin vacilación me habría calificado de agente extranjero. Yo casi adivinaba su llegada, las esperaba cada vez que me disponía a abrir el buzón, y me decía siempre que ya no les haría caso, que rompería en trozos muy pequeños la próxima postal y seguiría ocupándome de mi tienda de libros y grabados antiguos, un negocio tranquilo y relativamente próspero que tenía la virtud de otorgarme una serenidad más bien sonámbula, un sentimiento de inmersión en la lejanía de otros mundos y de un tiempo que no era del todo el de los vivos. Algunas tardes, cuando cerraba la tienda, iba caminando hasta el embarcadero del Oeste, que parece un buque abandonado, y notaba la violencia del mar bajo las maderas que crujían a mi paso. Muy cerca de la orilla el mar ya parecía una alta sima de naufragios, y en las tardes nubladas cobraba un color gris del que decían que invitaba al suicidio. Esperaba la noche bebiendo una o dos cervezas en una taberna tan cálida como el camarote de un barco -desde la barra, cuando aún no había muchos bebedores, podía oírse el estrépito de los guijarros empujados por la marea- y luego regresaba por un camino distinto únicamente para ver desde lejos las luces encendidas de mi casa, los dinteles blancos de las ventanas y la puerta resaltando contra el rojo oscuro del ladrillo, para imaginarme que yo era igual que aquella gente que caminaba despacio por el paseo marítimo en las mañanas de sol y no tenía sobre sus hombros el oprobio de una cruda desgracia interminablemente recordada.

Pero llegaba una postal de París o de Praga y yo, en lugar de romperla y de ir quemando lentamente sus pedazos en el fuego mientras bebía a solas la última copa de la noche, la guardaba bajo llave, contaminado por la misma superstición de sigilo, y me felicitaba al descifrarla, ya bebido y culpable de deslealtad y de algo más imperdonable para ellos, ironía, y a la mañana siguiente preparaba mi bolsa de viaje y contaba una mentira para justificar el abandono de la tienda. Casi siempre el viaje previo era a París: un hotel de segunda categoría, una cita en un café o en el Metro, un hombre de mediana edad que me confiaba consignas y documentos sellados. Algunos decían haber oído cosas sobre mí, me estrechaban la mano, deseándome suerte, religiosamente seguros de que la tendría. La última vez me mintieron. La postal decía «recuerdos de Florencia», pero volé hasta allí y no había nadie esperándome.

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