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Sobre cada mesa había una pequeña lámpara azul en forma de paraguas. Brillaban a mi alrededor como velas al fondo de una iglesia. En el escenario, por encima de las cabezas opacas y los rostros azules, cantaba una mujer gorda, con tacones muy altos, con un vestido largo de reflejos metálicos que tenía en el costado una abertura singularmente obscena. La luz de un foco la rodeaba como un crudo plenilunio, haciendo relucir sus labios y el maquillaje blanco de su cara. El pianista parecía un profesor abrumado por una vejez sin dignidad. Un camarero se obstinó en servirme aquel combinado de nombre polinesio que me había prometido el guardián de la puerta: tenía, previsiblemente, una repulsiva densidad de jarabe. Yo bebía y escuchaba risas contenidas y murmullos a mi alrededor y me iba envolviendo una lenta sensación de absurdo que agravaban la infamia del alcohol y las sonrisas codiciosas y adúlteras de los hombres vestidos de oscuro que en las mesas próximas fumaban y bebían junto a mujeres muy pintadas y enredaban como casualmente los dedos en sus manos. Pensé: «ahora mismo no hay nadie en el mundo que sepa dónde estoy», y eso era más verdad aún porque ni yo mismo lo sabía, y hasta la identidad se me desdibujaba como uno cualquiera de aquellos rostros acogidos a la sombra, desconocidos y pálidos sobre las lámparas azules.

Seguida por el candente círculo de luz, la gorda del escenario giraba obedeciendo los arrebatos torpes del piano y movía las caderas. La carne del muslo que dejaba desnudo la abertura de la falda tenía una trémula calidad de víscera. Éste era tal vez el lugar que había frecuentado Andrade, con corbata, sin duda, con un traje oscuro, como casi todos los hombres de edad intermedia que bebían cerca de mí y se atrevían a tocar con lujuria cobarde las rodillas de las animadoras, más clandestino él que nadie, temiendo ser sorprendido no sólo por la policía, sino por sus propios cómplices, que ya desconfiaban de él, de sus corbatas nuevas y de sus zapatos limpios, que reprobaban su adicción a las bebidas extranjeras y a los bares nocturnos. Imaginándolo solo junto a una de las pequeñas lámparas azules, inmovilizado por la culpabilidad y el deseo, preguntándome qué había sido lo que le hizo venir por primera vez aquí y seguir viniendo noche tras noche, no era a él a quien veía, sino a mí mismo, porque yo también buscaba en la penumbra el rostro de una mujer a la que ni siquiera reconocería si llegaba a verla. Sentí íntimamente que ni el mismo Andrade estaba aquella noche más perdido que yo, ni él ni los bebedores solitarios de la barra a los que no se acercaban las mujeres, ni siquiera los hombres que se detenían en las aceras a escarbar en los cubos de basura o que dormían tirados en los bancos de los andenes de Atocha cobijándose en lienzos de plexiglás o en hojas de periódicos. Quise pensar de nuevo en mi casa de Brighton, en sus ventanas de madera blanca, en el fuego encendido, pero todo estaba tan lejos que la memoria inútil ya me negaba la sensación de estar a salvo y de poseer un refugio únicamente mío, invulnerable al miedo y al destierro.

Nadie aplaudió cuando la gorda terminó de cantar. Sonreía bajo el peinado tieso de laca, retrocediendo hacia las cortinas del fondo, inclinándose, como si agradeciera algo o pidiera perdón. Entonces la luz del foco se extinguió al mismo tiempo que se apagaban todas las lámparas de las mesas y se hacía el silencio. Hubo en la repentina oscuridad un sobrecogimiento de espera y de respiraciones contenidas. Luego sonó el piano mientras descendía sobre el escenario una delgada línea oblicua de luz azul, más tenue y fría que la de las lámparas. Alguien habló a mi espalda: una voz le susurró que se callara. Al volverme vi que una mano descorría a medias la cortina de un palco lateral, el único que había en la sala. Un mechero encendido iluminó los cristales de unas gafas. Cuando miré de nuevo al escenario una mujer de espaldas, con los hombros desnudos, volvía muy despacio la cara hacia la luz.

No me atrevía a mirar otra vez hacia el palco. Igual que en el almacén, a pesar de la sombra en la que se ocultaba como tras el embozo de una capa, la presencia del hombre que nunca dejaba de fumar era tan indudable como el peso de un cuerpo. Me parecía que estaba tan cerca de mí como una o dos horas antes, respirando en su acecho inmóvil de galápago, mirando con la misma avaricia con que chupaba el cigarrillo humedecido por la saliva de sus labios. Pero ahora yo podría ver lo que no vi en el almacén, pues la muchacha, como si se hubiera quebrado la continuación del tiempo, repetía el mismo gesto que se había interrumpido ante mis ojos cuando se apagó la linterna, con la cabeza inclinada y el perfil tapado por el pelo, volviéndose con una lentitud de inminencia, revelándome al mostrarse de frente ante la luz azul lo que yo había estado a punto de saber en el almacén, lo que me fue negado por un presentimiento de incredulidad y de asombro. Al ver su cara terminé de perderme en el tiempo y en las alucinaciones de la mentira y de la memoria tan irreparablemente como me había perdido desde que salí de Inglaterra por los hoteles y los aeropuertos de Europa y por la noche extranjera de Madrid. Muy pálida contra el terciopelo negro de las cortinas, peinada exactamente igual que hacía veinte años, intangible, salvada, enaltecida por la luz, dibujada o inventada por ella, la mujer que concluía ahora, sobre el escenario de la boîte Tabú, un gesto iniciado horas antes y detenido y congelado por la oscuridad, era Rebeca Osorio, no gastada ni modificada por los años, inmune a ellos como a una desgracia a la que todos nosotros, los que la conocimos, habíamos sucumbido sin remedio.

La reconocía con la misma certidumbre imposible con que reconocemos en una pesadilla las facciones de un muerto. La luz azul y el peinado y el vestido de noche la envolvían en un resplandor de anacronismo, aislándola de la realidad y del presente como en el interior de una urna de cristal invisible. Movía los labios, había comenzado a cantar, pero la voz desfigurada por el micrófono no era la suya, era más ronca y menos sabia, aunque después de tanto tiempo yo no estaba seguro de que me fuera posible recordarla, menos aún cuando nunca la había oído cantar. Pero ella siempre tuvo una virtud de transfiguración instantánea, y los rasgos de su cara y sus firmes manos y su presencia tan serena y altiva parecían atributos de una perduración inalterable. Ahora, sobre el escenario, era imposiblemente ella misma y también era otra, más carnal y más fría que cuando yo la conocí, sonriendo como si estuviera sola ante un espejo, ceñida por el raso negro de un vestido de noche, como las mujeres del cine y las heroínas fatales de sus novelas, que morían siempre de un disparo en el último capítulo, absueltas de todo un pasado de lujosa perfidia por la abnegación del amor. En aquel tiempo, cuando vivía con Walter, cuando no sabía que él iba a morir y que yo había venido de Inglaterra para matarlo, era capaz de ser varias mujeres en el curso de un día, mujeres desconocidas, simultáneas, idénticas, como repetidas en espejos. Así cambiaba ahora mismo mientras yo la miraba, según las modificaciones sigilosas de la luz, y había instantes en que la perdía y aceptaba la evidencia del engaño, y otros en los que era más ella misma que nunca, detenida en una plenitud exacta de fotografía y preservada como la hermosura de una actriz en una película antigua. Era imposible que no hubiera cambiado, pero era más imposible todavía que ella, la Rebeca Osorio que yo conocí, estuviera cantando vestida de Rita Hayworth en un club nocturno, transfigurada y fugitiva de sí misma, moviendo con un frío impudor las caderas al ritmo suave y creciente de un bongó que resonaba en mis sienes como el latido de la fiebre. Más intenso que la incredulidad o el asombro fue en seguida el sentimiento del ultraje, casi de la profanación, porque a medida que cantaba sus gestos iban adquiriendo una procacidad velada e indudable, una tranquila desvergüenza de incitación sexual que me envolvía turbiamente en una doble punzada de deseo y de infamia. Entornaba los ojos, rozaba el micrófono con los labios, apoyando las manos en las caderas, adelantando el vientre según los espasmos de la música, pero su cara permanecía impasible, como si perteneciera a otra mujer que no estaba allí y que no podía ser vulnerada por la indignidad ni la lujuria, Rebeca Osorio, su doble, su imagen inasible, únicamente hecha de memoria y luces proyectadas, esculpida en el aire como las formas instantáneas del fuego.

Miraba al frente, hacia mí, pero no podía estarme viendo, miraba con obstinación de desafío hacia el palco donde brillaba el punto rojo de un cigarrillo, y entonces recordé la respiración y las palabras del hombre, canta para mí, vístete y desnúdate para mí, y pensé que todos los gestos que ella hacía eran un reto y una inmolación. Dejó de cantar, calló el piano, los golpes secos y hondos del bongó cobraron una súbita velocidad de redoble, luego las manos de palmas blancas se aplastaron sobre la piel tensada para detener toda resonancia. Tras el silencio, cuando ella, que había echado la cabeza hacia atrás, volvió a moverse, cuando los golpes comenzaron suavemente otra vez, fue como oír un corazón: el mío, no conmovido durante tantos años que ahora estaba latiendo con cuchilladas de dolor, el de Andrade, que venía aquí cada noche para morirse de deseo y de celos, el de ese hombre que fumaba y miraba, que mantenía encendido su cigarrillo en la oscuridad como una pupila fija e insomne. La exaltación y la vergüenza se estaban consumando ante mí al ritmo hirviente del bongó, que parecía golpear a la muchacha como a un boxeador débil, descoyuntándola, arrojándola de rodillas al suelo, imponiéndole metódicamente los movimientos sincopados de una danza en la que se iba desnudando como si se desgarrara a sí misma, los largos guantes, uno tras otro, los tirantes del vestido, el raso negro que descendió hasta su cintura y luego cayó a sus pies como una materia líquida y reluciente, como un charco de mercurio del que emergió desnuda, con la cara baja y tapada por el pelo, con las manos cruzadas sobre el vientre, jadeando no de fatiga, sino de rencor, desvanecida al cabo de un segundo en las tinieblas y el silencio igual que el brillo de un relámpago.

Cuando sonó un aplauso amortiguado por la parálisis unánime del deslumbramiento y se encendieron otra vez en las mesas las pequeñas lámparas azules miré a mi alrededor como si despertara buscando los residuos de un sueño. Pero el gran foco circular iluminaba ahora un espacio vacío, unas cortinas recién estremecidas. Las del palco habían vuelto a cerrarse. Yo quería desesperadamente comprobar que era verdad lo que habían visto mis ojos y me daba miedo la posibilidad de no seguir siendo engañado si hacía algo para averiguarlo. Me puse en pie, tan entumecido como cuando salí del almacén, me abrí paso entre las sombras de los bebedores, buscando la entrada de los camerinos. Crucé un pasillo entre altas pilas de cajas de botellas que estaba iluminado por una bombilla roja. Al final había una puerta cerrada, y sobre ella una tarjeta con un nombre escrito a máquina: Srta. Osorio. La abrí y ella estaba de espaldas, sentada frente a un espejo. Pero antes de mirarla a la cara comprendí que cuando lo hiciera ya no la reconocería.

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