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D urante unos segundos había permanecido quieto frente a mí, mirándome con sus pequeños ojos enrojecidos como miraría un animal paralizado y suicida los faros de un automóvil, muy cerca, a unos pasos de distancia, retrocediendo con la misma lentitud con que yo iba hacia él, chocando en su retirada con las mesas del bar. Dije su nombre, Andrade, extendiendo la mano en un gesto de saludo inconsciente, como si no quisiera asustarlo, y él caminaba hacia atrás y seguía mirándome con incredulidad y cobardía, con el rencor de los celos, porque mientras esperaba en el bar a que ella apareciera sin duda había estado imaginando con minuciosa exasperación su entrega a un desconocido que ahora, para que se hiciera más exacta la injuria, adquiriría mis facciones, que eran también las de su perseguidor. En su cara devastada por tantas noches de insomnio y de huida yo vislumbraba, por encima del miedo, los estragos del amor, y comprendía que esa mañana, cuando se quedara solo en la estación o en los vestíbulos del aeropuerto, le habría faltado coraje para irse, y había vuelto a la ciudad sin que ella lo supiera, y tal vez la había seguido, rondando la casa donde ella esperaba que sonara el teléfono, arriesgando su vida para volver a verla desde lejos, para seguir el taxi que la llevaba al hotel donde un hombre pagaría por tener durante menos de una hora lo que sólo a él le estaba destinado. Había vuelto, renegando de su última posibilidad de sobrevivir, se había apostado tras los cristales del bar para verla de nuevo, cuando pasara hacia la calle con su vestido negro de tirantes cruzados y su chal sobre los hombros, prohibida ya para él, porque si no se iba de Madrid y continuaba a su lado le transmitiría su condena.

Y ahora veía en mí no sólo a uno de sus ejecutores posibles, sino también la encarnación odiosa de todos los hombres sin rostro que la miraban a ella y la poseían y se la arrebataban, usurpadores de su vida y de la belleza de su cuerpo, impostores venales que lo suplantaban en abrazos que sólo él merecía, desterrándolo del amor tan crudamente como la persecución lo desterraba de su patria. Sin que él me dijera una palabra yo lo entendía todo, era como si yo mismo estuviera huyendo mientras daba unos pasos hacia él, porque ese horror que veía en sus ojos muchas veces me lo habían mostrado en mi propia cara los espejos, y deseé que se detuviera, que no siguiera retrocediendo hasta la puerta giratoria, pero querer alcanzarlo era igual de imposible que pisar esa sombra que camina delante de nosotros, cercana y siempre alejándose, como Andrade, que ni siquiera corría, que salió a la calle de Atocha y pareció que me esperaba, con la cabeza vuelta hacia mí sobre sus hombros inclinados, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, como esos hombres que buscaban los respiraderos del Metro para defenderse del frío.

Pensé: «pero esto ya me ha sucedido», como cuando en mitad de un sueño advertimos que se repiten los detalles de otro, como cuando una suma de azares nos aproxima a la intuición de un recuerdo que no llega a precisarse. Las calles anchas y grises de Madrid, la tarde fría, tempranamente oscurecida, un hombre que caminaba delante de mí y sabía que yo lo estaba siguiendo, no Andrade, sino Walter, el fugitivo de tantos años atrás, el muerto sin rostro ni nombre al que abandoné junto al muro de una fábrica en los arrabales de una ciudad del sur. Pero los muertos vuelven, vuelven con más tenacidad que los vivos, obstinados y leales como aquellas ánimas del purgatorio a las que les rezaban oraciones al atardecer, los muertos vuelven y enmascaran sus sombras con las facciones de los vivos y caminan despacio por los lugares del pasado, como recién llegados a la ciudad después de una larga ausencia, fingiendo que miran los escaparates y que se asombran porque ahora circulan más automóviles que entonces, deteniéndose con cautela antes de cruzar al otro lado de la calle. Andrade cruzó y se volvió para mirarme desde la otra acera, como si temiera perderme, y echó a andar calle arriba por la cuesta de Atocha, mirando furtivamente en torno suyo, porque a veces bajaban desde Antón Martín furgones de policía con las alarmas encendidas, furgones grises con celosías de alambre como aquel del que pudo escaparse una noche en la Puerta del Sol: yo me sentía como si habitara en el interior de su conciencia, y ahora que lo veía por fin, después de haberlo imaginado tanto, su desesperación era una parte de mi propia vida, y mi piedad hacia él era la que nunca me había atrevido a dedicarme a mí mismo, y le rogaba en silencio que se detuviera, le agradecía que no echara a correr, porque así evitaba que los policías notaran su presencia. Subíamos los dos muy cerca de los portales oscuros y de las tabernas de donde salía un humo caliente y denso de frituras, pasando entre gentes desconocidas que nunca repararían en nosotros, aliados por la misma lentitud y la misma extrañeza, y cuando se volvía hacia mí y me miraba yo creía que le estaba hablando y que escuchaba mis palabras, porque nadie más que él en toda la desolación de la ciudad podía oírlas y entenderlas. Sé quién eres, pensaba, sé lo que has visto y lo que has perdido, tu vida y tu país, tu biografía inmolada en nombre de una estéril heroicidad que nadie te agradecerá nunca, tu deseo y todos los espejismos que su consumación exaltó, y no me importa si te has vendido porque lo que pagaste es mucho más valioso que todo lo que imaginaste que recibirías y nadie te dará. Iba tras él, y me quedaba inmóvil cuando él se paraba, extrañamente interesado en el escaparate de una tienda de bicicletas, solo y vencido por el frío, cabizbajo, mirándome desde la inmediata lejanía de la soledad. De pronto giró a la izquierda y desapareció. Cuando fui tras él me sorprendió darme cuenta de que estaba en el pasaje Doré. Andrade me miraba desde la otra esquina, junto al mostrador de una carnicería donde ya estaban encendidas las luces. Olía a pescado y a vísceras, y mis pies resbalaban sobre la materia húmeda del suelo. Mientras mi voluntad seguía a Andrade mi memoria inconsciente iba reconociendo aquellos lugares, el cine, las carnicerías, los recónditos almacenes de ultramarinos, el empedrado de las calles: Madrid se convertía en una ciudad de provincias abandonada y melancólica, y yo leía en las esquinas nombres olvidados que aludían a otra vida, al fervoroso desorden de la adolescencia y de la guerra.

Calle de Santa Isabel, leí, calle de Buenavista, y entre las dos hileras de las casas la ciudad descendía súbitamente hacia el horizonte nublado y rojo del atardecer, y ahora Andrade bajaba por la calle empinada con un paso mucho más rápido, con la cabeza como abatida entre los hombros, casi corriendo, volviéndose, como si me indicara un camino. Yo pensaba en el aeropuerto y en la habitación de mi hotel como en dos mundos desertados a los que no pertenecía. Era preciso que lo alcanzara y que hablara con él, aunque no sabía qué iba a decirle ni había oído su voz, pero lo conocía más que a mí mismo, más que a todos los hombres que había ejecutado o salvado desde el principio de la guerra. Sentía que él y yo estábamos solos en Madrid y que ni siquiera la muchacha que tal vez yacía con los ojos perdidos en la cama de mi habitación podría reconocerlo con la misma intensidad que yo, su verdugo o su cómplice. Estaba dispuesto a ayudarle a huir o a que regresara con ella, eso quería, salvarlos, del comisario Ugarte y de los que me habían enviado para acabar con él, salvarlos hasta de su misma predisposición para la desgracia. Ahora me daba cuenta de que eran infinitamente más débiles que su amor y de que se habían separado aquella mañana porque les daba miedo seguir juntos y estar vivos. Creo que lo llamé, que grite su nombre y que se detuvo ante las escaleras de una estación del Metro, y entonces, en vez de bajar hacia los túneles, giró a la derecha y se perdió tras la esquina de un cine, y yo eché a correr como si ahora sí pudiera perderlo, corrí pisando las breves guirnaldas blancas de las acacias y ya no lo veía en ninguna parte, ni al fondo de la calle ni en los portales de las tiendas de ultramarinos angostas como nichos, y ya sólo pude verlo menos de un instante, cuando desapareció al otro lado de una puerta en la que había una ambulancia.

Me detuve a la entrada de un jardín que parecía una selva. Los matorrales y los árboles crecían entre los escombros ascendiendo sobre un muro gris de ventanas alineadas, con los cristales rotos. Yo avanzaba guiándome por el rumor que me precedía en la maleza. En torno a mí se desataba un escándalo de pájaros. Sobre mi cabeza el cielo gris era un rectángulo tan preciso como el brocal de un pozo. Me pareció que alguien se movía de una ventana a otra por los corredores más altos: desde arriba podría ver cómo Andrade y yo nos buscábamos en la espesura, igual que animales que adivinan su mutua presencia en la oscuridad de la noche. Entonces recordé: ¿era de verdad una ambulancia el automóvil que estaba aparcado junto a la puerta de aquel vasto edificio vacío? Temí por Andrade más que por mí mismo. Un hombre de bata blanca me había mirado cuando entré en el jardín. En alguna otra parte yo había visto su cara. Llevaba una bata blanca y aquel lugar era un hospital, pero estaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Me desesperaba la lentitud de mis actos y de mi pensamiento. Dónde vi antes esa cara, cuándo. Vuelta hacia mí en el interior de un automóvil, diciéndome algo, ofreciéndome un cigarrillo, de noche, pero no ayer, en Madrid, no en la boîte Tabú ni en la estación de Atocha, en otro lugar donde también olía a tierra y hojas de árboles mojadas. Casi en el filo de un recuerdo me venció el olvido: Andrade estaba al otro lado del jardín, apoyado en un quicio de piedra, buscándome con la mirada. Fui hacia él y de nuevo vi una sombra que se deslizaba entre las ventanas del primer piso. Andrade se volcó hacia un lado como si fuera a caerse y dio unos pasos hacia la perspectiva de arcadas y ventanales de un pasillo en el que su estatura disminuía al alejarse. Yo escuchaba los ecos multiplicados y fríos de mis pasos que se confundían con los suyos, y su respiración ahogada se volvía más indudable cuando me aproximaba a las esquinas por donde él se había esfumado unos segundos antes de que yo las alcanzara. En la mitad de una sala en la que había altas pilas de somieres pintados de blanco y globos de luz despedazados en el suelo ya no seguí oyéndolo y el silencio me inmovilizó. Otros pasos sonaron: a mi espalda, y también encima de mi cabeza, y no eran los de Andrade. Anduve un rato despacio y conteniendo la respiración. Al fondo de cada sala había un pasillo con arcadas de granito desnudo que confluían en la perspectiva de otras salas remotas. Andrade era una sombra a los lejos, una mancha ligeramente más oscura que la penumbra, cobijada en un rincón, igual que un bulto negro de ropa. A ese hombre de la bata blanca yo lo había visto en Florencia: era el taxista que me llevó al aeropuerto. Me apresuré para llegar a donde estaba Andrade, pero parecía que siempre nos separaba la misma distancia, aunque él ya no se movía, replegado sobre sí mismo en el suelo, contra la pared, abrazándose las rodillas con las manos, como si lo hubiera paralizado el frío, como un preso que se recluye en un rincón de su celda. Ya distinguía otra vez su cara, su cabeza calva abatida entre las rodillas. Estaba exhausto y enfermo y tal vez desistía de vivir y de seguir huyendo. Cuando oyó romperse unos cristales bajo mis pisadas alzó la cara y me miró con ese definitivo abatimiento de la vida que yo había visto en otros hombres durante las retiradas de la guerra, en los barrizales de los campos de concentración, hombres que se sentaban inmóviles y se quedaban mirando el vacío y no comían ni hablaban porque la única tarea de su voluntad aniquilada era esperar la muerte.

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