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L os arañazos en la puerta, los golpes y las patadas estremeciendo la pared como un dique que se rompería si yo no me apartaba, porque ella sabía que no me había ido aún, que estaba espiándola, como cuando fingía que ni ella ni Walter me importaban y establecía mientras tanto los episodios de su perdición. Walter había muerto, y cuando le disparé a la cara se salvó del dolor y ya no podía tocarlo la sospecha de la deslealtad, pero ella siguió viviendo y fue lentamente aniquilada por el recuerdo del crimen y por la soledad, y yo sabía que ni siquiera tuvo el coraje de permanecer firme en el culto a su memoria, porque vivió con otro, porque compartió con otro la hija que había nacido cuando Walter ya no existía, y se envileció igual que yo me había envilecido al regresar a Inglaterra y adquirir una pensión y una dignidad que me permitieron establecer una tienda de grabados antiguos en una repulsiva ciudad de tahúres y veraneantes y emboscarme en otro idioma y en una silenciosa familia que fingía aceptar las coartadas de mis desapariciones y en la que toda pregunta y todo gesto de pasión eran inconveniencias parecidas al alcoholismo evidente o a la costumbre de no asistir a las funciones religiosas en las mañanas de domingo. Rebeca Osorio no se había vuelto loca ni había perdido la memoria: eligió la locura y la amnesia con la misma determinación con que se elige el suicidio para no seguir comprendiendo, para que la huida y la muerte de Walter no le siguieran ocurriendo interminablemente como un tumor que muerde las vísceras de un enfermo y que continúa matándolo mientras está dormido y mientras cree olvidar. Sin duda ella supo siempre lo que yo empecé a vislumbrar cuando vi la cara de Andrade y entendí que no podía ser un traidor porque había nacido para víctima del heroísmo o del fraude, para culpable inmolado de los errores de otros y de cada uno de sus propios actos, de su inocencia inútil, de su tardío y torpe amor por una mujer que ni siquiera tenía una existencia real porque era la copia y la falsificación de otra, igual que él mismo había sido condenado a repetir la biografía y la desgracia de un héroe muerto veinte años atrás. Sin duda ella supo desde el principio que el verdadero traidor era otro y que era invisible, Beltenebros, el que se escondía en la sombra y en la simulación de la lealtad, el que seguía viviendo impune gracias a las muertes simétricas de Walter y de Andrade y ahora mismo respiraba inmóvil tras la brasa de un cigarrillo en alguna habitación del Universal Cinema.

«Yo sé quién eres», oí que le decía la muchacha en el almacén, pero era improbable que ella lo supiera, y si de verdad había averiguado su identidad anterior a la del comisario Ugarte difícilmente le sería permitido vivir. Hizo que viniera aquí para matarla, aunque tenía la costumbre y la astucia de no llevar a cabo por sí mismo sus ejecuciones, prefería cegar y usar a otros para que fueran sus involuntarios verdugos.

Él decidió la muerte de Walter, pero fui yo quien se manchó con ella, él ordenó pormenores y trampas y mentirosas revelaciones para que en París alguien creyera deducir que Andrade se había convertido en un traidor, y mi viaje desde Inglaterra y la vana hombría de Luque al disparar una escopeta de caza contra aquel muerto prematuro que huía eran las consecuencias exactas y finales de una conspiración imaginada por Ugarte tan serenamente como una oblicua jugada de ajedrez. Pero ya me habían dicho que él nunca tocaba a los detenidos, que eran otros los que se ensañaban con ellos en los calabozos, y que Ugarte sólo miraba desde la penumbra, indescifrable y quieto, fumando, dispuesto luego a escuchar y a ofrecer persuasivamente cigarrillos, solo y secreto, casi bondadoso, adicto a la música de cámara y a los boleros procaces de la boîte Tabú.

Pero yo voy a encontrarlo, pensé, mientras huía por un corredor en sombras para no oír los arañazos de Rebeca Osorio en la puerta cerrada, voy a encontrarlo y lo voy a matar, con mis propias manos desnudas lo mataría, golpeando su cabeza contra una pared, partiéndole el cuello, como me habían enseñado mis instructores ingleses durante la guerra, él me quitó la pistola pero no me importaba, podía matarlo sin armas y en la oscuridad, oliéndolo, guiándome tan sólo por el olor y la punta roja de sus cigarrillos, aunque se escondiera en el último sótano del Universal Cinema.

Usaba siempre gafas de cristales ahumados, recordé, incluso de noche, tenía siempre los ojos húmedos y enrojecidos, porque no podía soportar la intensidad de la luz, y yo había conocido la respuesta y no la supe comprender, Beltenebros, no pueden descubrirlo porque sabe vivir en la oscuridad: ahora sí me acordaba del hombre que me dijo eso, aquel alemán a quien interrogué en Londres, el que bebía ginebra y se burlaba de mí y de su propia derrota y del cadalso y la soga oscilante a donde lo condujeron unos días después. Yo andaba por los corredores del Universal Cinema sin ver nada, tanteando las paredes como un ciego que huye, también yo podía esconderme en la oscuridad y no ser aniquilado por ella, y mis pupilas ya veían luces, fulgores amarillos y rojos que tal vez me vaticinaban la locura, que me anunciaban su presencia de sombra. Lo había visto en el almacén y estuve a punto de reconocerlo, pero estaba gordo y se había vuelto muy lento, y hasta su voz había cambiado, cómo podía aceptar mi memoria que la estaba escuchando si me habían dicho que llevaba muerto muchos años, que lo detuvieron y lo interrogaron y que lo habían llevado en una camilla al paredón de fusilamiento y lo ejecutaron sentado porque no podía sostenerse de pie al cabo de tantas semanas de suplicio.

Empujé puertas de silenciosos resortes, rocé cortinas espesas en la oscuridad, subí y bajé escaleras que me hicieron perder el sentido de la orientación y del espacio y mientras avanzaba seguía oyendo en mi imaginación los arañazos y los golpes en la pared y el escándalo de la máquina de escribir que se había roto a mis pies en esquirlas metálicas. En la tiniebla sin matices veía brillar los ojos de Rebeca Osorio y me perseguía su mirada amnésica de odio y de condenación, y el ruido del proyector seguía sonando en alguna parte, muy cerca, porque sin darme cuenta me aproximaba de nuevo a él. Vi un círculo de luz gris, una de las pequeñas ventanas ovales que había en las puertas que daban a la sala. Llegué a ella, pero no al patio de butacas, sino a las localidades altas que llamaban de paraíso, un graderío con resonantes escalones de madera que se prolongaba casi verticalmente hasta el techo y desde donde daba vértigo mirar hacia abajo cuando se encendían las luces al final de las películas. Parecía que si uno resbalaba por aquellos peldaños no bastaría la barandilla para detener su caída, y que los globos blancos que pendían del techo estaban al alcance de la mano. El patio de butacas era desde allí un abismo de sombra, y la pantalla se veía mucho más pequeña en la oscura distancia, un silencioso rectángulo de colores hirientes donde un hombre y una mujer rubia viajaban en automóvil a través de una noche de resplandores azules y conversaban sin palabras, una noche falsa y veloz de transparencia cinematográfica.

Escuché una sofocada respiración, una voz que gemía. A la temblorosa y lívida claridad que reflectaba la película me pareció que estaba viendo un cuerpo desnudo, un cuerpo blanco y tirado en las gradas más altas. Subí hacia ellas y el quejido de la voz iba haciéndose más próximo y al mismo tiempo más abstracto, como si procediera de los altavoces, no de la realidad, sino de la ficción sonámbula del cine. Pensé que al menos la muchacha estaba viva todavía y que me quedaba la posibilidad imaginaria y heroica de salvarla. Vi el vientre sombrío y como sajado entre los muslos, la piel tan joven de gastada blancura temblando a la luz de la película y la cara manchada por el pelo, hundida entre los jirones de la oscuridad. Subí hacia ella, la toqué y sus pechos estaban mojados por una materia húmeda y fría que resbalaba hacia su cintura y goteaba en el suelo y despedía un olor de corrupción. Retiré con asco la mano que había querido acariciarla y busqué su cara y sus ojos, pero no los veía, era como si sus rasgos fuesen de cera y se los hubiera borrado una lenta bofetada de crueldad. Al notar mi cercanía ya no respiró y contrajo las rodillas contra el pecho, esquivando y doblándose sobre el suelo de tablas, tiritando de frío y tal vez de humillación y vergüenza, y a su alrededor estaban las prendas que le habían sido arrancadas, el vestido de raso negro, la estola de piel, sus altos tacones charolados, la gasa tenue de las medias que yo le había visto quitarse tan demoradamente en mi habitación del hotel y que otras manos desgarraron más tarde con la ciega urgencia de un deseo homicida, porque no era a ella a quien querían acariciar, sino a la otra, la que ya no reconocía a nadie ni deseaba a nadie, la que vivía en la locura como en una torre que se alzara sobre los últimos acantilados del mundo, sola y a salvo del dolor y ultrajada y desfigurada por sus cicatrices como por una enfermedad que hubiera seguido carcomiéndola más allá de la muerte.

Busqué su mirada y no la pude encontrar porque él le había tapado los ojos con un esparadrapo. Toqué las cuencas y noté los ojos que se movían bajo las yemas de mis dedos. «Ya no está aquí», le susurré al oído, «soy Darman, él ya no puede hacerte nada». Al escuchar mi voz se abrazó contra mí y sus muslos helados me rodearon la cintura, pero seguía temblando y las palabras que intentaba decirme se rompían en sollozos, «está aquí», me decía, «está muy cerca, lo oigo respirar, está mirándote». Su cara sin ojos y tan próxima a mí se me volvió desconocida, y cuando la alcé del suelo abrazándola miré hacia la pantalla y el hombre y la mujer de la película se estaban abrazando también y giraban o permanecían inmóviles contra un paisaje veloz de penumbras y luces. «Levántate», le dije, y tanteaba por las gradas buscando su ropa, «te ayudaré a vestirte, te llevaré fuera de aquí». Pero si la soltaba ella volvía a caer sordamente contra las tablas huecas que se estremecían bajo el peso de su cuerpo, tan blando y dócil como si lo hubieran despojado de los huesos, y seguía hablándome, diciéndome que no, que aunque yo no lo viera él nos estaba mirando, que lo veía todo y lo podía todo. Intenté levantarle muy cautelosamente un extremo del esparadrapo que le cubría los ojos como una tachadura, pero gritó de dolor igual que si yo hubiera querido desprenderle la piel. Tenía que llevármela, si no podía vestirla la levantaría desnuda en mis brazos y me la llevaría por los mismos túneles que recorrió Walter para escaparse de mí. «Está mirándote», dijo, ciega y erguida de pronto, y como si ese arrebato hubiera sido una señal se extinguió la película y todo el peso de la oscuridad cayó sobre nosotros.

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