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Pero uno, a pesar de todo, se habituaba al Universal Cinema, a la presencia ambiguamente hospitalaria de Rebeca Osorio, al ruido de su máquina de escribir disperso entre las voces del cine, y todo lo demás sucedía muy lejos, como desdibujado, incluso las pruebas de la traición de Walter y nuestro propósito de matarlo. Algunas veces, por la tarde, se ausentaba del cine, y era Valdivia, casi restablecido, quien proyectaba las películas. Cuando Walter se iba yo salía tras él, pasaba tardes enteras persiguiendo sus pasos, asombrándome de la sabia naturalidad de sus gestos, porque sabía que yo estaba vigilándolo y calculaba las huidas y los itinerarios como un juego de destreza, usando para escapar de mí callejones sin salida aparente y vestíbulos de hoteles cuya puerta de servicio daba a una calle paralela. Andaba solo y hostil por las aceras populosas, se encontraba con alguien en la barra de una cafetería americana y apenas le daba tiempo a fumar un cigarrillo o a fingir que algo se la caía al suelo, y luego se marchaba subiéndose el cuello del abrigo, con la cabeza ladeada, buscando algo, buscándome, como si yo fuera su sombra y no pudiera desprenderse de mí ni mirarme de frente. Por la noche volvía al cine y conversaba conmigo, le preguntaba a Valdivia por su herida, a Rebeca Osorio por la novela que estaba escribiendo. Cenábamos los cuatro en silencio, como recién llegados a una casa de huéspedes.

Una vez lo seguí hasta un bar grande y muy oscuro de la Gran Vía que frecuentaban alcohólicos de cierta edad y mujeres ostensiblemente solitarias. No me vio. Se sentó en un reservado del fondo y pidió una ginebra. Bebía rápidamente y consultaba su reloj con una ávida impaciencia que yo no le había conocido hasta entonces. Ahora no jugaba conmigo: creía haberme burlado y esperaba a alguien que le importaba mucho. Una mujer apareció en la puerta giratoria y él se puso en pie como si instantáneamente la reconociera por el sonido de sus pasos. Tardé en darme cuenta de que esa mujer alta y desconocida era Rebeca Osorio. Llevaba zapatos de tacón y un traje de chaqueta gris, y en sus largas piernas brillaban unas medias de seda. Se besaron en la boca, se tocaban la cara como para vencer la incredulidad de haberse encontrado y merecido, y en lugar de marcharme yo seguí espiándolos, viéndolos beber los transparentes cocktails de ginebra con una íntima devoción de adictos.

Aquella noche decidí que no me acostaría hasta que volvieran. Entré en la habitación donde ella escribía y estuve leyendo una novela recién terminada. Oí pasos en las escaleras: venía sola, y parecía que antes de llegar al cine hubiera vuelto a transfigurarse y que la alta mujer que yo vi a media tarde en el bar no fuera ella. Pero una sombra de sonrisa le duraba en los labios, y en sus ojos azules permanecía una velada lumbre de felicidad y de alcohol.

No creo que entonces llegara a desearla: fue la culpa lo que me vinculó a ella para siempre. Valdivia trazaba planes y me urgía a cumplirlos, pero me iba ganando una lenta indolencia que borraba el tiempo y el orden de los días. Me levantaba tarde, y al despertar ya oía la máquina de escribir, y algunas veces ni siquiera salía para seguir a Walter. Me quedaba viendo películas que ya casi me sabía de memoria, me deslizaba hasta una butaca del fondo cuando ya estaba oscuro y me adormecía oyendo las músicas militares de los noticiarios, dejando para más tarde la obligación de actuar y de hacer caso a Valdivia, que tampoco hacía nada, que algunos días se pasaba horas sentado frente a Rebeca Osorio, mirándola escribir. Era como si también para él se resumiera el mundo en los límites cerrados del Universal Cinema. Pero ni sus ojos ni su voluntad descansaban nunca. Uno pensaba al mirarlo que incluso cuando estuviera dormido los mantendría abiertos, si es que dormía alguna vez.

Valdivia, como Walter, había tenido siempre la potestad de los actos. Mi oficio sólo era mirar sin que supieran que miraba. Una tarde vi lo que tal vez no debía y supe por qué Valdivia parecía tan atrapado como yo mismo por la inercia de la postergación. Entré en el cuarto donde estaba la máquina de escribir y lo vi abrazado a Rebeca Osorio. Era más alto que ella y se apresaban el uno al otro de una manera torpe, como se acoplan dos animales. Cuando Valdivia levantó la cara rozándole las sienes y el pelo con la boca abierta sus ojos incoloros repararon en mí. Cerré suavemente la puerta y no estuve seguro de que él recordara que me había visto. Walter no estaba. Salí a buscarlo por las calles vacías de Madrid.

Yo caminaba tras él por la ciudad pero no tenía sensación de intemperie: en todas partes el aire era tan cálido y tan enrarecido como en el interior del Universal Cinema, y la luz tan gris. Éramos cada uno la sombra multiplicada de los otros y nos buscábamos y huíamos tan solitariamente por Madrid como cuando el último espectador abandonaba la sala y los porteros se iban y no quedaba nadie más que nosotros en aquel edificio, en los corredores y vestíbulos decorados con carteles de películas y fotografías de actrices coloreadas a mano. Walter apagaba las luces al retirarse a las habitaciones más altas, seguido por su sombra, como si dejara atrás las estancias de un submarino lentamente inundado. A medida que mi convicción de que era un traidor se volvía indudable me resultaba más difícil conversar con él y mirarlo a los ojos, porque temía no poder ocultarle lo que estaba pensando, todas las cosas que sabía de él, no sólo que se citaba regularmente con un comisario cuya foto había visto yo en París, sino también todo lo demás, lo que no me importaba, el juego clandestino de sus encuentros con Rebeca Osorio por los bares, cuando parecían enamorados por desesperación y adúlteros de sí mismos, su desconfianza hacia Valdivia, su manera de vigilarlo en los espejos, cuando ella estaba cerca.

Pero temí de pronto que ella también supiera: que hubiera decidido seducir y usar a Valdivia. Cuando los vi abrazados entendí que ya era tiempo de marcharse del Universal Cinema. Fui a ver a Valdivia después de la medianoche y lo encontré escuchando como una voz deseada, con celosa avaricia, el sonido de la máquina de escribir. Le dije que a la mañana siguiente yo mataría a Walter. Usaría un cuchillo: bastaba que durante media hora él distrajera a Rebeca Osorio.

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