– ¿Qué le han dicho que haga si me niego a ir con usted? -le dije.
Antes de que pudiera contestarme -se movieron sus labios, pero aún no sonaba la voz- eché resueltamente a andar, porque no había considerado la posibilidad de una respuesta. Cuando nos acercamos al coche los faros se encendieron con la brusquedad de un despertar y creció sordamente el ruido del motor. Yo andaba delante, sin mirar a Luque, que me seguía con una especie de cansada lealtad, arañándose la cara, chapoteando con sus botas sobre el lodo y la nieve teñidos de amarillo por la luz de los faros.
Había otro hombre sentado junto al conductor: grande y ancho, con el sombrero en la nuca, con un abrigo que le hacía parecer incómodo. Ninguno de los dos miró hacia atrás cuando subimos al coche, acomodándonos en el asiento posterior con cierto embarazo, como dos desconocidos que acaban de asistir a un funeral. Pero yo veía en el retrovisor la inquisición de sus miradas, y no estuve seguro de que el conductor fuera el mismo que me había recogido en el aeropuerto. En otro tiempo esas cosas no me sucedían. Veía una cara al azar durante unos segundos y al cabo de un año era capaz de reconocerla con inmediata precisión y de saber dónde la vi. Ahora los rostros y los lugares se modificaban cada minuto en mi imaginación como arrastrados por el agua, y mi memoria era a veces un trémulo sistema de espejos comunicantes.
Veía esfumarse las calles y las luces y las zonas de sombra de la ciudad entre rachas de nieve. Fachadas de iglesias, plazas nevadas con estatuas y fuentes, escaparates de maniquíes congelados en cera, fanales de la noche. De vez en cuando limpiaba el cristal de la ventanilla para que el vaho no me ocultara las calles. Vi pasar los puentes y los pretiles de un río y luego el coche giró a la izquierda y entró de nuevo en la ciudad, cruzando plazas que algunas veces eran como la de la catedral. ¿Estaban dando vueltas para que yo no supiera a dónde íbamos? A mi alrededor el aire tenía una consistencia cálida de respiración y paño húmedo de abrigos. Cuando el coche se detuvo ante un semáforo en rojo imaginé que abría de golpe la puerta y escapaba. Tenía el hábito de calcular las vidas posibles que iban quedando al margen de cada uno de los actos que no llegaba a culminar. Yo mismo me multiplicaba invisiblemente en otros hombres: el que habría subido esa noche al avión de regreso a Milán, el que pudo eludir sin esfuerzo la persecución de Luque, el que viajaba a Madrid, el que no había salido de Inglaterra. En torno a mí se movían las sombras de un porvenir que se volvió pasado sin existir nunca.
El coche abandonaba otra vez el centro de la ciudad y las proximidades brumosas del río y se adentraba en grises barrios de aire neutro a los que la nieve no había llegado aún. Sin saber dónde ni cuándo, yo recordé otro país y otra noche remota en la que había cruzado calles como éstas, abandonadas y limpias, sin señas precisas que las identificaran, tan extrañas a toda presencia o voluntad humana como un paisaje de la Antártida.
– Estamos llegando -dijo animosamente Luque, y le tocó el hombro al conductor, señalándole algo: una luz más intensa al fondo de la calle.
Era una zona de casas bajas, encaladas en ocre, tal vez un suburbio recientemente agregado a la ciudad, y allí el aire olía de otro modo, a asfalto mojado, a árboles muy jóvenes. Al bajar del coche noté al mismo tiempo la persistencia del frío y un rumor de conversaciones y de música. Estábamos frente a una casa grande o un garaje que tenía sobre el portal un letrero de altas iniciales amarillas y dos banderas inclinadas, una roja y la otra italiana. Del interior venía la voz aguda y aceitosa de un hombre que cantaba muy cerca del micrófono una canción tropical. Bahía, recordé, casi con gratitud. Parecía que el invierno fuera a detenerse a un paso de la calle, al otro lado del portal entreabierto, y que al pisar el sendero que trazaba la luz sobre la calle empedrada ingresaríamos en una noche más cálida, con un mar pintado y una vegetación de estudio cinematográfico bajo el brillo ardiente y solar de los focos, en otro presente simultáneo. Cuando entré en el portal, siguiendo a Luque, oí una lenta música de acordeón y aplausos y risas de mujeres.