P odría haber cerrado de nuevo, murmurando una disculpa, como el que advierte que acaba de abrir una puerta equivocada, pero mis actos, desde que llegué a Madrid, precedían a las decisiones de mi voluntad, y antes de verla a ella -me temblaban ligeramente las manos como a un alcohólico apresando entre los dedos la primera copa y no me atrevía a enfrentarme a su cara- vi mi estupor en el espejo, mi pelo gris, mis facciones desfiguradas por las malas noches de hotel y la soledad de los viajes. Me pareció que llevaba años sin mirarme a mí mismo y que sólo ahora percibía con una claridad sin misericordia los efectos del tiempo. En nada me distinguía ahora de los otros, los que iban a esconderse después de medianoche tras la persiana metálica de la boîte Tabú y pagaban un precio por mirar desde la impunidad de la penumbra a una mujer cegada por la luz y fortalecida por el desprecio que se quedaba desnuda ante ellos durante dos o tres segundos, el tiempo justo para que no pudieran estar seguros de haber visto su cuerpo y no un fantasma de la imaginación. Cuando entré en el camerino la muchacha se había vuelto rápidamente hacia mí, pero no era yo quien ella esperaba o quien temía que viniera, y me dio la espalda con un gesto de decepción y de hastío, mirándome ahora en el espejo, mientras se pintaba los labios, viéndome tal vez como me había visto yo mismo, con la crueldad añadida de su juventud, porque no tenía más de veinte años. El maquillaje y el peinado la hacían mayor, pero no demasiado, era la premeditada luz del escenario la razón del prodigio. Seguía siendo casi idéntica a Rebeca Osorio, pero ya no era ella, sino un borrador inexacto que acaso confirmaría o desharía el tiempo cuando los rasgos de su cara llegasen a ser definitivos. Ahora, más de cerca, pasada la primera ofuscación del asombro y desbaratado el espejismo, me era posible precisar en qué se parecían, aislar, como los componentes fatales de un veneno, las líneas que me habían soliviantado en ese rostro. La nariz era igual, y la boca, y los ojos. Sobre todo el fulgor y la transparencia de los ojos mirándome en el cristal como a través de toda la vacía extensión del pasado, como si aquella cara que tanto se parecía a la suya no fuera sino una máscara en la que brillaban las pupilas vivientes de Rebeca Osorio y sólo ellas me reconocieran, su mirada sin cuerpo.
Me preguntó con indiferencia quién era. Dijo que al público no le estaba permitido entrar en los camerinos. Inclinada, muy cerca del espejo, se pintaba los labios, y parecía que sólo muy parcialmente notaba mi presencia. Tardé en hablar. Me lo impedía la sensación de verme como ella estaba imaginándome, un testigo codicioso y venal. Entonces vi sobre el tocador, entre polveras y botes de maquillaje, una novela de Rebeca Osorio, tan maltratada como las que leía Andrade en el almacén.
– Soy amigo de Andrade -dije-. Le he traído algo de París.
Siguió pintándose, absorta en el espejo, sin mirarme abiertamente, sin decir nada todavía. Llevaba una bata de seda negra con dibujos de pájaros, y no se la ciñó del todo cuando yo entré. Su cara tan joven contrastaba con aquel peinado que estuvo de moda cuando tal vez ella no había nacido. Miraba como si viera cosas que no estaban delante de sus ojos. Había un punto de fuga en sus pupilas, una expresión de intensidad y vacío, y su presencia y su adivinada desnudez seguían siendo, como en el escenario, una mentira de la penumbra y de la luz, una insomne y desesperada figuración de un deseo ajeno a ella, que ella no advertía y que ni la rozaba.
– Creo que se equivoca -dijo, vuelta hacia mí, con el lápiz de labios en la mano, con la bata tan abierta que casi se le deslizaba de los hombros-. No conozco ese nombre que dice.
Tomé el libro que estaba sobre el tocador y lo esgrimí ante ella. Movió un poco la cabeza hacia él, como un ciego que ha escuchado algo.
– Le ha prestado usted las novelas de Rebeca Osorio, ¿no es cierto? Imagino que ya no son fáciles de encontrar.
– Yo soy Rebeca Osorio.
– ¿Ha escrito usted este libro?
– Pura casualidad. Alguien que se llamaba igual que yo.
– ¿Se llamaba?
– O se llama. Quién sabe.
– ¿Por qué eligió ese nombre?
– No lo elegí. Es el mío.
– Nunca fue el nombre de nadie.
– Ahora sí. Léalo en la puerta cuando salga.
No hacía preguntas. No parecía que le extrañara o que le importara mi presencia. Si me iba probablemente no lo notaría. Estuvo un rato peinándose la melena oscura y rizada -con la raya a la izquierda, como la otra, con el pelo casi tapándole un lado de la cara- y mientras se peinaba permanecía fija en mí, en el espejo, mirándome con un aire abstraído de ironía o compasión. Pensé que no hacía preguntas porque no le eran necesarias para saberlo todo de antemano. El mentiroso brillo de sus ojos ardía helado y azul en medio de la nada, como una lámpara encendida en una casa desierta.
– Tenía una cita con Andrade esta tarde -le dije, espiando en vano algún signo en sus pupilas-. En el almacén. Pero cuando llegué ya no estaba.
– Qué Andrade -imitaba el tono de mi voz-. Qué almacén.
– Cerca de la estación, ¿no se acuerda? -Cuando me llevé la mano al bolsillo de la gabardina retrocedió un poco y tuvo miedo-. Donde usted perdió esto.
Frente a sus ojos, sobre la palma de mi mano, estaba la barra de carmín. Fingió que no la miraba, que no entendía por qué razón se la había enseñado.
– Eso no es mío -dijo, dándome la espalda otra vez, vigilando su propia mirada en el cristal.
– No he dicho que lo sea.
– ¿Dónde lo ha encontrado?
– Si sabe dónde está Andrade dígamelo. Le he traído el pasaporte y el dinero.
Se puso en pie, atándose con negligencia el cinturón de la bata. Me quitó de la mano el lápiz de labios y se lo guardó en un bolsillo sin mirarlo. Su piel tenía una vibrante y despojada blancura, una inmediata sugestión carnal, como si todavía la hirieran las luces públicas del escenario. Me acordé de la mujer a la que había visto bailar en aquel garaje de Florencia.
– Estaba escondido, ¿verdad? Mirando -se irguió ante mí con la misma rabia que la había enaltecido cuando echó hacia atrás la cabeza y se arrancó el vestido negro y lo pisó, unos minutos antes-. Mirando como él. Como todos esos de ahí afuera.
– Tenía una cita con Andrade. Si ellos lo encuentran antes que yo volverán a detenerlo. Y esta vez ya no podrá escaparse.
Tenía la boca entreabierta, húmeda de carmín, contraída por el desprecio, y sus pupilas transparentes e inmóviles me miraban como si su sola fijeza pudiera discernir en mis ojos la mentira que mis palabras le ocultaban, desafiándome a un duelo de silencio.
– Le prometieron que vendría alguien -se le quebró levemente la voz y pareció que se rendía-. Pero nadie llegaba, y esa gente buscándolo, ese hombre que fuma. Usted dice que ha venido a ayudarle. Lo mismo dice él. Todos le quieren ayudar y lo que están haciendo es ayudarle a morirse. Está enfermo. Se le infectaron las heridas de las muñecas. No sé dónde habrá ido.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Anoche. Deliraba de fiebre.
– ¿Estaba en el almacén?
– Tenía miedo. Sabía que iban a encontrarlo.
– La siguieron a usted.
– No me siguieron -habló como si desmintiera una calumnia-. No les hacía falta. Yo creo que siempre supieron dónde estaba.
– ¿Ahora también lo saben?
No llegó a contestarme. Oímos unos pasos que se detuvieron al otro lado de la puerta. Ella me hizo una señal para que me apartase y se quedó mirándola en el espejo, esperando que se abriera. Desde donde yo estaba no pude ver la cara del hombre que se asomó a ella sin pasar del umbral, pero reconocí su voz. «Están esperándote», dijo, «no tardes». Hablaba con una entonación imperiosa y vulgar, y yo imaginé que antes de cerrar la puerta sonreiría con su boca grande y rajada, con sus pequeños ojos animales. Cuando los pasos dejaron de oírse quise acercarme otra vez a ella, pero me rechazó con un gesto, llevándose el dedo índice a los labios. El miedo volvía más helada y azul la transparencia de sus ojos, la dejaba vulnerada e inerte, como la revelación de una desgracia. Ella, la falsa Rebeca Osorio, era más joven y también más débil que la otra y estaba hecha misteriosamente de deseo y de espanto, y cualquier cosa, una palabra, unos golpes en la puerta, podía borrarla igual que las luces del escenario al apagarse.
– Tengo que irme -dijo. Hablaba como si yo ya no estuviera en el camerino.
– ¿Saldrá a cantar otra vez?
– No -me dio la espalda, vi que la bata se abría y en un instante se quedó desnuda-. Ahora no tengo que cantar.
No la miré mientras se vestía. Oí el roce de la tela sobre la piel y noté fugazmente, más hondo que el perfume que usaba, el olor secreto de su cuerpo. Tal vez lo que desconocía de ella era una parte de Rebeca Osorio que en otro tiempo no me atreví a imaginar o no quise saber que existía: tal vez el pudor y el respeto no fueran siempre convicciones sagradas, sino ardides discretamente innobles para eludir la cobardía.
– ¿Qué hace? -dijo la muchacha. Su voz tenía un tono de burla. Levanté los ojos y se estaba subiendo con dificultad la cremallera de un vestido azul oscuro.
– No mirarla.
– Antes pagó para mirarme -parecía que al vestirse y maquillarse otra vez se hubiera liberado del miedo. No le contesté. Se dio una sombra de polvo rosa en los pómulos y ordenó su melena con uno o dos gestos veloces. Esos dedos de uñas rojas moviéndose, como los de Rebeca Osorio sobre el alto teclado de la máquina de escribir.
– No salga todavía -me dijo, examinando el pasillo, donde no había nadie-. Espere a que yo me haya ido.
Cuando ya se marchaba la sujeté de la muñeca. Sus huesos eran insospechadamente frágiles. En cuanto la toqué cesó en ella toda resistencia. Permaneció a mi lado, mirándome, con la boca entreabierta, como si no tuviera voluntad, sólo una vana desesperación de sonámbula. Le mostré el pasaporte de Andrade, abriéndolo por la página donde estaba la fotografía. Una cara asustada, con las pálidas mejillas sombreadas de barba, como en una ficha policial.
– Ya ve que no le miento -dije-. Si quiere que se salve ayúdeme a averiguar dónde está.
– Quién me dice que no es otra trampa -intentaba desasirse de la presión de mi mano-. No sé quién es usted.
La solté y me di cuenta de que le había hecho daño en la muñeca. Cerré otra vez la puerta y se apoyó en ella como temiendo que yo fuera a pegarle. Desde tan cerca el color de sus ojos tenía una claridad de abismo. Veía en ellos duplicada mi cara, diminuta y convexa, perdida en esa conciencia que era imposible traspasar y que tal vez no se me rendiría nunca.