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Es verdad que entonces me pasaba la mitad de la vida en los aeropuertos, y como en ellos ni el tiempo ni el espacio son del todo reales, casi nunca sabía exactamente dónde estaba y vivía bajo una tibia y perpetua sensación de provisionalidad y destierro, de tiempo cancelado y espera sin motivo. Inútil para cualquier forma no solitaria de vida, había terminado por recluirme en los hoteles y en los aeropuertos como quien se retira a un monasterio, y a veces creía tener, como los monjes, nostalgia de un mundo exterior que en realidad no me importaba, y también como ellos presenciaba visiones y era visitado por la tentación.

En los últimos meses había viajado más que nunca. Fui a Budapest en septiembre, porque me llegó desde allí una carta en la que me ofrecían, a precio ventajoso, una Biblia de Muntzer, coartada casual que a ellos debió de parecerles singularmente feliz, pues la repitieron para enviarme semanas después a una ciudad secundaria de Polonia y más tarde a Madrid, donde entregué una maleta de piel a un hombre joven y con un vago aire de enfermo que se citó conmigo en los urinarios hediondos de una estación. Acostumbrado a despertar sospechas, como todos los extranjeros permanentes, me movía siempre con igual desenvoltura y recelo. Frecuentaba sobre todo los aeropuertos menores, porque en ellos el control policial suele ser más liviano, los pequeños aeropuertos con bajas edificaciones como casas de retiro donde después del anochecer ya no quedaba casi nadie, sólo empleados ociosos que terminaban sus tareas fumando cigarrillos y limpiadoras corpulentas que vaciaban en bolsas de plástico las papeleras y caminaban con lentitud y fatiga empujando ante ellas las escobas lanudas y los recogedores.

Aquella noche de invierno, en el aeropuerto de Florencia -yo casi nunca veía las ciudades a las que viajaba, sólo sus luces desde el cielo y sus nombres en los indicadores luminosos- el hombre que debía encontrarse conmigo en la cantina no apareció, y en su lugar llegaron policías de uniforme que exigieron zafiamente la documentación a los pasajeros, a pesar de que ya habíamos cruzado el control de aduana. Los vi venir con sus correajes blancos y sus brillantes armas al costado, y tuve un poco de miedo y me acordé de un viaje clandestino a Berlín en febrero de 1944. Pero era mucho menos joven que entonces y también algo menos cobarde, y no me moví, seguí acodado en la barra y supuse que la serenidad me protegía, volviéndome invisible, porque los guardias pasaron a mi lado sin reparar en mí ni en la maleta que aquella noche tal vez ya no podría entregar.

Minutos después las luces giratorias de los coches de la policía se perdieron entre la lluviosa oscuridad y los árboles. Las vi muy de lejos, cuando se detuvieron en el cruce de la carretera principal, brillando azules y convulsas como llamas de gas amortiguadas por la niebla. Yo venía en dos vuelos sucesivos de París y de Milán, y no sabía si la hora que señalaba mi reloj era la hora de Italia ni tenía razones para otorgar al paisaje de sombras que circundaba el aeropuerto el nombre exacto de un país: sólo la perezosa somnolencia y el frío me parecieron atributos indudables de aquel lugar sobre el que toda memoria resbalaría siempre como la lluvia sobre las planchas onduladas de los cobertizos.

Me dijeron que a medianoche el mismo avión en el que había venido regresaba a Milán. Consideré con pesadumbre que no podría tomarlo y que esa inmotivada postergación deshacía todos mis cálculos sobre la duración del viaje y volvía inútiles los pasajes de ida y vuelta y las reservas de hotel. Quise pensar que aún era posible que el enlace llegara, porque su retraso quizás obedecía a una norma suplementaria de cautela. «Un joven alto y con barba», me habían explicado, «que llevará bajo el brazo una revista española». Alguien en París había concebido mi llegada y el reconocimiento como un juego de simetrías y signos: también yo, al bajarme del avión, llevaba bien visible un ejemplar de la misma revista, y el otro, en correspondencia, debía dejar a mis pies en la cantina una maleta idéntica a la mía.

Pero nadie se acercó a mí y la cantina se fue quedando vacía, y el camarero apagó una tras otra varias luces hasta dejarla en una penumbra de lugar clausurado. Los últimos viajeros se habían marchado ya y no quedaban taxis junto a las puertas de salida. Esperé un rato, mirando por un ventanal hacia la noche, oyendo a mi espalda un rumor de voces italianas. Una vez, hace años, en un cine donde yo era el único espectador, había escuchado voces parecidas, casi borradas por las de la pantalla. Unos pasos como forrados de paño vinieron hacia mí por el pasillo central, y una pequeña linterna me alumbró la cara. El acomodador, que era muy viejo y vestía una casaca roja con galones, me puso una mano en el hombro y con un murmullo entorpecido de jadeos me rogó que me marchara: me devolverían el importe de la localidad, si era tan amable, me darían una entrada gratuita para el día siguiente, porque era la última función de la noche y no quedaba nadie más en el cine, y ya podía imaginar lo caro que resultaba seguir proyectando la película solamente para mí…

Pero eso fue en un tiempo en el que decían que un cine era siempre el refugio más seguro, cuando las mujeres no se quitaban sus pequeños sombreros al acomodarse en las butacas y el humo de los cigarrillos se adensaba en los haces cónicos de luz. Recordé un noticiario en el que soldados rusos y americanos cruzaban al mismo tiempo el río Elba y se abrazaban en el agua. En la oscuridad el público del cine masticaba cosas y aplaudía.

Me pareció que la noche y los pasos a mi espalda pertenecían a la exactitud de esos recuerdos. Era como dormirse sin dejar de oír las voces de quienes hablan muy cerca. Un empleado de uniforme me dijo que ya no vendría ningún taxi: durante un segundo tuvo el rostro de aquel acomodador de pelo blanco y respiración afanosa. Le pedí que me indicara dónde había un teléfono. Me dijo que a esa hora, y más aún en invierno, sería difícil que quedara alguien en la compañía de taxis. Anchas limpiadoras de batones azules conversaban velozmente y me miraban como reprobando la irregularidad de mi presencia o el mediocre italiano que usaba para pedir un número de teléfono. Al fin y al cabo, me hicieron entender, hablándome en voz muy alta, yo mismo tenía la culpa de no haber conseguido un taxi, pues perdí tanto tiempo en la cantina que los otros pasajeros ya habían tomado los que estaban disponibles. Vendrían más, desde luego, pero sólo al cabo de tres o cuatro horas, cuando estuviera a punto de salir el último vuelo hacia Milán.

Miré con desaliento la cara mal afeitada del hombre que me explicaba estas cosas y luego la extensión vacía del vestíbulo y el reloj que señalaba las ocho y diez con una especie de indiferente crueldad. La cantina estaba cerrada: debajo de la barra permanecía encendida una sola luz, como esas lámparas votivas que no se apagan de noche. Salí afuera, a la oscuridad, escuchando motores de automóviles tras el rumor de los árboles. Me gustaba mirar la sombra que me precedía y oír mis propios pasos sobre la grava húmeda. Muchos años atrás yo había perdido el hábito de la desesperación. Casi ninguna de las adversidades de segundo orden que trastornan a otros lograba imponerse a mí durante más de quince o veinte minutos, y eso era, supongo, lo que me había agregado un prestigio de frialdad y eficacia que algunos atribuían a la prosperidad de mi negocio y a mi tranquila vida en el sur de Inglaterra. Me ocurría más bien, sobre todo cuando estaba de viaje, que no encontraba nada que no me pareciera simultáneamente hospitalario y extraño: quedarme varias horas aislado y sin nada que hacer en un aeropuerto solitario se convirtió misteriosamente en una circunstancia memorable.

Sin darme cuenta me había alejado tanto de la terminal que ya estaba a unos pasos de la carretera. Las farolas, más altas que los árboles, fosforecían tras la tenue lluvia sesgada y alumbraban rostros fugaces de automovilistas conduciendo solos hacia la ciudad que yo no podía ver. Sobre la hierba húmeda y la grava mis zapatos tenían un crujido monótono como de maderas de buque. Decidí concederme un paréntesis de impaciencia y de rabia y tiré a la maleza la revista española que ya no me iba a servir de contraseña. Noté entonces que la maleta -en realidad se parecía a una cartera de hombre de negocios, con incrustaciones de metal en los ángulos y cerradura cifrada- pesaba menos que otras veces, pero no quise preguntarme qué contendría ni por qué había tenido yo que cruzar media Europa para llevarla allí. En mi juventud esa clase de enigmas solían depararme amaneceres de insomnio y minutos de frío sudor en los pasillos de las aduanas. Sopesé la maleta y contuve las ganas de tirarla también y de no saber dónde y regresar a Milán en el avión de medianoche decidido a no contestar nunca más a los teléfonos que sonaban a deshoras y a devolver las postales que me enviaran de París. No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso.

Cerca de la carretera el viento era más frío y la lluvia dispersa me atería las manos y la cara. Cuando me volví me sorprendió comprobar que no quedaba ninguna luz encendida en el edificio de la terminal: sólo permanecía muy débilmente iluminada la torre de control. Tal vez, sin premeditación ni malicia, me habían engañado, y ningún avión saldría aquella noche hacia Milán. Un automóvil con los faros apagados se deslizó entonces junto a mí, sin que yo lo hubiera visto antes ni pudiera saber de dónde procedía, emanado de la oscuridad, como la sombra de un árbol. «Señor», oí que me decían, «¿esperaba usted un taxi?». Dije que sí, me acomodé en el interior frotándome las manos, y antes de que se me ocurriera decidir donde iría comprendí que el idioma inusual y sonoro que hablaba el conductor era el duro español de mi adolescencia.

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