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SÁBADO

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Jaime vestía una túnica blanca, y la salita le recordaba a las usadas para desnudarse antes de una sesión de rayos X. Pocos eran capaces de rememorar vidas anteriores la primera vez, le dijeron, y se sentía expectante, aunque aprensivo por el extraño ritual y por la forma en que había llegado hasta allí.

– Luego te lo explico todo -le había dicho Karen.

Se despertó en la mañana con el contacto cálido del cuerpo de ella en el lecho, y desayunaron entre risas en la cocina, bañada ya por los rayos del sol. Luego Karen condujo su coche hasta la zona de aparcamientos de un centro comercial y justo al entrar le dijo:

– Debes ponerte estas gafas. No te extrañes si no ves nada; es su propósito.

Eran unas gafas de sol que cubrían los laterales. Cuando Jaime se las puso comprobó que, en efecto, no veía nada.

– ¿A qué viene este teatro, Karen?

– Confía en mí. Más adelante lo entenderás, ahora sólo confía en mí.

A Jaime no le quedaba otra alternativa. Notó cómo Karen maniobraba el coche en el interior del aparcamiento, cómo finalmente aparcaba y cómo abría la portezuela de su lado.

– No te muevas ni toques las gafas, por favor -le advirtió antes de bajar.

Lo condujo a otro coche cercano sentándolo en la parte trasera.

– Buenos días, Berenguer. -Reconoció la voz de Kepler-. ¿Está disfrutando de nuestra pequeña sesión de misterio?

– Lo intento, Kepler, lo intento.

Karen se sentó a su lado tomando sus manos entre las suyas, y el coche se puso en movimiento. Al final del trayecto, que, duró casi una hora, Jaime notaba curvas y pendientes. Debían de estar en una zona montañosa. Al detenerse supo que la puerta automática de un garaje se abría. Recorrieron pasillos, bajaron por una estrecha escalera y cuando pudo quitarse las gafas, se encontraba en la salita.

– Te estás portando muy bien -le dijo Karen con el tono que se usa para hablar con los niños pequeños-. Ahora quítate toda la ropa y los zapatos y ponte esta túnica. No te muevas hasta que te venga a buscar.

A los cinco minutos, Karen apareció descalza y también en túnica blanca. Al cogerlo de la mano, Jaime aprovechó la ocasión para palpar a su amiga a través de la prenda, comprobando, para su regocijo, que también ella estaba desnuda bajo la fina tela. Hizo un gesto para levantar la túnica y ella se zafó.

– Ya basta, éste no es el momento -le advirtió apuntándole con el dedo índice en el pecho y frunciendo el ceño-. Compórtate con respeto. Esto es muy serio e importante para nosotros y también lo será, espero, para ti. No me hagas quedar en ridículo.

Jaime no podía evitar ver el lado cómico de la situación, pero pensó que sería mejor seguir la corriente a Karen, si no quería exponerse a males mayores.

– De acuerdo, seré un buen chico.

Ella lo condujo por un breve pasillo, apenas iluminado, y abriendo una puerta apartó unas pesadas colgaduras. Era una habitación de regulares dimensiones, donde grandes cortinajes de color granate oscuro cubrían los lados y la parte trasera ocultando puertas y posibles ventanas.

La pared del fondo estaba excavada en la roca, y Jaime sintió que se hallaban en algún lugar bajo tierra.

Un tapiz de unos tres por dos metros, protegido por un cristal, destacaba en el muro de roca y la única luz eléctrica de la estancia se proyectaba con suavidad sobre la tela.

Sobre una sólida mesa de madera descansaban un cáliz dorado, con piedras verdes y rojas incrustadas, y cuatro bujías cuyas llamas desprendían fumarolas de un extraño perfume.

La mirada de Jaime se vio atraída de inmediato por el tapiz.

Parecía antiguo, muy antiguo. Los colores estaban desvaídos, y un mundo de personajes de distintos tamaños y una expresividad primitiva, pero impactante, parecía moverse y vivir dentro del lienzo.

Una gran herradura, en profusión de hilos de oro y plata, brillaba a la luz y ocupaba la parte central del tapiz.

Sobre la herradura un Pantocrátor -el Cristo-Dios, en posición de rey y señor, del arte románico-, representado por una figura con ropajes reales, ojos muy abiertos y expresión seria, dominaba el conjunto. Tenía barba y las cejas arqueadas. Su gesto era estático, miraba de frente, estaba sentado en una silla-trono y toda su imagen se contenía dentro de una forma ovalada. La mano derecha, elevada en bendición y la izquierda sosteniendo un libro.

Transmitía sensación de serena majestad. Sobre la corona, que rodeaba la cabeza con haces en forma de cruz, la letra griega omega, la última del alfabeto. En la simbología medieval indicaba el final de los tiempos y el juicio a los hombres. Fuera del óvalo dos ángeles adorando a la divinidad.

Bajo la herradura otra figura de disposición y tamaño semejantes, también sentada en una silla-trono, pero completamente inédita para los conocimientos que Jaime tenía del románico. En lugar de bendecir la mano derecha sujetaba una espada enarbolada. La mano izquierda reposaba en su regazo con la palma hacia arriba, y sobre ella había dos pequeñas figuras humanas desnudas. ¿Adán y Eva?

La cabeza estaba rodeaba por una corona con haces de llamas y el rostro era severo, de color encendido. Esa figura era un poco más pequeña, pero simétrica a la anterior, y el óvalo era más oscuro y con pequeñas llamas rodeándolo. Encima de la corona, la letra griega alfa daba idea del principio. La creación.

Un personaje, más pequeño que los anteriores, destacaba en la parte derecha. Era un Cristo cubierto con larga bata, con los brazos en cruz, aunque sin la cruz. En el mismo lado estaban representados animales salvajes, labradores trabajando, comerciantes y, en la parte superior, monjes. Todo en aquel sorprendente arte, primitivo pero de gran expresividad.

En el lado izquierdo de la herradura aparecía un animal semejante a un dragón, con cuernos y siete ojos, que estrangulaba con su larga cola a un hombre. ¿Sería el Anticristo? Encima del monstruo la figura de un diablo con cuernos y orejas de cabra, y largas unas en manos y pies. Era de color casi negro y sostenía en su mano a un hombre mucho más pequeño. Una lengua puntiaguda y roja parecía lamer la figura humana.

Monstruos marinos, ejércitos en lucha, ciudades en llamas y hombres y mujeres quemando en hogueras completaban la zona izquierda. Jaime estaba fascinado por la belleza y el movimiento que aquellas figuras primitivas contenían.

Entonces Peter Dubois apareció de entre los cortinajes, situándose al otro lado de la mesa. Karen y Kepler se colocaron a los lados de Jaime. Todos vestían túnicas blancas e iban descalzos.

Sin más preámbulos Dubois empezó a declamar en tono ceremonial y voz alta:

– ¿Quién desea ser iniciado en el segundo grado de nuestra fe?

– Jaime Berenguer -contestó con tono más bajo Karen.

– ¿Quiénes le apadrinan en su bautismo espiritual?

– Karen Jansen -dijo ella.

– Kevin Kepler -replicó Kepler.

– Karen y Kevin, ¿os hacéis responsables de que el iniciando esté en condiciones de recibir su bautismo espiritual?

– Sí, Buen Hombre -respondieron ambos.

– ¿Os hacéis responsables de guiarlo en sus futuras dudas y necesidades espirituales?

– Sí – repitieron a la vez.

– Jaime Berenguer, ¿deseas ser iniciado en nuestro grupo?

– Sí, lo deseo.

– ¿Prometes guardar en secreto todo lo que oigas y veas, así como no revelar a nadie las identidades de las personas que aquí conozcas?

– Sí, lo prometo.

– ¿Prometes apoyar al grupo en su causa común, así como ayudar a tus hermanos y obedecer en lo razonable a quien se designe como tu líder?

– Siempre que sea razonable, lo prometo.

– ¿Sabes que los peores males van ligados a la ruptura de esta promesa? ¿Los asumes y aceptas?

– Sí, los acepto.

– ¿Aceptas someterte a la prueba del bautismo cátaro, sabiendo que puedes ser rechazado o sentir un gran dolor espiritual?

Jaime vaciló ante esos detalles inesperados pero, considerando que era tarde para preguntar, respondió:

– Sí, lo acepto.

– Entonces bebe el contenido del cáliz y no lo deposites en la mesa hasta que esté vacío.

Jaime levantó la dorada copa y la sintió extrañamente pesada.

El líquido tenía aspecto de vino tinto ligero y de poca graduación, pero con un fuerte sabor a especias; dulce y picante. Apuró la bebida.

– Ahora recemos un padrenuestro, para que el Dios bueno nos ayude, a ti, a pasar tu prueba de iniciación, y a mí, a conducirla correctamente -dijo Dubois con voz suave.

– Padre nuestro, que estás… -Dubois empezó a rezar y los demás lo siguieron a coro.

La vista de Jaime se fue, atraída como por un imán, al singular tapiz. Mecánicamente seguía el rezo y percibió que ellos variaban algo la antigua oración, aprendida de sus padres y en la iglesia, pero no le dio importancia. Sentía el cuerpo y la mente que se relajaban y que una sensibilidad distinta le invadía.

¡Aquel tapiz…! ¿Realmente se había movido el dragón? El tapiz contenía algo más, estaba seguro. ¡Tenía vida propia!

La oración había terminado, y notó la mano de Karen en la suya.

– Ven -le dijo conduciéndolo detrás de la mesa.

Allí había un pequeño diván y unas sillas. Karen lo hizo tenderse, y se sentaron, ella a su derecha, Kevin a la izquierda y detrás, Dubois.

Jaime continuaba viendo el tapiz desde su posición; los personajes tomaban movimiento, los ojos de las divinidades resplandecían. Notó las manos de Dubois en su cabeza y pronto un calor muy especial que venía de ellas. Pero él miraba al tapiz; no podía apartar la vista. ¡El fuego era real! Se dijo que la tela ardería en unos segundos.

– Cierra los ojos, Jaime.

Oyó la voz de Dubois. Él lo hizo, pero las figuras en movimiento continuaban allí, ahora en su mente.

Jaime siguió las instrucciones de Dubois, que en un principio se le antojaron técnicas de relajación. Sentía el cuerpo laxo y la respiración pausada y lenta.

Pronto su mente estuvo vacía; sólo quedaban en ella los movimientos de las sombras de los extraños personajes, y lo único que notaba en su cuerpo era el calor, creciente, que provenía de las manos de Dubois.

Oía distantes las instrucciones del Buen Hombre, que empezaron a tomar variantes extrañas. Jaime obedecía instintivamente, sin Gestionarlas. ¿Estaría bajo hipnosis?

Pero el pensamiento se desvaneció.

Entonces se dio cuenta de que nada le importaba. Nada en este mundo y tiempo tenía importancia.

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