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– Acuérdese del caso Walter, capitán -dijo, arañándose la barba, aceptando que era un intruso, que yo lo había detestado desde que lo vi y sólo deseaba cerrar la puerta y olvidarlo y olvidar ese nombre que llevaba tantos años sin oír-. Usted lo conoció muy de cerca, no de oídas, como yo. Yo estoy aquí y pasa el tiempo y no ocurre nada. No ha ocurrido casi nada desde que nací. Todo acabó cuando ustedes eran jóvenes.

La habitación era tan estrecha que su aliento y su olor a ropa húmeda me daban en la cara. «Está borracho», pensé, «está borracho o tiene miedo de algo y por eso no llegó a tiempo al aeropuerto».

– El caso Walter se mantuvo siempre en secreto -dije-. Nadie debe hablar de él.

– Yo no soy nadie -se apresuró a decir, como si solicitara mi perdón. Oí el roce de sus uñas entre los duros rizos de la barba-. Me han enviado a hablar con usted porque no soy nadie. Quieren que no se sepa que usted va a ir al interior. Que llegue a Madrid y haga su trabajo y se vuelva a Inglaterra cuanto antes. Igual que entonces. ¿Va entendiendo?

Dije que no: mirándome todavía a los ojos pareció desvanecerse como una sombra sin cuerpo. Le di la espalda y miré hacia la calle. Hombres solos y embozados caminaban aprisa bajo una llovizna de aguanieve. Por encima de los tejados, tan irreal y cercana como un espejismo, fosforecía casi blanca la cúpula de la catedral, y tras ella el cielo bajo y deslumbrado por la nieve y los focos cobraba un frío resplandor de incendio. Recordé el olor del aire entre los árboles que rodeaban el aeropuerto. Su inmovilidad y su tibieza me habían anunciado la nieve sin que yo lo advirtiera. Cerré los altos postigos y dije otra vez que no, de una manera general, negando toda complicidad o evidencia. Él aún no se rindió.

– También ahora hay un traidor entre nosotros -dijo en un blando susurro, y respiró por la nariz, arañándose el pelo sucio de la nuca-. Casi nadie sabe que lo es, pero tenemos pruebas. Pruebas indudables. El martes debe acudir a una cita con alguien que llegará de París a entregarle unos documentos. Irá usted. Como entonces.

– ¿La cita es en Madrid?

– En un edificio que está cerca de la estación de Atocha -Luque sacó de su anorak una tarjeta de visita que tenía algo escrito a mano en el reverso-. La dirección la tiene aquí.

Noté que ese nombre, Atocha, se me había vuelto exótico, y que Madrid también era para mí una ciudad extraña, la clase de ciudad menor, centroeuropea o nórdica, de la que uno casi nunca posee imágenes veraces. Luque dijo que, cuando yo llegara, aquel hombre, el traidor, me estaría esperando. Describió un almacén abandonado, un edificio de ladrillo rojo en cuya fachada aún permanecía un antiguo anuncio de máquinas de coser. Miré la tarjeta sin tocarla. La dirección estaba escrita con una penosa caligrafía de extranjero. Me pregunté quién habría trazado esas vacilantes mayúsculas como firmando una sentencia, en qué lugar lejano. Creían sobre todo y casi únicamente en eso, en la eficacia mágica de las palabras escritas e inmovilizadas en consignas, en su clandestina transmisión. Palabras impresas en el papel o en el aire, murmuradas al oído de alguien que las guardaría y las repetiría, intangibles viáticos escondidos en maletas de doble fondo. No quise preguntar el nombre del traidor ni por qué sabían que lo era.

– ¿Cómo lo reconoceré cuando lo vea?

– Muy fácil -Luque sonreía arañándose la barba: sin duda estaba improvisando-. Él es el único que conoce ese lugar. Nadie más tiene llave.

– ¿Ni la policía?

– Los nuestros vigilan día y noche el edificio -hablaba mirándose las puntas sucias de las botas, jugando con la tarjeta entre los dedos, como si tocara a un insecto-. No habrá peligro para usted. Podemos garantizarlo.

– No pueden -lo interrumpí con terminante suavidad, bajando un poco más la voz, envuelta en una tibia ira-. También me garantizaron que usted me esperaría en el aeropuerto. La cita era en la cantina, ¿se acuerda?

– En el periódico venían equivocados los horarios -dijo Luque, satisfecho, casi sorprendido de haber encontrado tan rápidamente una respuesta, indefenso-. Cómo íbamos a saberlo.

De modo que consultaban el periódico para saber cuándo llegaría un mensajero. No sentí rabia, sino un acceso de impaciente piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido veinte o treinta años atrás y ya no era. Fui otro, un catálogo de desconocidos cuyas fotografías había ido quemando o perdiendo como se deshace un asesino de su pasado culpable, como un traidor abjura de su lealtad y su memoria: acuérdese del caso Walter, había dicho Luque. Temí haberme parecido alguna vez a él, y para comprobar que no era cierto decidí insultar y concluir.

– Márchese -dije-. Dígales que no iré a Madrid. Que le he dicho que estoy enfermo, pero que usted se ha dado cuenta de que es mentira. Que tengo miedo, por ejemplo. Vaya y dígales eso.

– Capitán -Luque movía los labios, pero sus palabras tardaban en oírse-. Nadie va a creer que usted tiene miedo. Nadie.

Permanecía en pie, opaco y obstinado, ocupando como un dique el espacio entre la pared y la cama. Sin mirarlo ya, borrándolo, le toqué el codo y lo aparté como si oprimiera el resorte automático de una puerta muy pesada. Volví a verlo en el espejo del cuarto de baño, quieto en el umbral, arañándose la barba con un ruido de carcoma. Me lavé la cara y las manos con el agua helada y luego me peiné despacio y me ajusté la corbata, oyéndolo respirar. Sin volverme le dije otra vez que se fuera, pero no se movió.

– Capitán -dijo, inalterable, abrumado por el infortunio-. Ese hombre ha deshecho nuestra organización en Madrid. Era el responsable máximo y los ha ido entregando a todos, uno a uno. No merece seguir viviendo, capitán. Sí yo pudiera, si me dejaran, iba mañana mismo a Madrid y lo mataba con mis manos. Como hizo usted entonces.

– Yo no he matado a nadie con mis manos -dije, examinándolo ahora desde otra perspectiva, la de su improbable coraje-. ¿Sabe manejar una pistola?

– Hice un curso de comandos, el verano pasado. El instructor me habló de usted.

De nuevo le brillaban los ojos: había conocido a los héroes y era su discípulo, estaba ante uno de ellos y no aceptaba que yo no quisiera parecerme a las cosas que le habían contado de mí y a los designios de su imaginación. Con un gesto lo hice apartarse y luego abrí la puerta de la habitación y me quedé junto a ella. Una corriente de aire frío y húmedo entró desde el pasillo.

– También puede decirles que he perdido facultades. Que ha visto que me tiemblan las manos, o que llevo gafas de miope. Elija.

– Capitán -dijo Luque, pero ya no creía que esa palabra sirviera de conjuro. Se miró las manos y no supo qué hacer con ellas y las hundió en los bolsillos del anorak. Salió sin mirarme, con la cabeza baja, con el aire de humillación y desamparo de un vendedor a domicilio. Cerré la puerta y me quedé un instante al acecho tras ella, sin oír los pasos de Luque, imaginándolo quieto y perdido en el corredor. Miré la cama y volví a abrir, temiendo que ya se hubiera marchado. Caminaba hacia el ascensor con desganada lentitud, y al oírme se dio la vuelta con un impulso de esperanza.

– Oiga -le dije-. Se le olvidaba la maleta.

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