P ero yo no sabía que lo que brillaba como un fuego helado en los ojos de ella era la claridad de la locura. Cumplí mi parte de crueldad y destrucción y merecí la vergüenza. Los efectos del amor o de la ternura son fugaces, pero los del error, los de un solo error, no se acaban nunca, como una carnívora enfermedad sin remedio. He leído que en las regiones boreales, cuando llega el invierno, la congelación de la superficie de los lagos ocurre a veces de una manera súbita, por un golpe de azar que cristaliza el frío, una piedra arrojada al agua, el coletazo de un pez que salta fuera de ella y al caer un segundo más tarde ya es atrapado en la lisura del hielo. Así se solidificó el tiempo cuando vi que Valdivia abrazaba a Rebeca Osorio, y que ella agitaba contra él sus caderas, como queriendo derribarlo o herirlo. Todas las cosas recobraron de golpe las duras aristas de una geometría necesaria. La silenciosa espera y las horas que vendrían trazaban, como en las ilustraciones de las enciclopedias, una rígida línea de puntos entre el filo de mi cuchillo y la espalda de Walter, entre la inmovilidad del insomnio que preludiaría la hora de su muerte y mi huida inmediata en el expreso de Lisboa, porque acababan de cerrar la frontera de Francia y no había ningún avión que volara hacia Inglaterra. Para matar en silencio me habían adiestrado en el manejo del cuchillo. Pero Walter, en el último instante, se esfumó como una sombra del cine -pasé años preguntándome si no le habría avisado Valdivia, seducido por ella-, y la persecución deshizo la línea recta que dibujaba mi propósito, enredándome en un viaje circular que sólo ahora, tanto tiempo después, ha terminado de cerrarse. Porque no concluyó cuando al fin lo maté, sólo se sumergió en un camino oculto y muy semejante al olvido y a una imposible y voluntaria inocencia para emerger de nuevo en la misma ciudad donde tuvo su origen, en una edad futura en la que los nombres de entonces volvieron a vibrar bajo una luz amarilla e hiriente como monedas lavadas por el agua. En un piso medio vacío de los arrabales de Madrid, a la hora más silenciosa de una noche de invierno, yo estaba esperando a una mujer que decía llamarse Rebeca Osorio y buscaba a un traidor y guardaba un arma en el bolsillo de la gabardina, más viejo ahora y más cansado y descreído que entonces, pero igual de perdido, igual de solo y al acecho, como si el tiempo no hubiera pasado, ni el vano remordimiento de haberme salvado únicamente para seguir esperando, testigo único y último de lugares y rostros que ya no existían.
Maté a Walter para que no murieran otros hombres, pero su muerte lo arrastró todo hacia la extinción y la ruina. Cerraron el Universal Cinema, Rebeca Osorio dejó de escribir novelas y me contaron que se marchó a México y no volvió a saberse nada de ella, borrada como sus heroínas tras la palabra fin en la última página. Valdivia fue detenido y atormentado y murió sin denunciar a nadie. Lo fusilaron maniatado a una silla, porque no podía sostenerse en pie, y no quiso que le vendaran los ojos. Yo lo imaginaba tieso y atado como una estatua de cera, mirando hasta un segundo antes de morir las bocas alineadas de los fusiles con sus pupilas sin color ni expresión. Me llegaban de vez en cuando esas noticias a Inglaterra y yo procuraba que no pudieran fijarse indeleblemente en mi memoria. Yo me había salvado y no era como ellos, los que murieron, los que no supieron esconderse en el interior de otras vidas. Tal vez quienes me habían enviado por segunda vez a Madrid estaban en lo cierto cuando me atribuían el prestigio de la invulnerabilidad.
Tendido en el sofá, mirando la pantalla del televisor apagado, el espacio vacío, pensé que en aquel lugar había algo que repudiaba la presencia humana. Nadie que llegara allí recibiría ni un minuto de hospitalidad, nadie sabría recordar las formas de los muebles ni el color de las cortinas cuando se hubiera marchado. No quería mirar el reloj para no darme cuenta de que probablemente la muchacha ya no vendría. Me acordé de otro reloj: el que ahora mismo, en el almacén, seguiría marcando las siete y veinte. Casi dormido, aletargado por el frío, reflexioné que dos veces al día esas agujas inútiles señalaban la hora exacta. Cerré los ojos: en un sueño brevísimo volví a estar en el hotel de Florencia. Veía multiplicarse con detalle los dibujos del papel pintado, luego oí una llave que se movía en la cerradura y pensé con hostilidad y fastidio que Luque venía otra vez para pedirme algo. Entonces se me detuvo el corazón y sentí con espanto que si no abría los ojos y me levantaba iba a sufrir un colapso cardíaco. Me incorporé como nadando contra una inundación de arena. Rebeca Osorio, su parodia o su doble, me miraba tras la niebla perdurada del sueño y se inclinaba sobre mí mostrándome el esbozo blanco y adivinado de sus senos desnudos bajo la tela del vestido. El brillo de sus ojos y la blancura de su piel tenían intensidades iguales, como una desesperada vehemencia que se negara a sí misma.
– Se había dormido -me dijo-. ¿No tiene miedo de la policía?
– Puede que la policía sea usted.
Traté de recordar dónde estaba mi pistola. Ella se sentó frente a mí y dejó el bolso con desgana en el suelo. Parecía que las últimas dos o tres horas la hubieran gastado infinitamente. Me pregunté cuánto tiempo había estado viéndome dormir, parada frente al sofá, quitándose con cautela el abrigo, para no despertarme. Era un abrigo negro de piel que yacía derramado en el suelo. Tal vez quería hacerme notar que no le importaba mucho. Lo apartó con el pie al inclinarse para buscar un cigarrillo en el bolso.
– El también desconfiaba de mí -dijo-. Al principio.
– ¿Andrade?
– Quién si no.
– Ese hombre del palco -las aletas de su nariz se dilataron al expulsar el humo-. Le hizo daño en el almacén. Usted chilló, como si le hincaran algo.
– No me hizo nada -su gesto de desprecio no sólo aludió a aquel hombre: también a mí, que había estado oculto, escuchando, queriendo ver-. No duro lo bastante.
Me acordé del seco gemido último en la oscuridad, luego del hombre de la espalda torcida, de su proximidad de molusco. Pensar que bastaría, increíblemente, cierta suma de dinero para que esa mujer que hablaba con frialdad ante mí se quedara desnuda y se me ofreciera, sin voluntad, tal vez con odio, tal vez fingiendo que se arrebataba y exigía para abreviar el ultraje, era una turbia confirmación del deseo. Andrade nunca había desconfiado de ella. Yo estaba seguro de que si había algo que le diera miedo no era el peligro de que ella lo delatara, sino su misma existencia y la perfección de su piel y su manera de mirarlo, la casualidad ya inflexible de haberla conocido y de pertenecerle sin remedio. Y mientras la besara pensaría en el hosco destino que se la reveló, en la mujer y en la pálida hija con tirabuzones y en la casa donde las dos esperaban y temían la llegada de una carta o una llamada de teléfono, huéspedes y desterradas en algún país de intratables inviernos, habitado por gentes de mirada muerta y azul cuyo idioma no era posible comprender.
– Hábleme de Andrade -le dije-. Cómo se conocieron, cuándo fue la última vez que lo vio.
Golpeaba el cigarrillo contra la superficie ondulada de una pitillera de plata. Lo sostuvo en alto, con las piernas cruzadas, esperando que yo le diera fuego. Había en su actitud una cansada simulación, como si se acodara en la barra de un bar mirando invitadoramente a los desconocidos.
– Ustedes lo abandonaron -dijo, inhalando el humo mientras alzaba la cabeza-. Se había escapado y nadie le ayudó, y yo no sabía nada, ni por qué lo detuvieron, ni qué hacía. Al principio pensé que era uno de esos viajantes, o que trabajaba en un banco. Tiene cara de eso. Tiene cara de estar casado y de querer a su mujer y a sus hijos. Pero yo no sé nada, nunca le quise preguntar.
– ¿Él no le contó por qué lo perseguían?
– Me dijo que era mejor para mí no saberlo. Siempre tenía miedo de que me pasara algo. Pero era yo quien temía por él. Todas las noches solo en la misma mesa, con esa cara, entre esa gente de la boîte. Cada vez que faltaba yo estaba segura de que no iba a volver. Y de pronto una noche, cuando salí, me lo encontré en la misma esquina donde me esperaba al principio, echado contra la pared, así, con las manos juntas en el vientre, como uno de esos borrachos que no pueden sostenerse. Me acerqué y le vi las esposas.
– ¿Él le pidió que lo llevara al almacén?
– Llamé a un taxi. Se tapó las manos con mi abrigo.
– Y usted misma le abrió las esposas.
– Con una horquilla -respondió velozmente-. Una horquilla del pelo. Él me enseñó.
– Es muy difícil.
– Yo lo hice. Estaba empapado. Le sangraban las muñecas.
– ¿Iba a verlo todos los días? ¿Le llevaba comida?
– La comida y todo lo demás. El tabaco, las novelas. Me hablaba de sus amigos. Le extrañaba que tardaran tanto en llegar. Hasta robé en la boîte una botella de whisky para él, del verdadero, no el que les dan a los clientes. Pero no me acordé de que no le gustaba. La primera vez que vine aquí también traje una. Todavía debe de estar en la cocina.
No hablaba para responder a mis preguntas. Lo hacía por una supersticiosa necesidad de nombrar a Andrade, para que existiera así fuera de ella y su invocación alcanzara una presencia objetiva. Había sonreído al recordar que no le gustaba el whisky, como si ese detalle encubriera la rememoración de una circunstancia íntima. Dijo que iría a buscar la botella. Caminaba a pasos inseguros sobre unos tacones muy altos, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza un poco inclinada, moviéndose con una tranquila lentitud de abandono o descaro, como si volviera de una fiesta en la que bebió demasiado. Venía de beber y estaba dispuesta a seguir haciéndolo. Había traído consigo, en el aliento y en la piel, en la pesada melena oscura y en la ropa, un rastro de humo y de alcohol y de lugar cerrado.
Cuando la vi venir con la botella y los vasos supe que otras veces Andrade la habría mirado desde el mismo sitio donde yo estaba ahora, ávido, esperándola, indagando en su piel los olores de otros, cansado luego y desnudo, con su vientre blanco aplastado contra las caderas de ella, compartiendo la extenuación y el sudor, los cigarrillos rubios.
Llenó los vasos y dejó la botella destapada sobre la mesa. El alcohol daba un brillo helado y ebrio a la claridad de sus ojos. Quería hablar de Andrade y yo era un pretexto y un simulacro de su sombra. Mientras hablara de él la espera de su regreso no sería tan larga. Si rondaba la casa por los descampados cercanos Andrade vería encendida la luz de la habitación donde ella estaba esperándolo. También era muy posible que su única intención fuera retenerme para que él escapara. Pero me daba igual, yo sólo quena escuchar sus palabras y seguir mirando frente a mí los ojos de Rebeca Osorio y presenciar su resurrección imposible.