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– Si no deja que me vaya entrarán a buscarme.

– Esperaré a que vuelva.

– Ya no volveré esta noche.

– Dígame dónde puedo esperarla. Iré detrás de usted si no me lo dice -al hablarle notaba en mis palabras un recobrado privilegio, el de la determinación y la crueldad.

– Puedo engañarlo.

– Si le importa Andrade no lo hará. Tengo su pasaporte y su dinero.

– Démelos a mí.

– Yo cumplo órdenes. No se los puedo entregar a nadie más que a él.

Con un ademán de huida se acercó al tocador y buscó algo en los cajones. Oí el tintineo de un juego de llaves que brillaron luego en la palma de su mano. Me las guardé, seguí esperando mientras ella escribía rápidamente sobre un trozo de papel con un lápiz de ojos que humedeció en sus labios.

– El vivía en esa dirección antes de que lo detuvieran -me dijo, recogiendo su bolso con un gesto terminante-. Algunas veces nos encontrábamos allí. Es un barrio nuevo. Está muy lejos y la mayoría de los taxistas no saben llegar. Pero le he apuntado el nombre de la estación del Metro más próxima. Le servirá para orientarse. Tenga paciencia. Puede que tarde mucho.

– La esperaré -dije, pero ya se había ido, dejando en el aire un breve revuelo de perfume.

Cuando volví a la sala ya estaban cerradas las cortinas del escenario y sólo quedaban entre las mesas vacías algunos bebedores contumaces que se inclinaban como decapitados sobre los escotes y los blandos pechos de unas pocas mujeres embotadas de fatiga y de sueño. Abolida la penumbra, bajo la plana luz amarilla que anunciaba inapelablemente el final de la noche en la boîte Tabú, los rostros y las cosas tenían un hosco relieve de trivialidad y fracaso. Sentado tras la barra, el hombre de la espalda torcida manejaba una ampulosa máquina registradora. Inútilmente deseé que no me viera. Sorteando con dificultad el desorden de las mesas vino hacia mí y echó a andar a mi lado como un anfitrión dispuesto a acompañar hasta la calle a un huésped relevante. Sus palabras sonaban como humedecidas en saliva.

– Le gusta, a que sí. El señor es de fuera. La chica le gusta, entra a camerinos y ella dice que no. Yo puedo conseguirla. El señor paga. Mucho dinero, pero al señor no le falta. Buen zapato, buena gabardina, hotel primera categoría. El señor llega al hotel y llama por teléfono y la chica no tarda ni media hora, ¿comprendido? Higiene, discreción absoluta. Caballero solvente.

La voz era como una baba que se me adhería al oído. Miré la cara vieja y los ojos sin pestañas y dije en inglés que no entendía y caminé más rápido hacia la salida. Pero él me seguía con sus veloces cojetadas, con su letanía de palabras cortas y agudas como picotazos. Al andar su espalda se doblaba en reverencias convulsas, y cuando llegamos a la puerta metálica se adelantó para abrírmela. «Muy tarde ya esta noche», decía, «pero mañana la chica libre para el señor, aunque hay otras si el señor se impacienta, toda la noche y todo el día esperando el teléfono…» Me apresuré hacia un taxi que aguardaba en la acera y el murmullo me siguió hasta que subí a él y cerré la puerta de golpe, pero tardó en arrancar, porque el motor estaba frío, y la boca casi pegada al cristal aún se movía tras una mancha de vaho. Como cuando estaba oculto en el almacén y sentía que iba a perder el conocimiento me pareció que el tiempo se había enquistado y que el taxi no arrancaría nunca. La cara se apartó del cristal, pero un curvado dedo índice escribía signos en el vaho, extraños números inversos que yo descifré y aprendí de memoria antes de que se desvanecieran en la noche igual que el hombre de la espalda torcida y los portales de la calle donde había vuelto a cerrarse la persiana metálica de la boîte Tabú.

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