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La cerradura tardó un poco en ceder. ¿Y si me volviera diciéndoles que no me fue posible abrir la consigna? Casos así habían ocurrido, sumas mezquinas de azares que impedían sin remedio un gesto premeditado y necesario, una puerta que no abría, una pistola encasquillada por la humedad, alguien que era detenido por llamar equivocadamente a un timbre o que no tomaba a tiempo el tren que lo habría salvado por culpa de un dolor de estómago. Pero la llave giró, y su mínima rotación cumplió su parte de destino asignado. Miré a un lado y a otro antes de abrir del todo la taquilla. No había nadie cerca, un mendigo encorvado se alejaba buscando colillas por los rincones, pinchándolas certeramente con una aguja de punto. La pistola estaba en una bolsa de aseo que despedía un fuerte olor a loción para después del afeitado. Me la guardé en la gabardina, previendo con disgusto que el olor a loción quedaría en mi ropa, y dejé en la taquilla mi bolsa de viaje. Me sentía ligero cuando abandoné la estación, igual que siempre que llegaba a una ciudad y dejaba en el hotel mi equipaje para salir a la calle sin propósito alguno, ligero y solo, todavía libre, todavía no corrompido por ninguna decisión sin remedio, y retardaba la hora de aceptar que tenía una cita con Andrade y que iba a disparar contra él, no a su cara, me habían dicho, porque esta vez convenía que la policía lo reconociera, que supieran que habíamos ejecutado a un traidor y desbaratado su trampa.

Me sorprendía a mí mismo reflexionando en plural. La llave que giró a tiempo en su cerradura, el peso de la pistola que llevaba escondida bajo el forro de la gabardina, ya regían mis actos y mis pensamientos. Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos, y me imaginaba la sonrisa de Bernal si pudiera verme y averiguar lo que pensaba. Tal vez podía, y por eso estuvo tan seguro de que iba a venir a Madrid mucho antes de que yo mismo aceptara la posibilidad del viaje. Tal vez uno de ellos, de nosotros, me estaba siguiendo para dar cuenta a Bernal de cada uno de mis pasos o se cruzaba conmigo por los andenes donde ya se alineaban los expresos bajo la bóveda de hierro, orientados hacia el sur, hacia el azul marítimo que se oscurecía al fondo, sobre los raíles y los negros hangares de ladrillo. Era posible que no se fiaran de mí y que me estuvieran sometiendo a una prueba. ¿Era yo el sospechoso, y no Andrade? Silbó un tren que partía, y yo pensé que él también lo había oído desde su refugio, cerca de la ventana, sin asomarse a ella, fumando con la avaricia de los presos y de los condenados. Me había dicho Bernal que fumaba cigarrillos ingleses, sugiriéndome de manera indirecta que ése podría ser otro indicio de su deslealtad, porque eran cigarrillos muy caros y muy difíciles de obtener en Madrid. Pensaban que la vida en España lo había ido corrompiendo, inoculándole los vicios y los hábitos del enemigo, el tabaco inglés, el whisky, añadieron, chantajes diarios y menores que propiciarían la traición, pues concebían el mundo ajeno a ellos como un predicador los lupanares, y cuando Bernal me contó que frecuentaba a una mujer tenía en la mirada el mismo desagrado que cuando examinaba mi gabardina blanca y mis zapatos, sospechando acaso que tampoco yo era inmune a su misma dolencia de renegado.

El azul del fondo era más claro y más limpio que el del mar, pero por los andenes y vestíbulos de la estación cundía un desorden desesperado e inmundo, una angustia de trenes perdidos o interminablemente retrasados que ensombrecía los rostros de fatiga y de insomnio y se adhería a las paredes y al suelo como una suciedad de hollín y de grasa no limpiada en muchos años, igual que la negrura de las vigas metálicas más altas, entre las que volaban pájaros solitarios chocando contra las aristas de hierro, despavoridos por el eco de los altavoces, chillando bajo las bóvedas como gaviotas lejanas. No había un solo lugar en la estación que no oliera a humo agrio de tabaco y a ropa sudada y maltratada en las noches de los trenes y en las salas de espera. Pensé con un doble sentimiento de dolor y de huida que ésta ya no era mi patria, y me apresuré a alejarme de la estación como si abandonara un barco condenado al naufragio, oliéndome la ropa, mirándome en los escaparates para comprobar que no había sido contagiado.

Para llegar a la casa donde me esperaba Andrade tenía que seguir hacia el sur las tapias del ferrocarril, por una calle baja y casi deshabitada, con mezquinas acacias y portales inhóspitos junto a los que había letreros de porcelana que anunciaban casas de huéspedes, con tabernas oscuras donde bebían ferroviarios de uniforme azul. En los lavabos de una de ellas tiré la bolsa de aseo con olor a loción y revisé la pistola: era una Luger tan enfática como un automóvil de 1940. Tenía un cargador completo, y el cañón y el gatillo habían sido cuidadosamente engrasados unas horas antes. Me sorprendió no haber sabido recordar cuánto pesaba y cómo olía. Miré mi reloj y pensé en Andrade, en sus ojos, en su pecho débil y blanco, posiblemente enrojecido por el sol de aquella playa del mar Negro. Sin duda usaba el bañador de otro y lo impacientaban las horas quietas frente al mar, y no olvidaba nunca que debía volver y que estaba condenado.

Ya era noche cerrada cuando salí otra vez a la calle. Al final del muro de ladrillo comenzaba una estepa de terraplenes y malezas en la que a veces se encendían reflectores sobre altas torres metálicas. Caminé entre laderas de escorias y naves industriales guiándome únicamente por los raíles y los cables del tendido eléctrico, tropezando en las sombras, en las pendientes de grava, que sufrían un largo estremecimiento sísmico cada vez que pasaba un tren, repentino y temible como un látigo de luces.

Reconocí el almacén por el anuncio de máquinas de coser que cubría las ventanas del primer piso. Lo vi con detalle durante unos segundos, los que tardó en pasar un tren con las ventanillas iluminadas. Una dama de principios de siglo extendía los brazos a lo largo de una máquina Singer con una sonrisa lánguida y arcaica de domadora de panteras. El resto de las ventanas y la puerta principal habían sido clausuradas con tablones en aspa. Yo tenía que dar la vuelta al edificio: en la parte de atrás, oculta por un muladar de automóviles viejos y lavadoras desguazadas, había otra puerta más pequeña. La encontré casi a tientas y llamé con los nudillos. Dos golpes rápidos, y luego uno, y por fin tres más espaciados. Instrucciones de Luque. Cumplirlas con exactitud me daba la desagradable sensación de manejar dinero falso. Volví a llamar, recordando el modo en que Luque, cuando me llevaba de regreso al hotel, se golpeaba las rodillas para instruirme en la cadencia de la llamada, como temiendo que yo olvidara las palabras de un ábrete Sésamo. Pero yo miraba la puerta cerrada del almacén escuchando como una voz conocida toda la hondura del silencio y sabía que era inútil llamar por tercera vez porque no había nadie en el interior de la casa. Reconozco en seguida las casas vacías, las miradas sin misterio, los teléfonos que no van a sonar.

Encendí una cerilla. El edificio parecía llevar un siglo abandonado, pero la puerta tenía una cerradura nueva. La tanteé con una lima de uñas, procurando que el ruido fuera apenas un rumor de carcoma. Pero si Andrade estaba dentro me oiría, habría oído mi llamada y estaría esperando, inmóvil, conteniendo la respiración, la mano húmeda de sudor cerrada en torno a la culata de un revólver, si es que lo tenía, o un cuchillo, algo duro y pesado que iría levantando sobre su cabeza a medida que el ruido en la cerradura fuera más discernible. Pero yo sabía que no estaba. Lo sabía como sabe un ciego que es de noche y que se ha quedado solo en mitad de una plaza. Sólo un pestillo mantenía cerrada la puerta. Usé para forzarlo con extremada suavidad una pequeña lámina de metal que llevaba siempre conmigo como un vago amuleto. Ábrete Sésamo, dije, imaginando que Luque me miraba, que a los dos lados de la puerta Andrade y yo deslizábamos al mismo tiempo el pestillo sobre su montura. También los goznes habían sido engrasados muy poco tiempo atrás. Antes de que la segunda cerilla me quemara los dedos miré un instante el espacio que se abría silenciosamente ante mí: una pared donde se amontonaban grandes televisores en desuso, una escalera de caracol, y en el suelo polvo y hojas de periódicos, esparcidas tal vez para que su ruido denunciara los pasos cautos de un intruso. Cuando cerré la puerta me circundó una oscuridad sin fisuras.

Permanecí unos segundos como disuelto en ella, sin que mis pupilas pudieran discernir ni siquiera esas fosforescencias que vemos moverse tras los párpados cerrados. No había cosas cercanas que pudieran tocarse, ni otro sonido que el de los trenes, más lejano que el mar, ni tampoco presencia alguna, ni la mía, inmovilizada en la sombra, en la mitad de un gesto que no podría concluir sin que crujieran mis zapatos. Tanteé buscando la pared y mis manos sólo rozaban el vacío. Tuve de pronto la certeza espantosa de que estaba parado en el filo de un pozo. Encendí otra cerilla: mi cara me sobresaltó en un espejo como la visión de la cabeza de un degollado. En un relámpago me acordé de algo que había leído casualmente en el avión para distraer el tedio del viaje: cuando han caído en el cesto, las cabezas de los guillotinados todavía guardan la conciencia, mueven los labios y los párpados y tienen una mirada última de inteligencia y desesperación. Hice girar en vano la llave de la luz eléctrica. Quemándome otra vez los dedos avancé hasta la escalera de caracol, que se tambaleó bajo mi peso. En el piso de arriba vi los anaqueles vacíos, las columnas de hierro, el mostrador donde estaba la lámpara de carburo. El cristal todavía quemaba cuando lo toqué.

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