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«Andrade», dije, «levántese, le ayudaré a escapar». Pero me miró como si no comprendiera mis palabras, y yo di unos pasos más, muy despacio, y entonces empezó a levantarse arrastrando la espalda contra la pared, con la boca abierta, con la cara progresivamente desfigurada por el terror de estar viéndome tan cerca. Yo caminaba hacia él con las manos separadas y abiertas, para mostrarle que no estaba armado, pero él las miraba como adivinando en ellas la posibilidad del estrangulamiento. Yo conocía esos ojos inyectados en sangre, esa manera de negar en silencio moviendo la cabeza, yo había visto exactamente ese mismo terror en la cara de otro hombre que huía de mí, pero aquella vez yo empuñaba una pistola y me disponía a matarlo, y ahora sólo quería acercarme para decirle algo y escuchar su voz desconocida. Era igual, sin embargo, era como si llevara en mi mano derecha una pistola invisible y letal, y mis gestos y los suyos eran los mismos de entonces, cuando Walter corría doblándose sobre el vientre para contener la hemorragia del primer disparo y yo iba tras él y lo veía detenerse junto a la pared encalada de una fábrica. Adelanté una mano hacia Andrade y oí un ruido a mi espalda y tardé un instante en saber que ya no era a mí a quien estaba mirando. Andrade corría, sonó un disparo y me pareció que saltaba contra la pared con los brazos abiertos.

La detonación retumbó como el trueno de una tempestad bajo las bóvedas de un mar subterráneo, dilatándose sucesivamente hacia lo más hondo de las estancias vacías. No fue un disparo de pistola, sino de un arma más potente y más cruel que fulminó a Andrade igual que un rayo. Aturdido, temblando, con los tímpanos como atravesados por un dolor de agujas, todavía no me acerqué a él. Oía el gorgoteo último de su respiración y lo veía removerse en lentas convulsiones sobre las losas donde estaba creciendo la mancha plana de su sangre. «No he sido yo», pensaba, «yo no le he disparado», y me miraba las manos febriles como las de un alcohólico y ni siquiera me volvía para descubrir quién lo había matado, quién podría disparar ahora sobre mí.

«Capitán», dijo una voz a mi espalda.

No quería mirarlo. Me tocó el hombro y yo seguí viendo la agonía de Andrade, que se arañaba con las dos manos la desgarradura del vientre. Me arrodillé junto a él, y el otro me siguió, llamándome, diciéndome otra vez capitán. Vi de soslayo sus botas sucias de barro y no quise volverme. Andrade me miraba con sus ojos escarchados por la cercanía de la muerte, y movía la cabeza y se palpaba las ingles espesamente enlodadas de sangre, y cuando curvó los labios para decir una palabra brotó de ellos un coágulo negro que se derramó como un vómito sobre su barbilla. Me quité la gabardina y se la puse doblada bajo la nuca, hablándole, pero ya no me oía, levantando con mis dos manos su cara áspera y helada, la misma cara de las fotografías, la que me había mirado tras una mampara de vidrio en el hotel Nacional, la cara de un hombre sordamente predestinado a morir. Cuando ya no se movió un hilo de saliva y de sangre quedó colgado de su boca.

«Capitán», dijo Luque, y al ponerme en pie vi que me sonreía, exaltado, nervioso, casi feliz, sosteniendo una escopeta de caza. «Hemos venido a ayudarle», decía, como embriagado por el hedor tibio de la pólvora, por la sorpresa de haber descubierto lo fácil que puede ser matar a un hombre. El otro, el de la bata blanca, nos observaba desde el quicio de una puerta arrancada, con un cigarrillo en la mano, sin decidirse a encenderlo, como si le diera reparo fumar en presencia de un muerto.

– Bernal nos envió -dijo Luque, con timidez, con cierta arrogancia-. Por si necesitaba ayuda.

Le brillaban los ojos, tenía un leve temblor en los labios, pero yo noté que su docilidad era mentira, que había averiguado al fin que yo no era invulnerable y que no merecía el entusiasmo de su imaginación. Ahora me miraba con un poco de condescendencia, y cuando me puse en pie me había ofrecido su mano como si sospechara que yo no podía levantarme solo.

– De modo que ya no se fían de mí -le dije.

– Capitán -Luque sonreía, aún le temblaban los labios-. Vinimos para que usted no estuviera solo. El tiempo pasa, capitán, usted mismo me lo dijo. Lo que importa es que hemos terminado nuestra misión. Ahora podemos irnos.

Anoté el plural: Luque ya se contaba a sí mismo en el número de los héroes. Lo cogí de las solapas del anorak y se las dejé manchadas con la sangre de Andrade, y lo miré muy fijamente, queriendo aniquilar ese brillo de sus ojos, el orgullo, el reconocimiento, su adhesión atroz de discípulo y de imitador de algo que veía en mí y que yo no podía haberle enseñado, ni a él ni a nadie. Acerqué su cara a la mía y me vi en sus pupilas, y cuando lo solté siguió mirándome con el alivio del miedo atemperado por la compasión.

– Tenemos que irnos, capitán -dijo, limpiándose las solapas con un pañuelo que tiró luego a sus pies-. Vuelva a Inglaterra. Descanse durante una temporada.

Le di la espalda. Me arrodillé junto a Andrade y le cerré los ojos. Muerto tenía la misma suave expresión de melancolía y desamparo que cuando le tomaron aquella foto a la orilla del mar. Cuando me levanté, anquilosado por el frío del pavimento de piedra, Luque y el hombre de la bata blanca ya se habían marchado y en los ventanales de los corredores estaba anocheciendo.

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