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El reloj del vestíbulo señalaba las doce y media. Recordé que a las seis de la tarde había un vuelo hacia Londres. Durante cinco horas, aunque yo no quisiera, probablemente seguiría cumpliendo mi parte de ficción. Alguien, tal vez, andaba tras mis pasos, pero no me importaba mucho, casi lo prefería, porque en la mirada y en la imaginación de quien estuviera persiguiéndome mis actos cristalizarían en un propósito ilusorio. Cambié dinero en un banco, y el empleado me habló con ese tono un poco alto de voz que suele usarse con los extranjeros, articulando cuidadosamente las palabras. En la otra esquina del mostrador, mientras esperaba, un hombre de mediana edad se quedó mirándome. Pero yo no era español, a mí no podían detenerme. Caminé un rato por la ancha acera desierta del Jardín Botánico y nadie me siguió. Del otro lado de la verja venía un poderoso olor a tierra removida y a corteza húmeda de árbol. Tenía que llegar al aeropuerto a las cinco. Crucé el Paseo del Prado y pedí una habitación en el hotel Nacional.

Al pisar las sigilosas alfombras sentí que estaba transitando de una vida hacia otra, y que ninguna de las dos era verdad. Todo se diluía como la noche en el alba, como la fatiga de mi cuerpo en el agua caliente, cuando cerré los grifos del baño y me hundí tan suavemente como si me abandonara al sueño, casi flotando, inmóvil, con los ojos entornados, oyendo el leve rumor de las ondulaciones del agua.

Respiraba muy despacio el aire denso de vapor, opaco y blanco como las nubes que vería desde la ventanilla oval cuando el avión ascendiera y percibía con desfallecida gratitud cada minuto de indolencia, mirando mi cuerpo plano y alargado ante mí, entre la espuma del agua, tendido y reviviendo como un pálido animal submarino que estremece las algas, la tenue arena del fondo. Como si el vapor se condensara en apariciones translúcidas yo veía sucederse los rostros que conocí en los últimos días, la mancha de una sola cara que iba convirtiéndose en otras igual que una nube adquiere la forma de una cabeza de león y luego la de un castillo y la del perfil de una moneda y luego se desvanece todo en jirones blancos. La cara del hombre que me recogió en el aeropuerto de Florencia se me dibujaba exactamente en el recuerdo y unos segundos después empezaba a borrarse y adquiría las facciones de Bernal, y éstas eran suplantadas por las del recepcionista del hotel Parigi, precisas por un instante, perdiéndose en seguida para convertirse en otro rostro, el de Luque, el de Andrade en la foto del pasaporte falso, el que apareció enmarcado en la mirilla de la boîte Tabú. Y al final todos se resumieron en uno, como las galerías de un museo en el que se guarda un solo retrato memorable, el de Rebeca Osorio, su deseada y futura falsificación, volviéndose hacia mí desde la oscuridad del pasado, desde el recuerdo otra vez acuciante de la noche última.

Cerraba los ojos, pero seguía viéndola, como emergida lentamente del agua, como emanada de mi cuerpo y del vapor caliente en una excrecencia vegetal, apretaba los párpados y veía de nuevo el fulgor instantáneo de su desnudez, su cuerpo frágil y lívido contra los reflectores azules y su cabeza que se doblaba hacia atrás como si una mano invisible la hubiera atrapado por el pelo y tirara de ella. Ascendía reluciente de espuma entre los turbiones del agua, anudada a mi vientre en un largo espasmo líquido, cálida y al mismo tiempo imaginaria, inexistente y entregada y hostil como las mujeres de las postales obscenas. De pronto me dio miedo pensar que no era inalcanzable. Salí del agua temblando de frío y de deseo y vi mi cuerpo pálido disgregado en el vaho que cubría el espejo, y recordé los números que el portero de la boîte Tabú había escrito en la ventanilla empañada del taxi. Ahora yo los escribí en el cristal, como si trazara las letras de un nombre mágico y oculto, y tal vez deseé y temí que cuando se borraran desaparecieran de mi memoria. Pero el cristal se volvió poco a poco tan nítido como un paisaje del que se levanta la niebla y el número permaneció intacto en mi recuerdo.

Alguien que no era yo me suplantaba y decidía mis actos. Intoxicado de antemano por la imaginación, impaciente, temerario, cobarde, me envolví en una toalla y me quedé sentado en la cama mirando el teléfono de la mesa de noche, como quien espera tan ávidamente una llamada que levantará el auricular en el mismo instante en que empiece a sonar el timbre. Pero a mí nadie me llamaría: era yo quien iba a hacerlo, yo o ese doble oscuro que nos usurpa las decisiones del deseo y niega enconadamente la dilación y la vergüenza. Pensé: todavía no habrá encontrado a Andrade, todavía tendrá la pistola y el pasaporte. Recordé que me quedaban menos de cuatro horas para llegar al aeropuerto. Puse la mano húmeda sobre el auricular. La retiré como si hubiera tocado una materia viscosa en la pared de un túnel. Sabía que era necesario darle al recepcionista una explicación a la vez suficiente y ambigua y ofrecerle con cautela algo de dinero. Comprendió en seguida y su voz en el teléfono adquirió un murmullo de confabulación cuando se me brindó para hacer él mismo la llamada. Dije que no. Marqué una a una las cifras queriendo imaginarme cómo sería la habitación donde la muchacha esperaba. Un gabinete con las cortinas cerradas, supuse, con divanes y luces indirectas. La señal sonó muchas veces sin que ocurriera nada. Yo sostenía el teléfono con un ensañamiento inmóvil, temiendo que no respondiera nadie, casi agradeciéndolo.

Iba a colgar cuando me habló una voz de mujer, más bien fría y ecuánime, un poco soñolienta, como la voz de una telefonista nocturna. Le dije lo que quería y el nombre del hotel donde estaba. En sus palabras había un tono de secreto y de reprobación, como si lamentara la lujuria y la debilidad de los hombres y se viera obligada a secundarlas a pesar de sí misma. Me pareció que notaba en la cara el auricular humedecido por su aliento. Dijo precios y nombres con una monotonía de mercader huraño. «Miriam», dijo, «Laura, Gina». Le pregunté por Rebeca y se quedo unos segundos callada, respirando. «Sí», dijo, como si accediera a una petición muy difícil, «también Rebeca». Me habló de un precio más alto y me preguntó mi nombre. Le dije el número de mi habitación. Aseguró que yo no tendría que esperar más de media hora, tal vez menos, según lo que tardara la muchacha en encontrar un taxi. Luego colgó secamente, sin decir adiós.

Para distraer la lentitud del tiempo me vestí despacio ante el espejo del armario. Neuróticamente calculaba los minutos gastados y los que me quedaban todavía como si contara las monedas de un tesoro fugaz. Cada vez que oía detenerse el motor de un automóvil me asomaba al balcón, pero nunca era ella la que caminaba hacia la marquesina del hotel. Miraba ahora, desde arriba, una ciudad que no parecía española: árboles alineados hacia la lejanía gris, edificios blancos sobre los que ondeaban banderas internacionales. Cerré las cortinas y encendí la lámpara de la mesa de noche. En la penumbra el rumor de la ciudad agrandaba el silencio. Anticipadamente la veía venir, recién maquillada, fumando, perfilada en un cristal tras el que huían los árboles y las calles de un Madrid irreal, preguntándose con rencor y desdén cómo sería el hombre que iba a abrazarla al cabo de unos pocos minutos. Imaginaba sus rápidos pasos en la acera, sorteando la lluvia, sus tacones que resonarían en los peldaños de mármol, amortiguados luego en las alfombras rojas del vestíbulo. Esta vez no la dejaría irse sin averiguar quién era y por qué usaba el nombre de Rebeca Osorio y se peinaba como ella. Para olvidar yo tenía primero que saber: para curarme de la venenosa ofuscación del deseo era preciso que pudiera cumplirlo hasta su mismo límite, y marcharme luego para siempre y no volver ni recordar, pero yo no estaba seguro de que fuera deseo aquella necesidad de tocar con mis manos la consistencia de una sombra, y cuando al final supe que venía y le abrí la puerta y la miré parada en el umbral noté una súbita conmoción de frialdad y de vacío y me arrepentí de haberla llamado y de no estar viajando en un avión hacia Inglaterra. Al principio no pudo verme la cara, porque yo estaba de espaldas a la luz, y cuando dio unos pasos hacia mí y me reconoció hizo un vago ademán de volverse, una tentativa falsa de escapar de la que ya había claudicado cuando cerré la puerta tras ella. No parecía sorprendida de verme, no me tenía miedo ni se rebelaba contra el engaño. Estaba allí, mirándome, en la habitación del hotel, igual que podría estar en cualquier otra parte, en aquella casa donde pasaría las horas esperando una llamada de teléfono, en el escenario de la boîte Tabú, alumbrada por los focos azules que aislaban su alta figura en el espacio y en el tiempo, como si nunca hubiera pertenecido a ningún lugar ni a ninguna mirada, a nadie, ni a sí misma.

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