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M inutos antes, al empujar el pestillo, había sentido que una fracción mínima de espacio me separaba de Andrade. Al tocar la lámpara y oler el humo tibio y reciente de tabaco sentí que una fracción imperceptible de tiempo separaba mi llegada y su huida, mi presencia y la suya. Había otra manera de salir del almacén, y ellos no me avisaron, o tal vez era mentira la intuición de la proximidad de Andrade, que no pudo verme venir, porque el anuncio de máquinas de coser y los tablones hincados en los marcos tapiaban todas las ventanas. Pero era cierto que el cristal de la lámpara estaba caliente y que en el aire duraba el humo del tabaco. ¿Había salido por casualidad, en un acceso de impaciencia, para comprar comida o respirar temerariamente el aire libre de las calles? Debajo del mostrador vi latas de conservas y un cartón intacto de cigarrillos ingleses. También vi las esposas en un rincón del cuarto de baño, ocultas bajo una toalla sucia. Las acerqué a la luz sin descubrir señales de que hubieran sido forzadas. Pero si él sabía que las esposas estaban abiertas, ¿por qué las trajo aquí, por qué se arriesgó a llevar las manos atadas y no las tiró mucho antes, cuando los guardias le perdieron el rastro? El azar y la premeditación se parecían como un hombre y su doble: un furgón policial con la puerta entornada, un apagón que oscurece la mitad de Madrid, los policías extraviados en el tumulto de las sombras, las esposas que calculadamente o por descuido alguien se olvidó de cerrar. Y de pronto él huyendo con las manos atadas, desfigurado por los golpes, sangrando todavía, porque las manchas que vi sobre la almohada eran huellas evidentes de sangre.

Con la lámpara de carburo en la mano yo deambulaba entre los residuos menores de su vida de los últimos días, sin lograr que su figura posible, lo que sabía de él, se perfilara ante mí hasta convertirse no en el cuerpo contra el que debía disparar, sino en un hombre dotado de respiración y de mirada, de deseo y de miedo. Era, como yo mismo en los espejos, un fantasma de otro, una existencia conjetural y perdida, y por eso me obstinaba en recapitular sus actos, en ver las mismas cosas que él había visto, el reloj parado, los anaqueles de madera, la plancha metálica que cegaba los balcones y vibraba con el viento. Nunca la luz del día ni la tiniebla azul de los cielos nocturnos que se prolongaban más allá de los cables y los cobertizos de la estación como un horizonte marítimo: sólo la llama de la lámpara y las paredes de ladrillo rojizo gangrenadas por la humedad y el vapor antiguo de los trenes, las horas muertas y los días sin principio ni fin, encerrado, esperando con pasividad culpable que la llegada de alguien iniciara el episodio próximo de su vileza.

La fatiga de tantos viajes sucesivos me daba la sensación de asistir a un sueño que sólo parcialmente me pertenecía. Por eso, cuando me senté en la cama y hojeé al azar una de las novelas que él había estado leyendo tardó un poco en asombrarme el nombre de quien las escribió. Aún no me daba cuenta de en qué medida se me volvía inflexible la lógica del tiempo: una traición, Walter, Rebeca Osorio. Recordé una máxima que había leído no sabía dónde, una advertencia: Don't play the game of time. Pero no era posible que esas cosas sucedieran, que el nombre de Rebeca Osorio aún durara en el mundo, bello y falso, anacrónico, sobrevivido en aquellas novelas y en aquel lugar inexplicable únicamente para que yo lo viera. Las estuve mirando, tocando despacio el papel gastado y amarillo en que fueron impresas, notando el olor a polvo en el que parecían concentrarse todos los olores y todo el abandono del almacén, olores ligeramente corruptos, a madera pulverizada por la carcoma, igual que el papel, a humo de carbón y a ladrillo húmedo. Que alguien las hubiera llevado allí y que Andrade las hubiera leído eran hechos casuales que sólo cuando yo las vi adquirieron una amenaza de destino. En todas las portadas, aunque en diferentes posiciones y con trajes de épocas distintas, un hombre alto y joven que se parecía aproximadamente a Laurence Olivier abrazaba con castidad y vigor a una muchacha muy parecida siempre a Joan Fontaine. Las recogí del suelo, una tras otra, alisando sus páginas dobladas, limpiándolas de ceniza, las ordené sobre el mostrador a la luz del carburo y fui leyendo y recordando sus títulos. Pero algunas habían perdido ya las cubiertas, y las esquinas de las páginas se habían gastado por el uso, por el abandono de tantos años en los mostradores de las librerías de viejo y en los puestos callejeros de novelas de alquiler. Imaginé a Andrade leyéndolas de día o de noche tirado en el camastro, sin fuerzas para levantarse -todo el suelo a su alrededor estaba sucio de ceniza y colillas, y había incluso latas medio vacías de conservas usadas como ceniceros-, leyéndolas y desdeñándolas, volviendo a ellas cuando el insomnio y la noche no se terminaran. Vi escrito y repetido el nombre de Rebeca Osorio y supe sin excusa que tenía que irme y que si me daba prisa y volvía al aeropuerto a tiempo de tomar un avión hacia Inglaterra o hacia cualquier otro país aún tendría la oportunidad de salvarme de algo, no del crimen ni de la amenaza de la policía, sino de mí mismo y de la recobrada pesadumbre que venía cercándome desde que anduve bajo las bóvedas de la estación y por los turbios bares de sus cercanías. El desasosiego de tanto viajar y no dormir, el malestar y la extrañeza que me habían inquietado en el aeropuerto de Florencia, se precisaban ahora en las vanas novelas escritas tantos años atrás por Rebeca Osorio y en la perduración de su nombre, y me parecía que el tiempo estaba invirtiendo gradualmente su curso para traerme indeseados despojos de las cosas de entonces, ese nombre, la oscuridad de una noche duplicada, el recuerdo de otra persecución y de otro renegado a quien yo maté sabiendo que al hacerlo le amputaba a ella la mitad de su vida.

La decisión de irme devolvió a mi conciencia un coraje ilusorio, como el que nota quien resuelve abandonar un vicio. Dejaría la pistola en el mismo lugar donde la había encontrado y pasaría la noche en ese hotel cercano al aeropuerto. Una cena tranquila, una copa en la habitación, tal vez una llamada de teléfono a Inglaterra. Me sentí ágil otra vez, con los sentidos alerta, con ese impulso de libertad que me exaltaba siempre que me disponía a marcharme de una ciudad o de un país. En toda llegada hay un instante de incertidumbre o de tristeza: marcharse es un duradero arrebato de felicidad. Estaba mirando cuidadosamente el almacén para asegurarme de que lo dejaba todo igual que lo había encontrado -incluso repetí con exactitud el desorden de las novelas tiradas junto a la cama- cuando advertí que al fondo, detrás del mostrador, una cortina se movía despacio, con un rumor semejante al de las hojas de un árbol. Rígido como un maniquí, Andrade podía estar al otro lado espiándome. Avancé sin ruido hacia la cortina, sosteniendo la lámpara, que al moverse hacía que se desplazaran hacia atrás las sombras de las cosas. La levanté: no vi nada más que una oquedad vacía, forrada con hojas amarillas de periódicos. Justo entonces oí que alguien estaba abriendo sin cautela la puerta del almacén.

Cerré la espita de la lámpara y retrocedí hasta apoyar la espalda en la pared. Unos pasos muy lentos ascendían por la escalera de caracol. Dejé de oírlos cuando un tren pasó estremeciendo los muros de la casa. Cuando se hizo el silencio los pasos sonaron muy cerca de mí, mucho más pesados y lentos, haciendo crujir las hojas de periódicos. Un círculo de luz se proyectó en la cortina tras la que yo me escondía y la cruzó velozmente. Escuché una respiración tan oscura y tan próxima que por un momento la confundí con la mía. Al cabo de uno o dos minutos de inmovilidad y silencio me atreví a apartar ligeramente la cortina con los dedos. Un hombre grande y ancho, con gafas, con un traje marrón, estaba sentado en el camastro, sin hacer nada, dedicado tal vez al acto difícil de la respiración, fumando, sin quitarse el cigarrillo de la boca. Había posado verticalmente la linterna ante sí, y su luz era una pantalla cónica de gasa que me impedía distinguir los rasgos de su cara. Sólo veía el brillo vago de sus gafas y la brasa púrpura del cigarrillo, que se avivaba y desaparecía con una regularidad de mecanismo automático. No era Andrade, desde luego, era mucho más gordo y más lento, no podía serlo por más que hubiera cambiado desde que le hicieron la foto que yo guardaba en mi cartera. Pero en él había algo que me parecía remotamente familiar, algo escondido en sus gestos fatigosos y en su manera de morder el cigarrillo. Miraba la almohada, las novelas, las latas llenas de colillas, pero no enfocaba sobre ellas la linterna, que se volcó en el suelo sin que él la levantara y agrandó su figura y las sombras que desfiguraban su rostro. Se movía con un aire como de tedio invencible, como si estuviera sentado en una sala de espera. Se puso en pie jadeando y luego tuvo que inclinarse otra vez para recobrar la linterna, y en ningún momento, aunque parecía asfixiarse, se quitó el cigarrillo de la boca.

No era la primera vez que visitaba el almacén. Miraba los objetos como enumerándolos, como si comprobara que cada uno ocupaba su exacto lugar. Temí que echara en falta la lámpara de carburo, que después de tantos minutos de sostenerla inmóvil ya me pesaba intolerablemente. Había algo muy raro en él, en su manera de usar la linterna. La hacía girar con ademanes arbitrarios, la olvidaba sobre el mostrador, y le daba la espalda, y cuando volvía la cara hacia su luz yo sospechaba con un escalofrío que me estaba viendo a través de la cortina. Antes de encender un cigarrillo se sacudía de las solapas la ceniza del que acababa de tirar. Alumbrada unos segundos por el mechero su cara parecía contraerse en una sonrisa búdica. Volvió a sentarse, ahora de espaldas a mí, apagó la linterna. Pensé de nuevo en los gestos de un hombre que se aburre en una sala de espera. Oí cerrarse las puertas de un automóvil y entendí que eso estaba haciendo él: esperaba, y prefería hacerlo en la oscuridad.

Sonaron pasos abajo, luego en los peldaños metálicos de la escalera circular. El hombre gordo encendió de golpe la linterna y alumbró certeramente un rostro, una cabeza amarilla y como degollada por la circunferencia de la luz.

– La he traído -dijo la cabeza, que sonreía con una boca abierta y roja.

– Que suba -la voz del hombre que me daba la espalda sonó como una emanación de la oscuridad, lóbrega y ligeramente húmeda, extinguida al instante, sin entonación ni resonancia. Pero tal vez era que de no moverme y de contener la respiración hasta el límite, como si me mantuviera bajo el agua, yo empezaba a percibirlo todo con un relumbre de alucinación que distorsionaba las voces y los rostros igual que la aguja demasiado lenta de un gramófono desfigura una canción usual y la vuelve extraña y casi amenazante. Porque la sensación de familiaridad se me volvía más intensa y también más inexplicable: yo había estado alguna vez allí, yo conocía a esos hombres, yo sabía lo que iba a suceder cuando de la escalera de caracol emergiera de nuevo esa cara amarilla.

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