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SÁBADO

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Jaime avanzó sintiendo en sus pies descalzos el frío contacto de las losas que cubrían el suelo y el roce ligero de la túnica sobre su cuerpo desnudo. Se encontraba en la sala del tapiz con Karen a su derecha y Kevin a su izquierda, y al contrario de la primera vez, en la que había acudido con curiosidad y divertido por el exotismo de la situación, ahora estaba muy tenso.

Su corazón latía aceleradamente y sentía un nudo en el estómago. ¡Quería vivir de nuevo aquella extraña vida! Quería sentirla. Quería comprobar su irreal realidad. La vez anterior estaba desprevenido; fue como una diversión de sábado por la mañana alternativa a salir a navegar. Pero ahora era distinto y deseaba repetir la experiencia a toda costa.

Al otro lado de la vieja mesa de madera y del extraño cáliz Dubois, impresionante con su túnica, pelo y barba blancos, parecía no haberse dado cuenta de su entrada en la habitación. Tenía las manos juntas y oraba en murmullos con los ojos cerrados. Y así, inmóviles y de pie se quedaron esperando a que Dubois hablara, pero éste parecía sumido en su interior y en la oración.

La olorosa combustión de las bujías colmaba el olfato, y Jaime miró hacia la pared del fondo. La sólida roca. La cueva. Un rito del mundo subterráneo, de viejos hechiceros. ¿Brujería?

Sus ojos acudieron al fascinante tapiz, que después de las explicaciones de Karen tenía un sentido nuevo y más misterioso. Abajo» la figura dentro del óvalo rodeado de llamas era el Dios malo, el señor del diablo, la imperfección para los cátaros modernos. Tenía el símbolo alfa sobre su cabeza, porque él era el responsable de la creación física del mundo. Y del cuerpo del hombre. Sostenía a Adán y Eva en una mano y la espada en la otra. La naturaleza sensual, erótica, creadora, pero también cruel y destructiva. En una mano el nacimiento, la creación, y en la otra el castigo y la muerte física. Pero sólo la muerte física, que no espiritual. Por eso Él no era el fin. Él no podía finalizar, no tenía el poder para hacerlo, y su destino era ser derrotado al final de los tiempos.

Porque arriba estaba el Dios bueno. Tranquilo, majestuoso, imponente dentro de su círculo azul celestial y con su corona de rey del todo. Los ángeles le servían. En una mano la bendición; el perdón de los errores. En la otra el libro de la sabiduría; la enseñanza espiritual. El símbolo griego omega sobre su corona indicaba el fin del camino para el hombre; la perfección, la renuncia al cuerpo y el triunfo del espíritu. El Dios bueno triunfaría al final de los tiempos sobre el malo y el espíritu sobre la carne.

Y entre ambos Dioses la herradura; el símbolo de la reencarnación según la antigua tradición cátara. Representaba la dureza del camino que conduce al hombre a la vida eterna. Reencarnación tras reencarnación en duro aprendizaje y muerte física para pasar a la siguiente vida y siguiente lección.

Dubois terminó de rezar, abrió los ojos y dirigiéndoles un gesto de bendición les dijo:

– Bienvenidos, hermanos.

– Gracias, Buen Hombre -contestaron Karen y Kevin.

– Jaime Berenguer, tus padrinos me dicen que deseas profundizar en la experiencia espiritual que viviste durante tu bautizo. ¿Es eso cierto?

– Sí, Buen Hombre.

– Karen, Kevin, ¿consideráis al hermano Jaime digno de progresar más en nuestra fe?

– Sí, es digno.

– Jaime, ¿estás dispuesto a renovar tu juramento de no revelar nada de lo que veas o vivas aquí? ¿También a obedecer a tus hermanos mayores si en alguna ocasión, por el bien de la comunidad, te ordenan algo?

– Sí, Buen Hombre.

– Entonces apura el contenido del cáliz y no lo dejes en la mesa hasta terminarlo.

Jaime levantó la pesada copa y experimentó el sabor picante y dulzón de especias del extraño vino.

– Recemos -propuso Dubois, y empezó a rezar su extraño padrenuestro.

Jaime rezaba mecánicamente mientras su vista volvía al tapiz, que empezaba a cobrar vida; tuvo la seguridad de que la fascinante experiencia regresaba. Pasó al otro lado de la mesa y, al tumbarse en el diván, Dubois le impuso las manos en la cabeza. Cerró los ojos y notando el calor de las manos se dejó llevar a su viaje espiritual. Hacia el misterio. Hacia el pasado.

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– Decidme, Miguel -preguntaba Hug con curiosidad profesional-, ¿cómo conseguisteis hacer tal corte y sólo superficial? Parecía que habíais degollado a Huggonet.

En la tienda de campaña del rey don Pedro II de Aragón, Jaime yacía medio incorporado sobre unos ricos cojines árabes. Al otro lado, tras una mesita octogonal de complicados dibujos geométricos en nácar y maderas preciosas, descansaban sobre almohadones Hug y Miguel.

Bromeaban. Sus dientes, rodeados de frondosas barbas, brillaban a la luz de los candelabros; nadie diría que apenas una hora antes, daga en mano, habían estado a punto de matarse.

– Cortar y tajar es el único oficio que mi nobleza permite.

– También es el mío -repuso Hug-, pero cuando más hondo tajo y corto, mejor lo hago; eso de quedarse a medias es una mariconada.

– El maldito merecía una lección por su osadía y descaro. La próxima vez lo mato.

– No pretendía insultar al rey nuestro señor, sólo transmitía lo que sus enemigos hacen y dicen.

– ¡Voto a Dios que no! -Miguel elevó la voz-. Lo que pretende Huggonet es que el rey entre en batalla contra los franceses Para proteger a esos herejes cátaros. Y vos, Hug, conocéis también su intención. Con la excusa de cantar lo que otros dictan y de contar lo que los franceses hablan, insulta y provoca. La tropa pide ir a la guerra y los nobles están ofendidos y exaltados. Con ese aspecto frágil, el maldito trovador hereje tiene más fuerza en su laúd que cien caballeros aragoneses en sus espadas -continuaba Miguel-. Al cantar contra la Cruzada, engañando la simpleza e inocencia de la tropa y de muchos nobles, pretende obligar al rey nuestro señor. ¿No los habéis oído? Hoy pedían ya la guerra contra los cruzados de Simón de Montfort. Prácticamente la guerra contra el Papa. ¡Que cante canciones de caballeros y damiselas tristes historias de héroes antiguos! Ese es el trabajo de un juglar; hacer llorar a las damas. ¡Si vuelve a hacer política con sus canciones, le corto el cuello de un tajo! ¡Mariquita de calzones ajustados! ¿No visteis cómo se meó de miedo cuando le pinché el cuello?

– Huggonet canta los hechos, Miguel -argumentó Hug-.

Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses están asesinando a los vasallos de nuestro señor don Pedro en Occitania y toman por las armas las haciendas de los que le son fieles.

»No les importa asesinar a católicos o a cátaros, lo que pretenden es robar sus propiedades. A nuestros hermanos occitanos les han caído encima todos los aventureros y la chusma sedienta de oro y títulos de Francia, Borgoña y Alemania. Y el Papa les da su bendición, les perdona asesinatos y violaciones, regalándoles tierras y propiedades que no son suyas. Les da igual si queman en la hoguera a un católico o un cátaro con tal de aterrorizar a quienes se les opongan. -Ahora Hug se dirigió a Jaime-. Cuando termine la Cruzada, Occitania será del rey francés y os habrán despojado, señor, de vuestros derechos. Debemos intervenir en contra de los cruzados.

– Sería un gran error, Hug -protestó Miguel-. Si nos oponemos al Papa, éste podría excomulgar al rey y a todos los que le somos fieles. La excomunión representará la rebeldía de muchos de nuestros nobles y quizá la guerra civil. -Hablando a Jaime, Miguel continuó-: En Roma hay quien os acusa de hereje, a pesar del título de El Católico que vuestra majestad ostenta. Vuestra esposa, María de Montpelier, está allí con el Papa, despechada por vuestro intento de divorcio, por el poco uso que habéis hecho de ella y por el mucho que hacéis de otras mujeres. Dice que una cátara occitana os ha embrujado y que con sus artes diabólicas os arrastra a la herejía.

– Vamos, Miguel -interrumpió Hug-. Es suficiente con que el rey nuestro señor lleve el sobrenombre de El Católico. Sería demasiado que ostentara también el de El Casto como su noble padre, que Dios tenga en su gloria. Hay que disfrutar de las mujeres cuando se puede, y no hay quien pueda más que el rey.

– A nuestro padre, el rey -Jaime se oyó hablar a sí mismo-, no le llamaron El Casto porque lo fuera, sino porque no quiso reconocer a sus bastardos. -Los demás sonrieron. Conocían las historias sobre las aventuras eróticas del viejo rey Alfonso, y también que las que se contaban sobre el hijo superaban a las del padre.

– Vuestro problema, Miguel, es que sois tan papista que sólo jodéis con católicas. -Hug había decidido incordiar al aragonés y se dirigía ahora a éste con una sonrisa cínica en su semblante-. ¿Teméis, noble señor, que el coño de las moritas, judías, cátaras u otras os llene el pene de ideas? Juro por mi espada que os convendría. Seguro que vuestro pene piensa mejor y más variado que vuestros sesos, siempre llenos de ideas fijas.

Jaime no pudo evitar reírse, y Miguel soltó una falsa carcajada antes de contraatacar.

– Vuestro problema, Hug, es que sois un hereje pervertido que sólo piensa en fornicar; por eso os fingís trovador, para embaucar a las ingenuas. He oído decir que cuando no tenéis una hembra cerca le jodéis el culo a vuestro propio caballo. Y como vos sí pensáis con la polla, por eso tenéis las ideas de noble bruto que tenéis.

Jaime rió ahora a carcajadas mientras Hug resoplaba.

– ¡Servicio, señor! -gritó el escudero real, responsable de la guardia, desde la entrada de la tienda.

– Adelante -concedió Jaime.

La conversación se interrumpió cuando, portando bandejas de plata, entraron dos bailarinas con un contoneo insinuante; sin velo, lucían una atractiva sonrisa en sus labios carnosos. Se arrodillaron al lado de la mesita inclinándose y, cuando Jaime les concedió permiso, empezaron a servir, en unos vasos de plata de complicado y bello trabajo moruno, un té combinado de hierbas aromáticas.

– Tengo una prima que sin duda os complacerá, Miguel. -Hug devolvía el golpe-. Es una ferviente católica y anda loca por una buena verga, pero que sea católica con toda seguridad, como la vuestra. Su único problema es que, siendo tan fea, no ha encontrado católico con el suficiente valor como para complacerla y se hizo monja. Estoy seguro de que vuestro Papa consideraría un acto de caridad y valor que solucionarais el problema a mi prima y os premiaría con una bula especial. -Hug terminó su Parlamento y sin esperar respuesta de Miguel, tendiéndose hacia la bailarina más cercana, le acarició el trasero para luego dejar su mano entre las piernas de la chica. Ésta se sobresaltó y soltó unas risita-. ¡Oh, bella! ¡Concédele otra noche oriental a este pobre guerrero! -dijo Hug a la chica en un aceptable sarraceno. Ella sonrió afirmativamente, y Hug le besó la mano con gran ceremonia-. ¿Me concedéis el privilegio, mi señor?

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