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En silencio, durante una o dos horas, la oí hablarme de Andrade, al principio de una manera general, como se habla de alguien conocido y distante. Iba a la boîte algunas noches, siempre solo y como escondiéndose de los demás y de ella misma, del impudor de mirarla cuando se quedaba desnuda, con aquel traje tan raro, que parecía heredado de un pariente muerto, con una luctuosa gravedad de marido infiel, de cajero pobre y honrado o viajante sin éxito. Una noche llegó cuando el local estaba aún casi vacío y ocupó la mesa más próxima al escenario, y fue entonces cuando ella lo vio por primera vez y se dio cuenta de que nunca dejaba de mirarla, siempre a los ojos, incluso cuando se quitaba el vestido, casto y solo en su mesa, bebiendo a sorbos muy breves, fumando con un aire ecuánime, como si al encender los cigarrillos llevara la cuenta de los que se había concedido hasta entonces calculando su efecto, lamentando la irremediable adicción, indiferente a todo, a las mujeres de pestañas postizas y opulentos escotes que se acercaban a él para pedirle fuego o sugerirle que las invitara a una copa. No sabía nada sobre él ni era capaz de imaginar la clase de vida a la que volvía cuando se marchaba mirando por última vez el escenario vacío con aquella mirada de desconsuelo y contrición, pero las pocas cosas que pudo averiguar no las supo cuando él estaba cerca, sino cuando desaparecía tan inexplicablemente como había llegado, y su ausencia era más fuerte y más indudable que él mismo. Sólo descubrió hasta qué punto se había acostumbrado a él cuando vio vacía su mesa de todas las noches, y pensó que ya no volvería nunca, como cualquiera de los otros, pero al cabo de dos o tres noches ya estaba otra vez allí, con el mismo traje y la misma corbata, como si en realidad no se hubiera movido de aquella mesa que sólo él ocupaba, pálido y calvo en la penumbra, bebiendo con pequeños sorbos de abstemio. Tardó en darse cuenta de que no era exactamente la soledad o el pudor lo que lo distinguía de cualquier otro hombre, sino la calidad abismal de su ausencia, y cuando lo supo fue al descubrir que estaba vinculada a él, con quien no había hablado nunca, por un sentimiento menos despiadado que el amor pero igualmente venenoso: una instintiva y mutua conmiseración por el desamparo sin límite en que los dos vivían. Al principio lo compadeció por desearla tanto, y antes de salir a cantar lo miraba por un resquicio entre las cortinas para buscar en su figura pormenores que le incitaran la piedad. Lo compadecía por el cuello un poco arrugado de su camisa y por el torpe nudo de la corbata, por la sospecha de vigor inútil que sugerían sus manos, enlazadas y quietas bajo la pantalla azul de la lámpara, por el remordimiento que emanaba de él como un olor a transpiración, como esos olores alojados en los pasillos de una casa de huéspedes.

No era uno de esos bebedores solos y culpables: bebía únicamente para adquirir el derecho a mirarla, y luego, desde la primera noche en que ella reparó en su presencia, bebió para atreverse a sostener su mirada, que lo había elegido tan inapelablemente como el infortunio o la felicidad eligen a un solo hombre en medio de una multitud. Empezó a no dejar de mirarlo desde que las luces del escenario se encendían para intoxicarse de compasión hacia alguien que sin duda era más débil que ella, y también por una complacencia maquinal en provocar vengativamente una excitación a la que no pensaba responder. Lo veía muy cerca, abajo, a un paso de ella, hundido en la sombra de la sala, y cuando avanzaba hacia el micrófono le parecía sentir, tan nítidamente como el temblor de la tarima bajo sus tacones, el solivianto que su cercanía y su mirada provocaban en él. Imaginarlo débil y entregado la fortalecía: en su contemplación sin voluntad sustentó muchas noches largos minutos de coraje. La primera vez que no lo vio fue instantáneamente herida por el miedo. Quiso pensar que la pequeña mesa junto al escenario ya no volvería a ser ocupada por él y que eso no le importaba. Una semana más tarde, su regreso la conmovió mucho más de lo que ella misma había sido capaz de imaginar. Salió a cantar y el hombre del traje azul marino y la corbata de luto estaba mirándola, exactamente con el mismo aire tenso de desolación y ternura.

Aquella noche, cuando salió de la boîte, él estaba parado en un portal de la otra acera, sin abrigo, aunque se avecinaba un amanecer helado, pero al verla caminar hacia un taxi no dio los pocos pasos que ella esperaba que diese y la vio irse como si presenciara la partida de un barco. Unas noches después esa espera ya había cobrado la desesperada fidelidad de una costumbre. Se quedaba quieto, fumando, sin hacerle nunca una señal, sin acercarse a ella, más bien fingiendo que no la veía, con la torpeza definitiva de un adolescente. Una vez ella cruzó la calle y le habló. Andrade se la quedó mirando muerto de miedo y no le supo contestar.

– No le salía la voz -recordó, complaciéndose-. O a lo mejor era ese acento tan raro que tiene.

Bebimos un rato en silencio. Vi en sus ojos que el recuerdo de Andrade no se había detenido cuando cesaron las palabras. Nos mirábamos con una inútil fijeza, sin parpadear, sin movernos, cada minuto más extraños, separados por el espacio de la ausencia de Andrade, por la sospecha de que ninguno de los dos lo vería ya esa noche, ni nunca. El silencio y el frío se apoderaban despacio de nosotros. Ella recogió su abrigo del suelo y se envolvió en él, y luego dio unos pasos por la habitación y se acercó a la ventana.

– Tiene que venir -dijo, apoyando la cara en el cristal-. No puede ir a ninguna otra parte.

Me puse en pie, junto a ella. Había algunas luces encendidas en los edificios próximos, iluminando ventanas de gentes que no dormían o que se levantaban mucho antes del amanecer.

– ¿Y si ya no confía en usted? -le dije-. La policía descubrió el almacén. Él puede pensar que usted ha querido entregarlo.

Alzó la mano en un gesto súbito de rabia e intentó golpearme. La detuve, atrayéndola hacia mí, notando en la palpitación de su cuerpo la energía exasperada del odio. Otra mujer me había mirado así muchos años atrás con el mismo rencor frío en los ojos. Durante unos segundos en que su cuerpo y el mío respiraron adheridos el uno contra el otro, como en la tregua de una lucha que nos hubiera agotado, la muchacha volvió a parecerse a Rebeca Osorio, y detrás de lo que me decía yo oí las palabras de la otra, en la cabina de proyección del Universal Cinema, cuando Walter se había esfumado y yo seguía buscándolo y entré allí empuñando un cuchillo que casi no tuve tiempo de esconder.

– Se ha ido -dijo Rebeca Osorio-. Tú y Valdivia creíais que se dejaría matar. Pero os habéis equivocado los dos. Walter es más fuerte que vosotros.

No le contesté. Sus ojos se mantenían detenidos en mí como si tuvieran la potestad de convertir en estatua a quien se atreviera a mirar de frente su transparencia dilatada y azul. En el bolsillo de mi chaqueta yo apretaba todavía la empuñadura del cuchillo.

– Clávamelo a mí -dijo: la clarividencia del odio le permitía adivinar el pensamiento y distinguir las cosas ocultas-. Mátame a mí y diles a los tuyos que fui yo quien os traicionó.

No era ella la que me desafiaba, era la luz de sus ojos y la rabia y la hermosura de su cuerpo, que temblaba y se erguía bajo la camisa, bajo el ancho pantalón masculino. Hasta entonces yo la había mirado con la conciencia de lejanía y mentira con que miraba a las mujeres del cine, a las mujeres prohibidas que no pueden ser tocadas y que no existen en el mundo. Aquel día, la última vez que la vi, se alzó ante mí exaltada por un impulso casi obsceno de locura carnal. Le temblaban los labios húmedos y estaba despeinada. Lo que sobrecogía en su presencia era la temible transfiguración del amor. Me di la vuelta y salí huyendo del cine y tardé más de dos semanas en encontrar a Walter. Nunca me arrepentí de matarlo. Olvidé su cara y su nombre, pero me costó años de insomnio no seguir viendo en todas partes los ojos de Rebeca Osorio.

Eran indestructibles: ahora seguían mirándome en la cara de otra mujer, y era idéntico su odio. Solté la mano de la muchacha. Me había hincado las uñas. Nos movíamos por la habitación mirándonos con un recelo de animales.

– Hábleme de ese hombre -dije-. El que fuma. Él también iba todas las noches a verla. Tiene un palco. Nadie lo ve de cerca, pero él puede verlo todo. Descubrió a Andrade. Lo reconoció. La compró a usted para tenderle una trampa. Usted le tiene miedo, igual que todos. Todos saben quién es pero nadie se atreve a decir su nombre en voz alta. Quiere algo de usted, pero no lo que puede pagarse, lo que compran los otros.

– No sé quién es -encogiéndose en el interior del abrigo la muchacha retrocedía contra la pared-. Va todas las noches y yo le pregunto al dueño, pero no quiere decírmelo. Nadie puede acercarse a él. Nadie lo ve entrar ni salir.

– Usted le dijo que lo conocía. ¿Ya no se acuerda? Se lo dijo esta tarde, en el almacén.

– Me amenazó. Puede matarme si quiere. Puede hacer que me maten.

– Dígame su nombre.

– Usted ya lo sabe.

– Quiero que me lo diga usted. Ahora no puede oírla.

– Sí puede. Lo oye todo y lo ve todo.

El terror descomponía sus rasgos como si fueran un engaño de maquillaje nocturno desbaratado por la luz del día. En su boca había un rictus de estupidez y fealdad, y respiraba como acuciada por la cercanía del llanto. Tomándola por los hombros la llevé suavemente al sofá. Llené un vaso de whisky y se lo puse entre las manos, pero tiritaba tanto que no podía sostenerlo.

– El comisario Ugarte -al pronunciar ese nombre suspiró echándose hacia atrás, como si se rindiera.

– ¿Cómo sabe que es él?

– Andrade me lo dijo. Era Ugarte el que lo interrogó cuando lo detuvieron.

– ¿Le vio la cara?

– Ningún preso puede vérsela. Les pone una lámpara ante los ojos, o hace que se los venden. Lo vio fumar a oscuras.

– ¿Ha estado con él ahora? -me senté junto a ella y la obligué a levantar la cabeza y a mirarme- ¿Ha estado con el comisario Ugarte antes de venir aquí?

Dijo que no y se escapó de mí dejándome entre las manos su abrigo de piel. Tuve la tentación de preguntarle si había estado con otro hombre. Pero ésa era la pregunta que Andrade nunca se atrevería a hacerle. Bebió un trago de whisky, y al limpiarse los labios un lado de su cara quedó manchado de carmín. La esperaría hasta muy tarde igual que yo había esperado, en el mismo sofá, negándose al sueño y a la vejación de imaginarla en los brazos de otros. Llevándose la botella y su vaso vacío me dio la espalda y se alejó hacia el dormitorio. Antes de entrar en él se volvió para mirarme. Lo hizo como si examinara una habitación desierta.

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